Os presento mi segundo relato.

Después de mi primera historia «911, Memorias de un futuro incierto» (http://911memoriasdeunfuturoincierto.wordpress.com/) os presento la segunda, donde un adolescente sumido en la era de la informática (año 2058) tendrá que luchar para vivir su pasión y cumplir sus sueños. Espero que os guste:

6 de Octubre del 2058, algún lugar de mi habitación.


Hoy llueve. No veo el agua caer pero siento las gotas chocando con la ventana. Las paredes tiemblan con la fuerza del aire, y sólo un ínfimo ápice de luz entra por la última junta de una persiana que hace años que no se sube. Me gusta cerrar los ojos y recordar, cada vez con más dificultad, los tiempos en los que aún veía el Sol. 

Ahí afuera no hay un alma, nadie se atreve a cruzar unas calles demasiado solitarias como para socorrer los gritos de desesperación de alguien que no debió salir de su casa. Un frío fantasma recorre mi brazo, alzando los pelos de éstos, golpeando mi conciencia con una dosis de realidad que se ahoga tras una pantalla de varios cientos de miles de píxeles. Esto ya no me sacia, me he equivocado de época, habría matado por nacer 50 o 100 años antes.

Dicen que fueron tiempos duros en los que, incluso, había que trabajar. Pero, ¿Y ahora qué? Vivimos en una falsa libertad, pero estamos atados de pies y manos por algo más fuerte que nuestra voluntad, y es nuestro miedo. Cada dos o tres días, el silencio que inunda mi casa, es roto por esos pasos. Lo envidio, es suficientemente valiente como para caminar, abrir la puerta de su casa y bajar hasta el garaje. Escucho ese cuatro cilindros salir calle adelante, con la única compañía del aire rozando su desconocida carrocería. Esas llaves detrás del mando del ordenador me tientan, yo también tengo otro; pero esta personalidad agorafóbica hace que apenas me atreva a acercarme a la puerta para notar sus pasos mientras desciende por las escaleras. El simulador no me satisface, el sonido digital no consuela mi imberbe existencia, demasiado madura para seguir encerrado tras estas oscuras paredes.

Sé que los rayos uva me harán daño, sé que nuestros gobernantes no ponen esos vídeos en la televisión a todas horas por gusto, sé que es peligroso. Pero no puedo permitirme estar otros veinte años aquí, ya he leído demasiado sobre ellos, he visto demasiadas fotos de esos lugares, tengo que comprobar por mí mismo si todo eso es real.

7 de Octubre.

Hoy ha anochecido tarde, o pronto, quién sabe. Será la 1 A.M., no estoy muy seguro de si se dice así, pero según he visto por algún lugar de la red global, no tengo que estar muy desencaminado. Una pena que nos prohibieran el uso de relojes, como lo fue que mi padre se decidiera a cortar definitivamente las cintas de las ventanas. Ahora sólo sé si es de día o de noche reflejo que entra por lo más alto de la persiana. Una estrella se asoma curiosa por los escasos 5 milímetros cuadrados de las rendijas.

El corazón me late más fuerte de lo habitual, y mis piernas atrofiadas me conducen por un pasillo que parece no acabar nunca. Los escucho roncar al otro lado, hoy han estado hasta tarde delante de «la caja tonta». Sus enormes papadas presionan unas agotadas gargantas tras años de inactividad total. No quiero acabar como ellos, no en esta vida. Aún los recuerdo en nuestras últimas vacaciones, a papá aún se le marcaban los abdominales y mamá lucía una figura digna de una mujer creada por ordenador. Cuando duermo, sueño con aquellos momentos; ahora apenas nos vemos, y sólo los escucho cuando tosen o discuten porque la red eléctrica nos les proporciona la electricidad suficiente.

El pomo de la puerta está congelado, y extremadamente sucio. Se nota que hace tiempo que nadie la abre. Por un segundo, mi cuerpo parece decidido a salir y comerse el mundo. «¿Qué haces?», me pregunto a mí mismo. Creí que había olvidado mi pavor por todo aquello que desconozco y sale de mi «ajetreada» rutina. Las manos me tiembla sobre este metálico artilugio, creo que tengo que girarlo en el sentido contrario a las agujas del reloj… ¿Hacia qué lado gira un reloj? Pruebo llevándolo para la derecha, está bloqueado. Vuelvo la vista, y observo el reflejo del ordenador de mi cuarto, está pidiéndome que dé la vuelta, que vaya rumbo a su cobijo y comprensión. Será mejor que le haga caso, y lo deje para otro momento. Pero esa sombra sobre el oscurecido gotelé me hace replanteármelo nuevamente. No quiero esa silueta para mí, no cumplo con el prototipo de hombre joven y sano que sale en los libros de anatomía del salón.
Me aventuro a dar el último paso, a estas horas de la mañana no habrá nadie en el portal… ¿Qué podría pasar? Además, las llaves en el bolsillo me queman, me están gritando que baje a arrancarlo, aunque, con casi 70 años encima, dudo mucho que aún funcione. Mi padre lo salvó del desguace dos meses antes de la ley 3.14; según me ha contado, es el último que queda en la provincia. Lo giro a izquierdas, y tras un pequeño quejido de la puerta (necesita un buen engrase), ésta cede. Oscuridad y más oscuridad es lo que me encuentro al otro lado, suerte que mis ojos grises están acostumbrados a esta sensación y se comportan como un murciélago en lo más profundo de una caverna. Unas escalones altísimas me hacen dudar de si estos gemelos obesos y saturados de colesterol podrán con mi cuerpo, pero si él puede, yo también.

Con cautela y un paso algo torpe, me apoyo en la barandilla, y comienzo a deslizar mis manos escaleras abajo mientras mis pies tropiezan contra las baldosas y el polvo de los últimos 10 o 15 años. Por los cristales de las paredes debería de entrar, al menos, la luz de las farolas, pero no es así. Sólo la Luna ilumina un poco este lúgubre lugar, durante años he pasado miedo con esos juegos de monstruos y fantasmas, ignorando que tras de mí, era esto lo que había. Tengo que reconocerlo, estoy aterrado; mi vejiga empieza a tener ganas de ir al baño, y creo que lo mejor sería dejarlo para mañana, cuando amanezca. Pero, sorprendentemente, ya he bajado un piso, dos más y estaré en el garaje. Cuantas veces no habré soñado con ese momento, cuantos dolores de cabeza no habrán terminado en una derrota, ¿Cuántos años pasarán hasta que vuelva a atreverme a hacer esto?

Hago de tripas corazón y continúo bajando, él lo hace a diario, y parece que es algo adictivo, como lo es estar 18 horas al día frente a un hardware obsoleto. No puedo evitar esbozar un sonrisa al llegar al piso de abajo, este tétrico lugar tiene algo que me gusta; no sé si es la primicia que tengo ante mí o este olor desconocido que me resulta ciertamente atractivo… Una puerta metálica abollada y parcialmente quemada, me da la bienvenida a un lugar completamente nuevo y ciertamente conmovedor. Las tuberías del techo tienen fugas, enormes charcos de agua estancada es todo cuanto queda de los días dorados de este parking. Es complicado ver algo aquí, pero a lo lejos veo unos ojos enormes, que se mantienen fijos hacia mí. Es extraño, nunca he visto esa mirada fría y distante, pero a pesar de ello, parezco conocerla desde siempre.

Mis piernas comienzan a responder con fuerza, ¡estoy vivo! Es una gran sensación, cada vez estoy más cerca. Ese GTI de color negro tiene que arrancar como sea, va a ser mi proyecto vida, no voy a pasar un minuto más encerrado en mi cuarto. Siento un pinchazo en el pecho, mi corazón no está acostumbrado a tanta actividad física, pero soy joven, lo superaré. Una manta de polvo de varios centímetros de espesor hacen imposible intuir siquiera el negro metalizado del Volkswagen. Las llantas multiradio sirven de improvisada morada para centenares de arañas que han tejido concienzudamente un velo casi imposible de romper sobre éstas. Hecho un último vistazo al garaje, sin percibir el más mínimo indicio de vida humana. Pero algo me hace echar a andar en el sentido contrario al de aquel hierro que lucha como un gladiador contra la corrosión y diez años de mantenimiento 0.

Aquella joya susurra muy bajito desde la otra esquina del garaje, apenas 50 metros me separan de una bestia a la que parece no afectarle el tiempo. Mientras el utilitario alemán descansa triste y famélico, sobre cuatro neumáticos medio deshinchados y un charco de aceite, ese M3 E30 Evo está como recién salido del concesionario. Unas enormes ruedas de garganta y un rojo pulido y brillante iluminan el lugar, como si de una de esas diosas de los videojuegos se tratase. Es inmortal, cualquiera diría que lleva casi 70 años en este mundo. Y lo mejor de todo, es que mi último alarde de valentía me ha permitido descifrar una de las grandes incógnitas de mi vida: cuál era el coche que escuchaba salir casi a diario de la finca. Sin titubeos cruzo todo el aparcamiento y, tras pisar un par de charcos y mojar mis calcetines con el paño de las zapatillas de andar por casa, llego a su altura.

Es increíble, los neumáticos apenas tienen desgaste, todo los componentes parecen estar «a estrenar», y sólo un par de roces en los bajos hacen intuir que el coche se usa a menudo. No quiero imaginar cómo están las carreteras, pero creo que hace mucho que nadie las cuida, debe de ser una gran aventura salir con un coche así a la calle. Mi padre me ha contado en más de una ocasión que Jaén siempre estuvo lleno de baches, desde que él lo conoce. No quiero imaginar su estado actual, es imposible que sobreviva con tanta dignidad a las inclemencias que se encontrará en sus quehaceres diarios. Unos guantes de cuero blanco descasan sobre el asiento: mi vecino parece un poco fetichista con las cosas del motor. Debe ser una persona muy interesante, y sobre todo, valiente, es de los pocos en esta ciudad que se atreven a dar un paso más allá del pasillo de su casa. Este coupé es impresionante, pero no debo estar mucho más tiempo aquí abajo, al menos de momento.

Atravieso de nuevo este mar de columnas, humedad y rayas pintadas en el suelo hasta encontrarme nuevamente con mi particular y desgastada montura. El tiempo se ha detenido: este lugar, estos coches… bien podría ser finales del siglo XX o principios del XXI. Resisten congelados en lo más profundo del bloque, ingrávidos y ajenos a lo que sucede sobre sus techos. Esta escena casi apocalíptica me produce cierto pavor, y ahí dentro se debe estar bastante bien. Las llaves aprietan mi pantalón de pijama, señal más que evidente de que quieren salir de allí. Les hago caso, y sujeto aquel pequeño artilugio metálico con el símbolo de Volkswagen grabado a fuego. Lo introduzco en la cerradura y como si de la puerta de casa se tratara, lo giro hacia la izquierda. Un pequeño «clack» me advierte de que el pasador ha dejado de oprimir el portón contra la carrocería. Se abre y del interior brota ese mismo olor que yo despido cuando llevo una semana sin ducharme. Me siento sobre el cuero rasgado y desteñido y por primera vez en 20 años, apoyo mi pie derecho sobre un acelerador.


[Lo siento pero no he encontrado una foto mejor]


Con suma delicadeza piso embrague y agarro una palanca de cambios que no está en su mejor momento. Mi padre dejó la marcha atrás metida y el freno de mano puesto la última vez que lo aparcó. No me atrevo a soltar el freno, los discos oxidados y las pinzas agarrotadas no me dan buena espina; quizá si lo quito, no podré volver a ponerlo. Pero no me voy a ir de aquí sin saber si el cacharro sigue vivo o esta es su tumba definitiva. A lo lejos veo la rampa de salida, custodiada por una puerta de hierro que no oculta las estrellas que a través de sus cristales rotos entran. La Luna crea sombras imposibles, pero aquí dentro nada me afecta. Sobre el salpicadero, un reloj digital (de los pocos que no consiguieron destruir) que marca la una y media de la mañana. Es tarde, engrano punto muerto y me atrevo a meter las llaves en el bombín. Con un sutil juego de muñeca, produzco un ínfimo giro en el motor de arranque. Los cuatro pistones van de arriba a abajo y humo negro sale por el tubo de escape. Un petardazo me asusta y suelto la llave. El coche vuelve a estar en reposo, pero no me voy a rendir, no aún.

Vuelvo a apoyar mi mano, y lo dejo sólo con el contacto. Siento la corroída gasolina fluyendo desde la parte trasera del coche. Llega al morro y cesa nuevamente el sonido. Tomo aire y espero unos segundos: «No lo hagas, Pablo», me dice mi mente cobarde y pusilánime. Cierro los ojos, tapono mi nariz para no oler el sudor de este 16v, y vuelvo a realizar la misma acción. La llave tiembla y el motor suelta sonoros quejidos que despiertan hasta a los del ático, las explosiones en los cilindros son irregulares y el cigüeñal gira desacompasado. Sigo apretando con fuerza mi mano derecha mientras el motor sique aumentando su temperatura y se lubrica tras una década sin hacerlo.

De repente, el ruido se convierte en música, el traqueteo en un leve masaje, y el olor a quemado da paso a un agradable perfume de 98 octanos. Recupero el aliento mientras el 4 cilindros gira un poco por encima de las 1000 revoluciones. Tiene un ralentí mágico, y su cuadro vuelve a estar iluminado. Veo aquella blanquecina luz del velocímetro llegar hasta los 260 kilómetros por hora. Suspiro pensando en lo que me he estado perdiendo todo este tiempo, ahora es gasolina lo que fluye por mis venas. No tengo sueño, sólo quiero bajar esa palanca y dejar libre a este prisionero solitario. Pero la noche es peligrosa fuera de estas cuatro paredes, no sé que me puedo encontrar ahí fuera. Apoyo mi pie derecho y sube hasta las cuatro mil. Lo hundo con mayor fuerza, y en décimas de segundo la aguja está chocando contra la barrera invisible de las 7000rpm. Hace mucho que el motor no giraba tan rápido, pero por extraño que parezca, ha vuelto a la vida.

Pero hay algo en la calle que me observa, lo noto tras la puerta del garaje. Una sombra vaga de lado a lado, ha rodeado una decena de veces el edificio. Apago el motor, y un silencio inunda todo cuanto me rodea. El eco y la reverberación del tubo de escape da paso al son continuo y monótono del aceite del motor goteando. El Golf no está bien, cada junta y manguito gotea, cada tornillo oxidado pide una revisión a fondo y esos pasos en el exterior no auguran nada bueno. Salgo de éste y lo cierro con suma delicadeza, tratando de hacer el mínimo ruido posible (un poco estúpido después de cinco minutos con el coche arrancado) y me acerco de nuevo a la puerta del portal. Por el camino, tropiezo con un puñado de herramientas que han sido abandonadas a su suerte, parece que alguien las dejó allí precipitadamente. Giro la cabeza por última vez, y veo esa preciosidad de color rojo mirándome de forma lasciva desde lo parte más alejada del parking. Echo la llave y voy escaleras arriba. Ahora la sombra está junto a los telefonillos de la entrada. Relajo mis pasos y camino de puntillas hasta el primer piso, rezando porque nada ni nadie me esté escuchando, prometiéndome a mí mismo que no volveré a bajar si salgo de esta.

En casa todo sigue igual, los ronquidos de mi padre hacen temblar todos los tabiques del piso, pero me hacen sentirme a salvo de aquello que hay ahí fuera, en la calle. Respiro aliviado, nadie se ha despertado. En la cocina tomo un vaso de agua y una de esas asquerosas barritas que sirven de pilar fundamental en nuestra alimentación; me dirijo a mi cuarto con una sonrisa en el rostro al recordar mi desgastado utilitario y ese compañero suyo de celda, ¡menuda bestia! Giro la esquina con mi cuarto (de donde todavía sale la luz de mi ordenador) y me encuentro de frente con la voluminosas formas de mi madre:

– ¿Dónde demonios estabas?
– Tomando el aire un poco, me apetecía ver un poco de mundo…
– ¿Y esas manos llenas de grasa? ¿Y ese olor a fritanga? Tenemos el humidificador, ¡¿Acaso necesitas algo mejor que ese aire?! Tienes el mundo en esa cosa – dice mientras señala a la computadora -, ¡no necesitas nada más!
– Mamá, permíteme que lo dude.
– Pero… ¿Eres gilipolla? ¿Nos has visto los mensajes del gobierno? ¡El mundo exterior no es seguro!
– Madre, no me creo ese cuento. Nos están engañando, no quiero pasarme el resto de la vida aquí encerrado, necesito ver la luz del día.
– No sabes lo que dices, ¡te vas a enterar cuando se lo diga a tu padre!

Cierra la puerta, y se va andando torpemente de vuelta a su cuarto, de donde no había salido estos últimos cuatro días. «Buenas noches, mamá», digo cuando ella está ya entrando a su cuarto. No sé muy bien qué hora será, pero estoy molido, nunca antes había realizado un esfuerzo tan grande. Pero bueno, sigo aquí, más cansado pero vivo. Un pánico claustrofóbico se apodera de mí, nunca se me había hecho tan pequeño este lugar. Las sábanas aprietan mi piel, me producen un sudor frío, nervioso; mi corazón continua a un ritmo taquicárdico. Pero cierro los ojos, y me imagino que soy mi vecino, ese que muy de mañana se levanta y coge su M3, y no vuelve hasta varias horas más tarde. Por carreteras jienenses que no conozco hago trazadas perfectas tras un volante de cuero algo desgastado, muy directo y duro. El día se comienza a nublar, y cada vez voy más lento. De un momento para otro, todo se vuelve negro; sí, efectivamente, me he dormido.

Hoy amanece pronto, y él también ha madrugado. Oigo sus pasos sobre el techo de mi cuarto. Busco algo de ropa en un armario en el que poco o nada queda para salir a la calle. Me pongo mis vaqueros de cuando tenía 12 o 13 años, que ni que decir tiene que me quedan ajustados a las piernas como si de una segunda piel se tratara. Una camisa blanca de mi padre (varia tallas por encima de mi también enorme cuerpo) me sirve de improvisada vestimenta para impresionar a ese hombre. No quiero que piense que soy un ermitaño o alguien que no tiene ni idea de coches (justamente lo que soy). Me lavo la cara y trato de peinar un pelo graso y enredado como las telarañas de mis llantas. Tras una buena capa de polvo, encuentro un pequeño bote de perfume masculino, algo disuelto por un proceso natural de decantación.

Oigo sus pasos bajando por las escaleras. ¡Mierda! Se va sin mí. Meto barriga y abrocho el botón de los pantalones. Cojo las llaves cuando el motor del BMW ya está arrancado. Lo oigo al ralentí mientras cojo las llaves del golfete. Abro la puerta, y miro hacia atrás una última vez: los ojos de mi padre se clavan en mí, está despierto. Con un nudo en la garganta, cierro de un portazo y bajo las escaleras. Ha llegado el momento de conocer al «señor misterio».

Capítulo 2

Un frío seco inunda los escasos cinco metros cuadrados de mi rellano. «Tú subes, tú vuelas, tú puedes», me repito a mí mismo, recordando alguna de las frases célebres de los juegos de acción. Comienzo a sentir fuerza en mis piernas, en mis brazos; los cuádriceps se tensan a cada paso que doy, ya no necesito apoyarme en la barandilla para descender raudo y veloz hasta la planta baja (aunque mis depósitos de grasa sigan formando una capa inmensa y heterogénea alrededor de mi esqueleto).

El ronroneo del BMW se hace cada vez más reconocible, casi siento las gotitas de gasolina condensada cayendo desde el tubo de escape al suelo del aparcamiento. Las llaves del GTI se clavan en mi muslo mientras despacho los últimos escalones. Estos pantalones apenas me permiten articular rodillas y tobillos, y crean una sensación algo desagradable en mis genitales. La puerta metálica está cerrada, y se me ha olvidado bajarme la llave. No puedo permitirme volver a subir, o él ya se habrá marchado y tendré que esperar a la próxima vez que le apetezca coger su deportivo. Tiene toda la zona de la cerradura quemada, el hierro está desconchado, y apenas tiene unos milímetros de espesor, es prácticamente ceniza. La luz que entra por el portal proyecta mi enorme sombra justo enfrente. ¿A quién quiero engañar? Mis cerca de 100 kilos a no más de 5 kilómetros por hora tienen energía cinética más que suficiente para echarla abajo. Doy unos tres pasos hacia atrás, lo escucho engranar primera, y un líquido transparente no identificado brota desde la raíz de mi pelo, recorre mi cara y muere en el cuello de la camisa.

O corro, o se va, así de claro. Cojo impulso, pongo el tronco recto, y endurezco mis gemelos, como si de una final de cien metros lisos se tratara. 1250 Julios de complejos reprimidos en un cuarto de dos por dos se abalanzan contra ese chisme antiincendios que poco o nada aguanta el embiste. Estoy en el parking, me duele e hombro y tengo cierto sentimiento de culpa por una puerta que llevaba cumpliendo su función desde sepa Dios que tiempo. Un torrente de luz blanca como la Luna me ciega los ojos, acostumbrados a vivir en la penumbra. Mis pupilas se han acostumbrado a estar continuamente encogidas, y me arden mientras que las protejo con la palma de mi mano. Pero un bronco sonido me hace dejar de hacerlo, el M3 pasa del reposo a rondar las 4000 mil revoluciones en un abrir y cerrar de ojos (nunca mejor dicho). Cuando dirijo mi vista hacia el parking, veo aquella maravilla subir la rampa de salida, y tras un pequeño salto, girar a la izquierda calle abajo.

Con mi pierna derecha condolida, cojeando y sin saber muy bien qué hacer, corro hacia el Volkswagen. Acierto a insertar la llave en la cerradura tras tres o cuatro intentos fallidos. Me encajono en el asiento y vuelvo a usar a mis compañeras para arrancar a la bestia. Ese sonido no me gusta un pelo, suena muy… metálico. Es extraño, porque ayer me pareció que sonaba bastante fino, ahora todo tiembla y noto cierto olor a «fritanga» como me dijo mamá, que no me da buenas sensaciones. Pero, no puedo elegir, o me voy o se irá sin mí. «A ver, metes primera, aceleras un poco, quitas el freno de mano y sueltas embrague. ¡Lo has hecho un millón de veces, joder!», digo mientras que mi cuerpo se mantiene con un tembleque nervioso. Los discos chirrían y los rodamientos no están en su mejor momento, pero sin apenas complicaciones (teniendo en cuenta que nunca he cogido un coche «de verdad» ), salgo a ese lugar desconocido, peligroso, furtivo y condenado al olvido: la calle.

No es para tanto; un montón de yerbajos se amontonan a ambos lados de la calzada, sobre la acera. Hay marcas de neumáticos en el suelo y el asfalto está sorprendentemente cuidado. Reconozco esta zona, «Expansión Norte» lo llaman. Es uno de los últimos barrios que se construyó en la capital antes de que el mundo se parara. Hay cabinas de teléfonos rotas, bares y restaurantes que parecen congelados en el tiempo y bancos en los que ya no se sienta nadie. El parque del Boulevard no tiene nada que ver con el que aparece en las fotos; los árboles no son cortados y sus enormes raíces levantan el césped sin cuidar. Una leve brizna de agua sigue brotando de algunas fuentes, y las hojas se amontonan en las sombras, el otoño sigue saliendo a la calle, y junto al aire, se ha hecho dueño de una ciudad aparentemente muerta.

Pero poco me importa eso; el volante vibra, mi corazón late y el sonido más orgásmico jamás escuchado es producido a escasos centímetros de mis pies. A esto es a lo que llaman placer, la adrenalina fluye por mi cuerpo, elimina mi sueño y hace crecer mi «yo» más infantil. El M3 se pierde en un laberinto de calles, asciende por toda la ciudad de Jaén y bota fuertemente sobre el adoquinado del centro. Incluso pone el intermitente al girar en las esquinas: se ha percatado de mi presencia. Va bastante lento, pero no lo suficiente como para alcanzarlo. La bajada de este cacharro es brutal, peino la carretera con el paragolpes delantero, las entrañas del GTI chocan contra el duro suelo, produciendo quejidos y pérdidas de tracción un tanto peligrosas. «No te pongas nervioso. Pisas embrague, subes de marcha y lo sueltas, es muy lógico», sigo con mi monólogo interior para que el miedo no me pueda. Al señor del cuarto tampoco le está siendo fácil este tour por la capital del paraíso interior, en algún momento los bajos sueltan chispas, me duele hasta a mí. Pero él sabe lo que hace, no duda un momento en que la trayectoria que lleva es la más adecuada, sus giros están calculados al milímetro.

Una imponente estructura se pierde entre las nubes de esta mañana gris. Es la catedral, ajena al cementerio que la rodea, ajena a un mundo demasiado formal y ordenado para que alguien la admire como se merece. Subo por la calle de su fachada lateral en segunda, la admisión hace de las suyas y resuena entre las paredes de la estrecha vía. Al llegar a la puerta principal del monumento, para mi sorpresa, me encuentro con el deportivo rojo parado, con las luces de freno encendidas y el cuatro cilindros al ralentí. Ante él, se extiende una enorme plaza, que se pierde en los planos verticales de los edificios. Este homenaje al hormigón son toda una tentación para los más de doscientos caballos que esconde bajo el capó. Me sitúo justo detrás de él, apenas intuyo una silueta tras el puesto del conductor, mis ojos se han acostumbrado a la luz del día pero creo que me sobran un par de dioptrías.

Pasan unos segundos en silencio, sólo roto por el petardeo del M3 y un ruido demasiado metálico de mi utilitario «racing». De repente, el mundo se estremece con un cigüeñal a 7000 revoluciones por minuto. Dos segundos dando petardazos son suficientes para que levante el pie del embrague y salga patinando con las ruedas traseras sobre toda la plaza. Creo que me he orinado encima, pero miro mis pantalones y no, por suerte, aún no lo he hecho. Salgo detrás del bávaro a un ritmo mucho más relajado, y ambos huimos del centro de la ciudad, rumbo a las montañas. Un cartel oxidado que indica el fin de la limitación de 50 nos da el impulso final para volar solitarios y livianos sobre la nacional que conduce a lo desconocido. La temperatura del motor sube sospechosamente rápido, no sé si es por el tiempo que lleva parado o por algún fallo mecánico, en cualquier caso, no debería ir tan rápido.

El volante comienza a endurecerse, la ventana derecha no cierra bien y a 130 kilómetros por hora el aire hace mucho ruido. Esto no es como en la consola, aquí siento el suelo pasando bajo mi trasero a toda leche. Pero a mi vecino parece no preocuparle demasiado, sigue acelerando como si no hubiera mañana. La mancha roja se hace cada vez más pequeña, en esta nacional no soy ni siquiera un mero peligro para ella. Sigo exprimiendo los 139 caballos hasta el corte de inyección, no puedo perderlo, o las posibilidades de volver a hablar con él serán mínimas. ¡Dios mío! Esto es adictivo, no he experimentado mayor placer en la vida.

Ya vuelo a 175 kilómetros por hora, que subiendo una pendiente del 5%, hace que siga siendo una máquina muy respetable incluso 70 años después de su nacimiento. Las curvas son muy abiertas y las paso sin levantar el pie del acelerador, el coche grita cercano a su par máximo. Veo la muerte cerca, a escasos dos metros de mí. Los quitamiedos están erosionados y sé que no soportarán la tonelada y media de ingeniería alemana estrellándose a toda velocidad contra ellos. Me cuesta hacerme a la idea de que no hay botón de reinicio y de que, si los neumáticos pisan alguna zona con demasiada gravilla. la partida se habrá acabado. Pero me limito a seguir con mayor o menor acierto la trazada del coupé, y casi sin darme cuenta, hemos recorrido los 8 kilómetros de A6050 que separan Jaén de Los Villares, que sigue con la misma línea y parece completamente abandonado. Todas las persianas están bajadas y la única señal de vida que encuentro es una manada de perros con pinta de tener hambre.

He coronado un puerto de segunda y he descendido casi 4 kilómetros ininterrumpidos (la temperatura del Golf lo ha agradecido). Pero lo que hay ante nosotros supera todas mis expectativas. Apenas hemos abandonado la localidad cuando una pendiente de un 10 por ciento nos da la bienvenida a una carretera que se pierde entre la niebla. Una enorme montaña de la conozco cumbre parece servir de soporte a esta colosal vía que conduce a ningún destino. Los cristales están fríos pero el Volkswagen vuelve a coger temperatura. La trasera del M3 se pone juguetona, en la salida de las curvas, mientras se va alejando más y más, comienza a deslizar creando un hipnótico baile que me hace olvidar que yo también tengo un volante entre las manos. En el asiento del acompañante hay un puñado de discos tirados, que se mueven cada vez que piso un bache. Disfruto de la conducción, ya casi ni me importa perder de vista a mi único rival en esta estúpida competencia. Me cierro en las curvas sabiendo que nadie viene de frente, reduzco a segunda en las más cerradas y suelto alguna carcajada nerviosa al escuchar a los petrificados neumáticos chirriando.

Definitivamente, él conduce a otro nivel, sólo lo veo en las horquillas, saliendo de lado mientras yo fuerzo los frenos y la dirección para que no me haga un «recto» al entra a las mismas. Las cunetas están salpicada por pequeñas casas de campo, abandonadas a su suerte, algunas desvalijadas y otras completamente intactas. Todo es tan apocalípticamente atractivo, que sólo me hace falta un buen coche para convertirme en la persona más feliz sobre la faz de La Tierra. El mío es rápido, pero no va tan fino como pensaba, pierde fuerza en las aceleraciones y su sonido preciso como un reloj suizo empieza a parecerse más al de un cortacésped. «¡No tira, no tira!» grito mientras veo como los segundos entre mi vehículo y el inmediatamente anterior aumentan sin poder hacer nada. Llego a una curva cerrada, en cuarta, sin forzar más de lo necesario y dejo que el freno de motor haga su trabajo a reduzca la velocidad. A la salida, otra enorme rampa me hace meter tercera y hundir el pie hasta la alfombra. Por un momento, parece que el coche vuelve a responder, los olivos a escasos metros de la calzada forman una especie de túnel interestelar en el que el modesto utilitario se transforma en un coche de carreras.

Pero la alegría dura poco, un pequeño silbido hace que el coche deje de reaccionar. Empieza a oler otra vez a fritanga y de un momento a otro entra humo blanco por los conductos de la calefacción. Por la junta del capó también comienza a salir más, y no puedo seguir conduciendo, me ciega por completo. Clavo frenos y tiro de la palanca para abrir la delantera. Bajo y un frío que jamás había sentido me cala hasta los huesos, atravesando mi enorme capa de grasa y estos pantalones ajustados que mejoran la circulación de mis piernas y me hacen perder un poco más la dignidad. Al levantar por completo el portón delantero me encuentro con una bocanada de aire caliente que choca directo contra mi cara. El humo gris asciende al cielo mientras que sigue saliendo más de la parte baja del bloque. El motor sigue funcionando pero no me atrevo a seguir conduciéndolo.

El M3 ya no se oye entre las colinas, estoy sólo, un frío casi crepuscular recorre mi piel y sólo el ronroneo del GTI perdiendo aceite rompe un silencio eterno y profundo; parece que el mundo entero tenga miedo de hablar. Pero hay algo que me gusta aún menos: es extraño, pero sé que me observan. Por suerte, mi salvador, mi faro de Alejandría, aparece con su metalizada piel a mi rescate. Tras un par de curvas cerradas, se vuelve a escuchar a la bestia, a un ritmo muy bajo, casi intentando ocultar el torrente de decibelios que escupe por su doble salida de escape. Llega a mi altura, y me quedo embelesado al verlo frenar ayudado de unas enormes pinzas Brembo también de color rojo.

Bajo lo mirada y la dejo fija en el suelo. No quiero mirarle a los ojos, no estoy capacitado para ello. Ese hombre está a otro nivel, es como comparar a Dios con un burro, o a un M3 con un Golf. La puerta se abre y deja al descubierto unos cristales sin marco que, estéticamente, son sublimes. Se ve tan «gordo»… las aletas traseras ensanchan hasta el infinito un coche que parece llevar alimentándose de esteroides la última década. La particular interpretación sinfónica del coupé se ve ensombrecida por el estrambótico quejido de mi máquina. Cierro los ojos al sentirlo a escasos centímetros de mí, no sé qué decirle o qué hacer, el pánico escénico se ha apoderado de mí. Se acomoda en mi asiento y apaga el motor, con suma delicadeza. Ante este último movimiento, me atrevo a poner en marcha mi cuello, alzo la cabeza y la imagen que retienen mis retinas no es asimilable para mi cerebro solitario: es un ángel.

Los pasos que llevo escuchando estos últimos años del cuarto piso no son de un señor mayor, no peina canas ni tiene la piel arrugada. Apenas puedo concebir la idea de que eso que tengo ante mí, es una mujer. Hace más de una década que no veo una cintura de menos de 90 cm de diámetro. Unos ojos negros se acercan entre el silencio perpetrado por la estocada que ese giro de llave a provocado en el corazón del Golf:

– Menudo animal estás hecho, ¿No sabes que cuando un coche echa humo, lo mejor que puedes hacer es apagarlo? – su voz, su piel clara, su melena oscura… hacen que no tenga palabras, todo cuanto pueda decir se queda en nada cuando es la primera chica que veo en 20 años – ¡Ey! ¿Qué te pasa? Eres un poco lerdo, ¿No?

Parece muy confiada, me agarra de la cara con su mano derecha mientras yo sigo con la boca abierta, hipnotizado por el ritmo de sus párpados y por su movimiento de cabeza hacia todas las direcciones (parece preocupada, atenta). Ese roce con mi piel hace que despierte de mi estado de enajenación transitoria y pueda articular palabra:

– Yo soy Pa… Pablo.
– Muy bien, ¿Ya te han enseñado a hablar? ¿Tu mami te cambia el pañal o vas sólo al baño? – continua con esa posición fría y defensiva que hace que eche de menos la intimidad de mi habitación; no estoy preparado para entablar conversación con otra persona, nunca lo he hecho.
– El coche se ha roto.
– ¿No me digas? Creo que tienes mucha máquina para tan pocas manos, y sobre todo, cabeza – dice mientras apoya su dedo en mi frente y me menea de delante a atrás con pasmosa fuerza -. Vamos a ver qué le pasa.

Se vuelve a alejar rumbo al morro del coche y levanta el capó; yo me quedo paralizado, siguiendo la trayectoria de sus piernas (las intuyo debajo de unas medias), se ven muy fuertes y no tienen un gramo de grasa o celulitis (de las mías no puedo decir lo mismo). «Menos mal que se ha quemado el aceite, un minuto más y lo hubieras gripado…», dice mientras sigue toqueteando cosas del motor:
– ¿Tienes el más mínimo conocimiento de coches o sólo conduces en la Play?
– Play – no acierto a decir nada más.
– Vamos, que eres un poquito lerdo – dice mientras se frota las manos recubiertas de grasa y se acerca a mí -, y tranquilo que no muerdo – limpia su dedo índice en mi camisa y se monta de nuevo en el coche.
– ¡¿Qué haces?! -le digo mientras miro con estupor la mancha de la impoluta camisa de mi padre.
– Hay que esconder el coche, vendrán en cualquier momento. Dejémoslo detrás de ese cortijo.
– ¿Y yo que hago?
– Empuja, ¿De quién es el coche? Tuyo ¿No? Pues ya está, tú empujas.

Me separan 20 metros del cortijo y una leve pendiente que parece la pared Norte del Everest. Mi pasivo cuerpo suda sólo de pensar en el esfuerzo. Escucha el quejido del freno de mano al ser soltado, y el coche se abalanza sobre mí, sin que pueda hacer mucho para que no me atropelle. No tengo fuerza para pararlo, y menos aún, para empujarlo cuesta arriba. La escucho reírse mientras vuelve a poner el freno de mano. Se baja del Golf y comienza a hablarme tan cortés y encantadora como de costumbre: «¡Gordito! Ni para esto vales. He conocido poco hombres, pero tú te llevas la palma, eres el más inútil de todos. » Yo vuelvo a estar embelesado por una belleza repelentemente atractiva. Deja la puerta abierta, baja el freno de mano y apoya sus zapatillas en el suelo. Me preparo para que el coche se me vuelva a venir encima, pero en esta ocasión, ella lo sujeta del volante y comienza a ascender como por arte de magia. Observo las formas de su espalda al hacer fuerza, siento vergüenza a la par que admiración al ver que una persona del sexo opuesto (y en teoría más débil) es capaz de doblar mis capacidades físicas.

En apenas medio minuto lo hemos llevado hasta la fachada trasera de la construcción (cuyo techo de vigas de madera está colapsado y derrumbado). Parece tener prisa por irse de allí. «Ya volveremos otro día con lo necesario para arreglarlo. Tiene una buena fuga de aceite, pero no sé de donde procede. Eso es lo que ha provocado el humo. Nos vamos, se hace tarde», dice mientras comienza a andar hacia el M3. La sigo a una distancia prudencial, apenas he conseguido mantenerle la mirada un par de segundo. Giro la vista y veo al GTI con cara triste, alicaído por mi ida. Pero cuando miro al frente y veo a aquel «angelito», lo del coche parece quedar en segundo plano. Camina nerviosa, y se asoma colina abajo, comprobando que no hay nadie más en toda la carretera.

Me monto en el asiento del acompañante y arranca sin demasiadas dilaciones. Se coloco los guantes de talla «S» y se abrocha los arneses de su asiento. «Gordito, ponte el cinturón. Es bastante largo, no te preocupes que te rodeará sin problemas», cada vez me cae mejor esta niña (nótese la ironía). Tras hacerle caso y abrochármelo, asciendo a una nueva dimensión. Entra en una curva ciega en segunda y pisa a fondo, la trasera del M3 circula a escasos centímetros de la cuneta y las revoluciones besan el corte de inyección. Este monstruo corre como un condenado y la piloto que lleva por guía no es precisamente un punto flaco. Las limitadas prestaciones de mi pelotilla se quedan en nada al lado de semejante obra de ingeniería, y prefiero no comparar sus manos con las mías, parezco un pato mareado a su lado. Un aroma embaucador inunda el habitáculo, mezclando el delicado olor de su piel (que poco tiene que ver con su arisca personalidad) con la gasolina y el neumático quemado:

– Si quieres conduzco yo – le digo mientras me agarro al tirador de la puerta y veo los quitamiedos pasar a milímetros de las aletas traseras.
– Sí claro, te acabas de cargar un coche y ahora quieres meterle mano a mi niño mimado, te faltan muchos Petit Suisse para tocar este volante, chaval. Además, ¿Qué quieres, que nos maten? – dice mientras sigue llevando el BMW al límite. Cualquiera diría que la bestia que conduce como loca a dos dedos del suelo es casi octogenaria…
– ¿Quién nos va a matar? – pregunto confuso. Hoy, al atreverme a salir de casa, he descubierto la sarta de mentiras de la que he sido víctima toda mi vida, pero quizá aún haya cosas que no sepa.
– Ellos, los de los coches negros, como te deje que conduzcas, estamos muertos.
– Mira bonita, ya sé que no conduzco bien, que estoy gordo y que no soy precisamente una belleza, pero no todos hemos tenido la suerte de salir a la calle a diario. Intenta no acordarte demasiado de mí porque la próxima vez que me veas no seré el mismo… – digo sacando dignidad de donde no la hay.
– ¿Crees que es fácil salir sola cada día sin saber sin volverás a entrar? ¿Piensas que esto es un juego? – su gesto se relaja un poco, mostrándome una sonrisa cómplice, casi maternal – Mira, que no te digo que conduzcas mal, te escucho cada noche, ¿Sabes?
– ¿Cómo?
– Sí, que vivo un piso por encima tuya, en la misma habitación. Eres bueno con el volante, no todo el mundo es capaz de bajar de los 7 y medio en el Ring con un RUF CTR de serie…, pero esto no es un videojuego, es la vida real. Aquí no se puede reiniciar la partida y las sensaciones son diferentes, pero terminarás «haciendo manos», no te preocupes. Lo de los kilitos de más… teniendo en cuenta que no te has movido en la vida, en lo que tardemos en arreglar el Golf estarás hecho un pincel. Y lo de la cara, bueno, eso no sé cómo solucionarlo, pero como no te va a ver mucha gente, sal de noche, cuando esté todo oscuro, y ya está – esto último lo dice entre carcajadas, mientras se coloca un mechón de pelo tras la oreja -.
– ¿Cómo sabes que es un CTR?
– Ese bóxer es inconfundible… y como no me gustan esos cacharros electrónicos, pues me toca intentar dormir con tus soniditos de fondo.
– Perdona, no sabía que lo escucharas, no volveré a poner el volumen.
– No importa, mejor dormir con un tubo de escape que con lo que hay en mi casa – los ojos se le iluminan y baja un poco el ritmo al entrar en las calles de Los Villares -.
– Sé a lo que te refieres.

El resto del camino, hasta Jaén, lo hacemos en silencio. Yo me entretengo observando paisajes hasta ahora desconocidos para mí, salpicados de barrancos, profundos valles y nubes que proyectan sombras oscuras sobre las laderas de las montañas. El centro de la ciudad sigue tan vacio como lo dejamos. Me quedo impresionado por su agilidad conduciendo y sus cambios de marcha: deportivos y rápidos cuando es necesario y suaves y pausados cuando las condiciones lo requieren. De repente, cuando estamos a un par de calles de casa, comienza de nuevo a hablar, ella sola: «Pase lo que pase, nunca salgas sólo a la calle. Yo lo he hecho durante años, pero créeme que el precio que he tenido que pagar no ha sido bajo; no tuve a nadie que me advirtiera del peligro que estaba corriendo. Ellos acechan en cualquier esquina, y en cualquier momento. No sé si habrás escuchado alguna vez esos gritos, pero yo les tengo verdadero pánico. Cada vez que los oigo, me quedo toda la noche en vilo, no puedo soportarlos» Una lágrima resbala por su rostro, frío y distante hasta ahora, pero que ha sacado su lado más sentimental al ponerse seria. No sé muy bien a qué se refiere, me da miedo preguntarle. Parece sincera, con lo que prefiero dejar la conversación para otro momento.

Para cuando quiero darme cuenta, ambos subimos por las escaleras, ella delante mía. Tras esos pantalones cortos se intuye un prieto y respingón trasero, del que no me había percatado con anterioridad. Algo dentro de mí se despierta, no sé muy bien el qué pero es muy agradable. Me recuerda a esos gases que tengo en el estómago cuando me paso con las barritas, pero es mucho más placentero, de hecho, se me ha quitado hasta el hambre. Llegamos a mi rellano, donde apoya su mano en mi hombro y dice: «Bueno Pablito, hasta luego». Es extraño, porque a pesar de que no conozco mucho sobre despedidas, me esperaba algo mucho más físico, caluroso si me apuras.

Introduzco la llave en la cerradura, y cuando ya tengo la puerta abierta, una voz proveniente del piso de arriba rompe el silencio: «¡Gordito, si bajas de 7 con 20, te llevo a ver una cosa!». Me falta tiempo para ir a mi habitación, encender la videoconsola y configurar el circuito de Nürburgring con el «pájaro amarillo». Un par de golpes en el techo me indican que ella está atenta a mis tiempos. Por la persiana entra poca luz ya, al día le quedan pocas horas. Con un nerviosismo hasta ahora desconocido, comienzo a dar vueltas a un circuito que conozco como la palma de mi mano. No sé qué me pasa, pero no consigo bajar de los 8 minutos, en todas las vueltas me pasa algo, o me estrello contra un muro o me cruzo en alguna curva cerrada (es muchas potencia «libre» en el tren trasero»). Lo mejor es que… el sitio donde me lleve, me da igual. Cada vez que cometo un error, golpea su suelo para que sepa que debo volver a empezar.

Llevo casi 7 horas tras la pantalla, hace rato que he dejado de oírla, pero sigo corriendo. He conseguido un 7:25, pero eso es casi un abismo con mi objetivo final. Tengo que dosificar mejor la potencia al salir de las curvas, y frenar más tarde y con más fuerza, para generar mayor carga aerodinámica (esto es fácil en teoría). Vuelo sobre el final de recta a 310 por hora, me quedan 20 segundos para recorrer los 850 metros a meta. Sé que no podré pasar a más de 80 por el último giro, así que todo depende de cómo frene. Así que, sin más, sigo acelerando a fondo mientras una gota de sudor ciega mi ojo derecho. Clavo frenos con el traqueteo nervioso de un superdeportivo «de los de verdad» y me lanzo hacia la línea de llegada con algo más de velocidad de la esperada. Cambio a tercera, cuarta y… 7 con 19, ¡Objetivo cumplido! Corro a por un palo de fregona y ahora soy yo el que hace ruido en su suelo. Pero no me devuelve, debe de estar ya dormida.

Apenado porque ella no lo ha visto, pero contento por la sensación del deber cumplido, me pongo el pijama y contemplo las estrellas que pasan a través de los agujeros de la persiana. Me lamento al pensar que ni siquiera le he preguntado su nombre o cuándo nos volveremos a ver. Quizá no haya una próxima vez, quizá todo haya sido un espejismo de mi mente calenturienta. Cierro los ojos y un silencio sepulcrar inunda mi hipotálamo, sólo alterado por los ronquidos monótonos y acompasados de mis padres. Pero algo lo rompe en un instante, cuando ya casi me he dormido, cuando mi estado de vigilia es casi mi único vigía. Alguien grita de dolor, pánico o desesperación a dos o tres manzanas de mi ventana, trago un nudo al pensar que alguien inocente puede estar siendo maltratado, vejado o asesinado. Pero yo poco puedo hacer, sólo esperar a que terminen con él cuanto antes, y poder así dormir. Pero cuando los gritos se paran, un nuevo golpecito del piso de arriba me vuelve a despertar, activando mi cuerpo por completo. Apenas un minuto más tarde, es en la puerta donde se repite la acción: tendré que ir a ver quién es…

8 de Octubre


Reconozco su olor al otro lado, sé que nadie más se atrevería a rondar el portal a estas horas. Como si de una rosa en mitad de un desierto se tratara, sus ojos marrones brillan en la oscuridad y su larga melena no pasa desapercibida en la penumbra del portal:

– ¿Lo has escuchado? – me dice mientras acorta la distancia conmigo.
– ¿El qué? – le digo extrañado. En su mirada noto cierto temor, algo que hasta ahora no había podido presenciar…
– Esa mujer, gritando, ¿No la has oído?
– ¡Ah! ¿Eso? Sí, lo he oído, no sé… es normal.
– ¿Cómo que normal? ¿Cómo puedes llamar normal al hecho de que alguien esté pidiendo ayuda a escasos metros de tu casa sin que nadie haga nada?
– No hay ni Dios en la calle, no se atreven a salir. Si le ha pasado eso, es porque se ha metido donde no debía. Y tú deberías irte a casa, si no quieres acabar igual.
– No puedo dormir, Carlos, tengo miedo – mete su pulgar en un agujero de su camiseta, que es enorme y parece algo vieja, pero que le sienta muy bien en conjunto con unos leggins oscuros.
– Pues si tú tienes miedo, imagínate yo. Anda, pasa. Ya encontraremos algo que hacer… ¿Echamos un Spa Francorchamps mientras te entra el sueño?
– ¡Qué remedio! – contesta mientras pone una mueca algo extraña; no parece convencerle mucho el plan, pero no se me ha ocurrido nada mejor.

Entra a casa delante de mí, y con sus brazos cruzados y agarrando su ropa con las manos, camina hasta el final del pasillo. Sólo retira la vista del frente al pasar por la habitación de mis padres, de donde brotan unos ruidos ciertamente maquiavélicos. Sus pasos no son como los de esta mañana, ahora parece mucho menos segura, los gritos le afectan bastante más que a mí. En este sentido, ella es más humana que yo:

– Perdona el desorden – le digo mientras pasamos a mi habitación, donde las bolas de polvo se confunden con las zapatillas y el olor a cerrado no puede ser más intenso.
– No te preocupes… – anda con un poco de asco y se sienta en la cama (deshecha) tratando de rozar las sábanas lo menos posible – ¿Por qué tienes cortada la cinta de la persiana?
– No sé… cosas de mi padre. Ya sabes, por eso que dicen de la luz solar y la contaminación exterior.
– Es verdad ¡qué precavido es tu papi! Menos mal que no te la dejó abierta, o podrías acabar como yo; soy una terrible mutante por culpa de la contaminación. ¡Cuánto daño ha hecho la televisión…! – ya vuelve a ser la de siempre.
– No te preocupes, que la arreglaré en cuanto pueda, de aquí en adelante, me despertaré con la luz del Sol. Además, este sitio huele a muerto, después de respirar el aire de verdad, no pienso seguir rodeado de esto.
– Menos mal que lo has dicho tú, no quería ser yo quien te abriera los ojos. Pero sí, esto da mucho asco -dice mientras comienza a reírse, sin saber muy bien si es de mí o de la situación -, no es el lugar más apropiado para traer a una chica.
– ¡Ey, ey! Para el carro señorita… por cierto, ¿Cómo te llamas?
– Silvia , pero tú me puedes llamar Dios.
– Pues eso, señorita Dios Silvia, que ha venido usted solita, yo no la he traído, jejeje…
– ¿Ah sí…? Pues, pues… – no se le ocurre ninguna grosería que soltarme. Por una vez, soy yo el que quedo por encima.
– Te he ganado.
– Has ganado la batalla, pero en Spa te voy a pulir – agarra el mando de la videoconsola y elige coche (Ferrari 599 GTO) -.
– No tienes nada que hacer – me decanto por un Lamborghini Murcielgo SV -.

Subo el volumen, y ambos nos situamos en la línea de salida. Mientras el semáforo sigue apagando sus luces rojas, veo como ella sube de marcha hasta dejarlo en tercera. «Como esto es un juego y tú un paquete, te voy a dar ventaja. Al mejor de tres vueltas, aunque me sobran dos» dice mientras el semáforo se pone en verde. Yo estoy dispuesto a bajarle los humos y sé que aunque en la vida real me daría un buen repaso, aquí no tiene nada que hacer. En la salida, por supuesto, el GTO se queda clavado. Yo engrano cuarta tras subir la empinada rampa de final de recta mientras que el coupé italiano aún lucha por coger las 4000 rpm a escasos metros del punto de inicio.

Vuelo entre el libido y la penuria de dejarla atrás, hay algo que me dice que la espere, aunque en realidad la tenga a escasos centímetros de mí. Pero el sonido del Lambo, a pesar de no ser más que una melodía digitalizada que brota de unos pequeños a la par que efectivos altavoces, me incita a seguir acelerando. Curvas algo lentas se mezclan con rectas rapidísimas, cambios de rasante y un asfalto perfecto. «Y pensar que esto existe, y está ahí, a sólo unas horitas de viaje» dice mientras sigue llevando a fondo la macchina. Yo no le respondo, sigo concentrado al máximo en el trazado, veo como el horizonte se acerca a un ritmo pasmoso mientras por el espejo retrovisor la mancha roja ya está incordiando. Apenas llevamos tres cuartas partes de vuelta cuando esa cría con mala leche y ojos marrones ya está tras de mí, haciendo deslizar el GTO en cada vértice o curva del circuito, por ínfima que sea.

No tengo nada que hacer, con menor potencia, con peor estabilidad y un mal reparto de pesos, está ya pegada al portamatrículas de mi Lambo mientras que disfruta a tope de la vuelta. Por mi frente resbalan gotas de sudor heterogéneamente y mis pies oscilan arriba y abajo de forma nerviosa. ¡Me va a adelantar y aún no hemos terminado la primera vuelta! Lo veo desaparecer del retrovisor, la recreación digital compuesta de cientos de miles de píxeles de Maranello me da la estocada final justo antes de la frenada de la penúltima curva. Miro al frente esperando verlo pasar por el exterior como una centella. «Te dije que me sobraban dos vueltas» dice ella mientras me rebasa. Pero el momento de cogerle el rebufo no llega, de repente, la pantalla se apaga, al igual que la tenue luz que alumbra la habitación:

– ¿Qué coño pasa? – pregunto mientras me levanto de la silla, buscando el interruptor.
– No te levantes, no servirá de nada. Cuando las luces se apagan, se apagan. Sólo ellos deciden cuando volveremos a tener electricidad, pero no te preocupes que no tardarán demasiado, no les conviene que la gente desconecte del ordenador.
– ¿Pero qué dices? ¿Quiénes son ellos?
– Pablo… ¡qué inocente eres! He leído cosas que mejor no saber – pone su mano sobre mi pierna.
– ¿Qué has leído? ¿Dónde?
– ¿Conoces… la Deep Web?
– La primera vez que oigo hablar de eso.
– Vamos a ver… la red no acaba donde tú piensas. Esa está «capada».
– Pero… ¡si gracias a ella puedo hablar con gente de medio mundo! Es una fuente de conocimiento inagotable.
– Claro, y que casualidad que todo el mundo habla castellano ¿Verdad? Mira, no sé muy bien qué coño está pasando con nosotros, pero créeme si te digo que estamos aislados del resto del planeta. Aunque hay una forma de saltarse esa prohibición, no es sencilla ni segura, pero es lo que nos queda… – se pone de pie y camina hacia la puerta de mi habitación.
– ¿Y… qué forma es esa?
– No es un lugar seguro para hablar de ello… acompáñame.

Sin más, me levanto y la sigo por el mismo pasillo que nos ha visto entrar minutos antes. Oscuro y frío, mantiene su lejano gesto de cobardía, ahora atenuado por sus curvas. Ya no me da miedo alguno cruzar la puerta de entrada, de hecho, tengo curiosidad por saber donde me lleva la extraña persona que me precede en esta andanza. Al pasar por la habitación de mis padres, siento que uno de ellos no está dormido, lo sé porque ahora hay una sola tráquea emitiendo el rítmico sonido de sus ronquidos. Pero prefiero no mirar hacia la puerta entornada, paso de cruzarme de nuevo con una de esas miradas que me hacen sentir culpable por querer vivir.

En el portal, sigue la ingente cantidad de suciedad, las revistas viejas y los restos orgánicos degradándose. Sólo sus pasos limpian el mugriento suelo, y abren un pequeño camino en una oscuridad que parece inundarlo todo. El piso bajo llega rápido en su compañía, y de nuevo, nos encontramos en un garaje que, a excepción de su maravilloso y genuino deportivo alemán, parece estar atesorado por el tiempo bajo una capa de polvo como lata de conserva. Estamos rodeados de veloces caballos de acero que un día dejaron de ser alimentados, y de los que ya sólo queda un esqueleto oxidado y multitud de recuerdos que fueron sustituidos por una pantalla LCD y multitud de dispositivos controladores de software:

– ¡Sube, anda! – me dice mientras abre la puerta del e30 y se sienta en el asiento del acompañante.
– Buff… – digo mientras cojo el volante de cuero vuelto que, hasta ahora no he tenido el placer de tocar.
– No te lo flipes que no lo vas a conducir, ¿Eh? – sonrío de forma pícara y espero que empiece a hablar – Mira ese Volvo XC90 de allí, lo solían usar los del quinto para ir a Sierra Nevada. Un día se les estropeo la suspensión (por eso está tan bajo) y dejaron de usarlo porque ya casi no quedaban talleres, fueron de los últimos en rendirse – un nudo se me forma en la garganta al ver la sillita del niño cubierta de polvo en el asiento de atrás -. Y ese Sirocco de ahí es un R, lo intenté comprar cuando aún funcionaba, pero el DSG debe de estar ya muy jodido y mis conocimientos de mecánica se escapan a esa tecnología. Es el último de la provincia, perteneció al chico del primero, se suicidó hace casi diez años, alguna vez salía con mi padre de ruta con los coches, pero la extrema vigilancia a la que fueron sometidos acabó con él, y pensar que tiene ya 40 años… La de maravillas que podríamos construir a día de hoy si nos dejaran. En fin, es lo que nos ha tocado vivir.
– ¿Por qué hemos bajado aquí? – le digo mientras apoyo mi mano sobre la suya, al ver que sus ojos se iluminan tras esas palabras.
– Es el único sitio donde no hay algún artilugio con micrófono desde el que nos puedan oír.
– ¿Quiénes? ¿Qué van a escuchar?
– Pablo, ellos nos vigilan, no sé muy bien quienes son, pero sé que tienen a la población como si de vegetales se trataran, y yo especialmente les caigo mal, por eso de no quedarme en mi habitación viendo pasar la vida. Hay veces que, en mitad de la noche, noto como la luz de la webcam se enciende; yo me hago la dormida para que no lo sepan pero siempre procuro dejar algo delante para que no me puedan ver.
– Me estás asustando… y mucho. ¿De qué querías hablarme?
– Como te estaba contando, hay un internet mucho más profundo, oculto a la mayoría de usuarios pero que está a nuestro alcance si investigamos un poco más allá. Lo llaman «Deep Web», y se ha estado usando casi desde la creación de internet para navegar de forma anónima, nadie conoce tu IP y, por tanto, puedes hablar de lo que quieras que nadie te podrá encontrar.
– ¿Y por qué no me lo has dicho antes? ¿Qué tengo que hacer para navegar por ahí?
– Escucha, es peligroso. Hay que saber muy bien donde te metes o verás cosas que no te gustarán. Yo ya estoy inmunizada, he visto verdaderas animaladas, cosas que escapan a los límites de la maldad humana – se pone de medio lado en el bacquet y se acomoda como si fuera a dormirse de un momento a otro. Mientras que a mí lo que me cuenta me produce palpitaciones, a ella apenas le emociona, incluso le da sueño -. Pero entre todo ese montón de porquería, se pueden encontrar cosas realmente interesantes, y puedes mantenerte en contacto con gente de todo el mundo.
– Eso también lo puedo hacer yo.
– Eres cabezón, ¿Eh? Mira, no sé por qué ni con qué fin lo hacen, pero tengo pruebas más que suficientes para decirte que nuestro internet está capado, de Tarifa para abajo y de Los Pirineos para arriba no tenemos contacto con nadie. He leído sobre multitud de proyectos secretos de la Guerra Fría o la época de la Lucha Tecnológica, y creo que somos parte de otro de esos experimentos, solo que a una escala mil veces superior.
– ¿Pero qué dices? ¿Estás loca? Simplemente nos quieren proteger.
– ¿Proteger de qué? ¿Lo ves? Os están lavando la cabeza, conmigo aún no lo han conseguido porque soy incapaz de estar delante del ordenador más de diez minutos, pero contigo lo han logrado. Pero no te preocupes, que la tontería te la quito yo a «guantazos» si hiciera falta – una vez más, Silvia saca su parte más agresiva y masculina, haciéndome sentir muy débil a su lado -.

Casi sin quererlo, comenzamos a hablar de cuatro tonterías sin sentido (teorizando acerca de una conspiración de los de arriba para acabar con el 16V de mi golfito) con las que comenzamos a «emperrarnos». Tocar la puerta del BMW y observo las costuras del cuero mientras sigo hablando: «Pues la verdad que estaría bien volver a repetir lo de hoy, pero con más tranquilidad, no quiero volver a romper el coche. ¿Podrás ayudarme a arreglarlo, eh, podrás…? » Cuando vuelo a girar la vista hacia ella, ya ha caído dormida apoyando su cabeza sobre su pelo, que a su vez descansa sobre el asiento. Yo la miro pensando que no hace ni 24 horas que he salido casi por primera vez de casa, y ahora me encuentro con el GTI de mi padre abandonado a su suerte en mitad de ninguna parte y durmiendo en el coche de la persona más hermosa que he visto en la vida (a la que por otra parte no conozco de nada).

Observo sus párpados cerrados, y no puedo evitar sentirme contagiado por un profundo cansancio al escuchar su respiración, leve y delicada como el susurro de un ángel. Miro por última vez al garaje, observo como por debajo de la puerta metálica hay algo o alguien que se mueve. Camina calle abajo y calle arriba, da golpes muy despacio en el portal y desaparece como si nada dejando su olor impregnado en el aire. Huele como el sudor frío que tengo cuando estoy enfermo, puedo sentir su miedo incluso a esta distancia, al igual que puedo percibir el mío propio. Por un instante, estoy tan asustado que incluso decido despertar a Silvia, pero sé que lo correcto es que se mantenga así, haciendo el menor ruido posible para no llamar la atención del extraño que hay al otro lado. Cuando todo parece haber vuelto a la calma, pasa de nuevo corriendo por la entrada, y tras él, la luz de unos faros potentísimos acompañados del estruendoso sonido de un V8 automático.

Me acerco un poco más a ella, sé que algo no va nada bien pero el mero contacto humano me hace sentirme a salvo. El ronroneo del motor se funde con el chirrido de los neumáticos, agarro su cabeza con cuidado de no despertarla y tapo sus oídos, no quiero volverla a ver llorar por algo que no tiene solución alguna. Apenas treinta segundos más tarde, el barullo se hace silencio y el aire se vuelve pesado y lento. El seco «clack» de un percutor me hace presagiar que un bala está a punto de ser disparada a través de un cañón de mínimo 9mm. Aprieto aún más las manos para que no pueda percibir nada y tiemblo al escuchar el momento de la explosión, que es precedida del sonido de unas rodillas clavándose contra las baldosas de la acera. No puedo evitar que me caigan un par de lágrimas al oler la pólvora casi detrás de mi nuca.

Sean quienes sean, permanecen ahí fuera unos minutos más, se les oye arrastrar el cuerpo inerte de aquella persona hasta el coche, cierran la puerta del mismo y salen de allí haciendo el menor ruido posible, obviando el pequeño detalle de que acaban de disparar una bala en la inmensidad del silencio. Ella abre los ojos y me mira extrañada al verme agarrado a su asiento: «¿Qué haces?» me pregunta mientras retira mi mano de su rostro. «Nada, tenías un bicho en la cara» le contesto. No me dice nada más, vuelve a cerrar los ojos y en décimas de segundo vuelve a estar respirando rítmicamente. Yo sigo confuso, no sé si esperar a que vuelvan, cogerla en brazos y llevarla hasta su casa (donde estará a salvo) o simplemente aguardar a que llegue el día y con él su luz. En el garaje casi no distingo las sombras de los objetos inertes con las criaturas que habitan en la penumbra del olvido y que acechan a nuestro sueño para chuparnos la sangre. Definitivamente, lo mejor es que me concentre en dormir y deje de montarme paranoias nocturnas al borde de un volante de cuero vuelto. Me giro hacia su lado, y observo sus armónicas facciones casi como si de una escultura tallada en mármol se tratara. No tardo en olvidarme de la mierda que nos rodea, allá adentro, en una burbuja de dos por dos, no ha más misterio que una llave sin girar ni mayor miedo que no volver a despertar. Así que a la 1:35 de la mañana, caigo rendido a 8 centímetros del suelo y voy haciéndome a la idea de que los riñones me van a doler por una temporada…

– Buenos días, ¡Princesa!
– Déjame dormir un rato más, aún no ha salido el Sol.
– ¡A ver, culo gordo! ¿Puedes quitar tu enorme trasero de mi Recaro? Me lo vas a deformar y va a dejar de sujetarme en las curvas.
– ¿Si me cambio podré seguir durmiendo? – digo algo cabreado, arrastrando las palabras como si de un pesado bloque se trataran.
– Claro, si despierto no me sirves para nada.

Me cambio al asiento donde antes era ella la que descansaba; aún percibo su calor en el mismo. «¡Qué asco! Me lo has dejado lleno de babas. Desde luego, para que salgan de casa tíos como tú mejor que os quedéis sentaditos en el sofá…» arranca el 4 en línea y salimos del parking cuando el único rastro del día es un azul claro en el cielo tras unos cerros donde viejos olivos crecen sin control. Siento cierta curiosidad, pero mi sueño es mayor y mis párpados se unen nuevamente mientras las fuerzas G me dejan pegado al bacquet como si estuviéramos cayendo al vacío.

Cuando recupero el conocimiento , el paisaje que me encuentro es bastante diferente. A través de un enorme hueco entra el aire congelado de la mañana hasta el coche, que se encuentra al refugio de un techo metálico de varios metros de altura. Parece una especie de nave industrial, cuyo acero está carcomido por el óxido y cuyas paredes parecen estar manchadas de una especie de polvo cobrizo. Alzo la vista y ante mí posan varias esculturas de origen desconocido, con curvas llevadas al extremo y aristas imposibles que las cubren de delante a atrás. Tiemblo al sentir su mano sobre mi hombro:

– ¿Dónde estamos? – le pregunto tras varios segundos con la respiración cortada.
– Esto, Pablito de mi alma y de mi corazón, es el cielo.

Capítulo 3

Sobre lo que un día fue un elevador descansa un Golf II que ha tenido días mejores. Tiene un golpe en el lateral bastante fuerte y los muelles de la suspensión están estirados casi hasta el infinito por el peso de cuatro ruedas de chapa que le cuelgan. No sé por qué, pero ha sido eso en lo primero que me he fijado al bajar del coche. Las legañas apenas me dejan ver con claridad y hace que me piquen y escuezan los ojos. Con ayuda de mi puño, me los froto y trato de despejar un poco las ideas en un nuevo día bastante madrugador. 

Cuando termino con el protocolo anti-legañas, ella ya ha desaparecido de mi vista y la escucho moviendo cosas de sitio en una habitación contigua a la gran nave. Pero la verdad que en este momento Silvia me preocupa más bien poco, ante mí hay unos diez coches tapados que se extienden desde la enorme puerta de chapa hasta el hueco que hay entre la nave y el techo de uralita del otro extremo. Consigo reconocer un Land Rover Defender bajo una de las lonas que los cubren, pero del resto sólo sé que son bien bajitos y anchos. Cierro con cuidado la maravilla que me ha traído hasta aquí: un precioso coupé bifaro parece que me está mirando de forma lasciva , su mirada me recuerda bastante a la de mi misteriosa compañera. Con cierto temor, me atrevo a retirar la funda del primer candidato, por su silueta, diría que se trata de un compacto bastante más actual que el mío.

Casi como si de un milagro se tratara, una carrocería de color blanco perlado surge de entre los enormes telares grisáceos. Las siglas GT-86 escoltadas por dos enormes tubos de escape me producen un enorme dolor en el pecho, no veo el momento de meterle mano al pequeño motor de 200 caballos y estirarlo hasta el corte por alguna carretera con muchas curvas. Los ruidos vuelven a acentuarse en la sala donde está Silvia, y tras repasar con mi dedo la zaga del deportivo de delante a atrás, ella aparece de la nada con un par de llaves y un martillo:
– No son nuestros, así que ni se te ocurra encapricharte de ninguno… Pertenecieron al dueño de este desguace, los ha estado conservando a expensas de que lo detuvieran o lo mataran. Yo no llegué a conocerlo pero mi padre sí que lo hizo, simplemente un día desapareció, y él los estuvo manteniendo a la espera de que un día volviera. Ahora lo hago yo, y aunque no tengo esperanzas de que lo volvamos a ver, lo mejor es que dejemos los coches aquí, quien sabe si ellos los tienen ya controlados y le han puesto un localizador o cualquier otro cachivache…
– Y entonces… ¿Qué pasará con ellos?
– Pues no sé tú, pero yo seguiré aquí recreándome la vista y a veces el pie derecho; hasta que el cuerpo aguante. Estos cacharros son una reminiscencia de lo que algún día fueron estas tierras, seguramente nunca vuelvan esos tiempos, pero abandonar estos coches sería como abandonar nuestro legado y olvidar con ello de dónde venimos. Hemos nacido en el momento equivocado, quizá los años 80 y 90 del siglo pasado fue la época más dorada de la automoción, pero aquí tenemos un pedazo de todo aquello y es nuestro deber disfrutarlo y conservar lo que nos han dejado.
– Y… ¿Qué hay debajo de las demás fundas?
-Un poco de todo, no son grandes piezas de coleccionista ni modelos hiperexclusivos, mi M3 en ese sentido se pule a la mayoría, pero de verdad que pocos vivían los coches como este señor. Ahí afuera hay cerca de 500 coches desguazados, pero los pobres poco o nada tienen que ofrecer, pero los de aquí adentro están mejor que nuevos. Calibra 4X4, Porsche 928s y 944, BMW M5 E34, Mercedes SL 55 AMG, Honda S2000, Lotus Exige S y… yo creo que eso es todo, el resto ya lo has visto. ¿No te parece maravilloso? – suspira y los ojos se le vuelven a iluminar.
– Pues sí, es poco menos que el paraíso. ¿Y por qué me has traído aquí tan de buena mañana?
– Te recuerdo que tenemos un precioso Golf GTI a 1100 metros de altura con las válvulas de inyección chorreando lubricante y con medio bloque motor empapado de aceite «requemao». No hay ningún GTI «de verdad» por estos lares, pero ese Golf es también un 16 válvulas gasolina y quizá nos sirva. Hoy vas a sudar… en tres meses vas a tener mi cintura, ¡Ya verás! – la miro con algo de mala leche, pero no aguanto mucho así. Su sonrisa ácida y el gran gesto que ha tenido conmigo al traerme hasta aquí sin apenas conocerme da una idea de la clase de persona que es.

Juntos caminamos hasta el elevador, donde el Volkswagen (que ha tenido días mejores) espera paciente para hacerle un trasplante a su hermano mayor. «Ahí arriba no puedo subir yo sola» me dice mientras alza la vista hasta el casi metro y medio al que se encuentra el donante y me guiña un ojo. «En fin… » me quejo mientras junto las manos y las pongo a una altura suficiente para que ella se pueda subir. Apenas noto su peso al apoyarme la suela de sus zapatillas, es casi anecdótico al lado de mi voluminosa presencia. Se sitúa sobre uno de los raíles que sirven de base para los neumáticos y lo recorre de delante a atrás, entra al habitáculo por el maletero y abre el capó desde el tirador de debajo del salpicadero. A continuación, vuelve a salir por donde ha entrado y se pone a toquetear el motor tras pasarle las herramientas desde el suelo.

Estamos casi media hora en el mismo sitio, ella trasteando el coche y yo dándole conversación desde abajo a falta de hacer algo más útil. Prefiero hablarle mientras miro al resto de coches o simplemente a la calle, pues como dirija mi mirada hacia ella, ésta me la juega y va directamente a mirar donde no debe. Sus leggins ajustados y su camiseta llena de agujeros tampoco ayudan a ocultar mi parte más «animal», y lo que menos quiero es que me vea como un enfermo o un salido… Finalmente, me hace sujetar una enorme pieza de acero con mil conductos y subconjuntos que con mi escasos conocimientos de mecánica diría que es de la junta de culata «pa’ arriba». Se baja de un salto y luego recoge las herramientas que ha dejado sobre los raíles poniéndose de puntillas (no es precisamente alta).

«Te toca conducir a ti, que yo tengo que desmontar esto y el tiempo se nos echa encima», me dice cuando estamos llegando al coche. Me lanza las llaves desde la puerta del copiloto y yo acierto a cogerlas con una torpeza pasmosa. «¿Estás segura de que quieres que conduzca yo?» le pregunto cuando ya tengo el trasero apoyado en el asiento del conductor. Asiente convencida con la cabeza mientras comienza a desmontar la parte superior del bloque con una llave, como si de un Lego se tratara. Con un nerviosismo comparable al de el día anterior con el Golf, compruebo mil y una veces que está con el punto muerto metido, que todos los chivatos del salpicadero están apagados y que el freno de mano está echado. Cuando giro la llave de contacto casi me da un ictus, noto el motor de arranque girando el volante de inercia y la burbujeante mezcla de gasolina y oxígeno explotando dentro del cilindro a una presión equivalente a la de mi sangre siendo bombeada desde el corazón.

«¿Nos vamos ya o me voy andando?» me dice mientras yo aún estoy disfrutando del bello sonido del cuatro cilindros. Engrano marcha atrás y calculo mentalmente la posición del coche dentro de la nave. Compruebo por el espejo retrovisor que no hay ningún obstáculo con el que poder rozar esta preciosidad y aprieto un poco el gas, hasta que llega a las 1500 rpm. A continuación, suelto el embrague y salgo muy, muy despacio con el ronroneo típico de los BMW. Giro el volante lo máximo que puedo a la izquierda una vez sobrepaso el portón de entrada y contemplo por primera vez el exterior de un lugar fantasmagórico pero ciertamente atractivo. Ella se baja un segundo y yo engrano punto muerto esperando a que vuelva; se acerca a la enorme puerta corredera de la puerta y casi como si estuviera ayudada por la magia negra, su diminuta figura arrastra la media tonelada de acero socorrida sólo por un par de ruedas y una guía oxidada. A continuación, se acerca a un tubo hueco de plástico, saca una llave y la introduce en la cerradura.

«A la derecha», me ordena una vez llegamos al cruce con una carretera que no he visto en la vida. Huele a «motor» y al girar la vista veo que tiene su origen en sus manos y brazos, que están completamente manchados por la grasa y años de suciedad acumuladas:

– Has visto lo que hago por tu cochecito, ¿No? Y tú mientras le desgastas los neumáticos al mío… te ha salido bien la jugada ¿Eh? – se queda mirándome un par de segundos, y luego vuelve a poner la vista en el frente; se lo agradezco, o no habría visto que estoy a 50 metros de una curva bastante cerrada.
– Muchísimas gracias, te debo una…
– No me debes nada hijo, si no te hubieras picado conmigo y hubieras roto el motor ahora estaría yo tras el volante. Pero llega un momento en que conducir sola ya no te llena. Son muchos kilómetros en la soledad más absoluta, aunque sinceramente, prefiero estar conduciendo que dejándome las retinas tras un ordenador. Ha habido días en los que incluso he ido a su encuentro…
– ¿A su encuentro? ¿A qué te refieres? – digo mientras reduzco a tercera para entrar a la curva con mayor control.
– Sí, a los que te he comentado antes… a los de los coches negros. Como ya te he dicho, no sé quiénes son, pero el mero contacto humano (aunque sea persiguiéndome para acabar conmigo) hace que merezca la pena jugársela, pero ya no necesito hacer eso, espero que sigas acompañándome durante muuucho tiempo – esa última frase hace que se me erice el vello, pero quizá sea lo primero que ha dicho lo que más me ha llamado la atención.
– Pero… ¿Qué tipo de coches llevan? ¿Son muy potentes?
– Son potentes a la par que inútiles. Suelen ir en todoterrenos bastante gordos (Porsche Cayenne Turbo, BMW X6M…) y alguna que otra berlina, como un Audi S8 o un Bentley Arnage; a estos últimos prefiero no «echarle huevos», en curvas son bastante ágiles. Si los veo delante de mí doy media vuelta, si los veo por el espejo retrovisor acelero hasta que los pierdo de vista en alguna curva y me meto en el primer cruce que pillo y si los veo por alguna otra carretera (un mero reflejo del Sol a lo lejos es un coche, no falla nunca) reduzco de velocidad para no hacer ruido y me escondo a verlos pasar…
– ¿Alguno de lo que has dicho son V8? – un nudo se me forma en la garganta al recordar el episodio de la noche anterior.
– ¡La mayoría! Ellos no tienen los mismo problemas que tenemos nosotros para conseguir la gasolina, por lo que parece… ¿Por qué lo dices?
– Pues por… – aún recuerdo sus ojos bañados en lágrimas por un «simple» grito – Por nada, simple curiosidad, dicen que los V8 suenan a gloria.
– Y tanto, en más de una ocasión me he visto tentada a bajar los cristales para oírlos mejor. Pero eso significaría mi condena a muerte, así que me conformo con oír de vez en cuando a los del garaje, aunque sean más modestitos.
– Algo me dice, Silvia, que más bien pronto que tarde las cosas volverán a su cauce y los coches coparán las carreteras y los circuitos. En cierto sentido, somos como los precursores del automovilismo, ¿No crees? Estamos fuera de la ley y seguimos luchando por lo que nos gusta, aunque tengamos a todo el mundo en contra…
– ¡Ay Pablo! – suspira – Deja de ver todo de color rosa… créeme si te digo que nada volverá a ser como antes. Hemos nacido en el lugar equivocado en el momento equivocado.
– Bueno… de ilusión también se vive – frunzo el ceño – ¿Qué se supone que estás haciendo?
– Pues, si no me equivoco, el problema viene de la junta de la tapa de los balancines, tiene una fuga. Así que aquí estoy, intentando dejar sólo lo que necesitamos. Es mejor hacerlo en movimiento, cuanto menos tiempo estemos en el desguace, mejor. Bueno abuelita, al lado del pedal de frena hay uno que sirve para lo contrario. ¡Pisa el embrague! – con un poco de estupefacción (parece estar cabreada de verdad), le hago caso y lo piso a fondo – Ahora sí, y písale joder, diviértete un poco. – agarra la palanca con la izquierda y cambia de cuarta a segunda, dejando el coche a cinco mil vueltas y chillando como un poseso por su doble salida de escape.

Agarro el volante con firmeza, y me concentro al máximo en la carretera. Para la siguiente curva (a derechas), me voy al carril contrario, giro fuertemente a mi diestra y comienzo a dar bandazos, intentando que se me vaya de culo. Pero lo único que consigo es que los neumáticos chirrien un poco y el trayecto se convierta en un viaje de alto riesgo. «Vuelve a intentarlo en la siguiente, ¡Y en el próximo cruce a la izquierda!» me dice sin ni siquiera inmutarse por la maniobra; sigue desmontando la tapa de balancines con ayuda de un destornillador y unos brazos delgados y fibrados.

Tras unas diez curvas más donde el coche sigue sin hacer ni el más mínimo sobreviraje que me indique que la derrapada «perfecta» está cerca, me decanto por hacer un viaje rápido y menos arriesgado. El centro de Jaén sigue frío, tétrico y Silvia me ha metido el miedo en el cuerpo, tiemblo cada vez que me aproximo a una esquina ciega, pienso que uno de esos enormes coches negros está al otro lado de la calle. Así que el paso por la ciudad dura más bien poco, voy raudo y veloz pero no por disfrutar, sino más bien por el imperativo casi «vital» de mi conciencia prevenida. Pero una vez llegamos (para mí por segunda vez) a la carretera que va hasta Los Villares, la cosa cambia.

Se me escapa una sonrisilla al ver la enorme recta que precede al cartel del fin de travesía. Bajo de cuarta a tercera y hundo el pedal cuando el coche va aún a mitad de su régimen de vueltas máximo. Tarda muy poco en recuperar, se nota que la potencia de los años 80 no estaba tan capada como la posterior. Y mejor me dejo de cavilaciones y pensamientos melancólicos que el corte de inyección está a apenas unas vueltas y no quiero forzarlo demasiado. En las curvas todo tiembla, creo que no hay placer mayor que este; la suspensión es tan dura que va haciendo camino a base de saltos, no entiendo como he podido estar todo este tiempo sin sentir el chillido de este S14 2.3 a la misma velocidad angular que una estrella de neutrones. En el asfalto, se combinan los pequeños baches (nada importante, al no pasar coches sobre él, el único desgaste que ha tenido ha sido el de la erosión del viento y las inclemencias del tiempo) con las plantas que crecen sin control alguno entre las grietas. Los árboles pasan a toda prisa, el velocímetro alcanza los 200kmh en la bajada final del puerto mientras que Silvia sigue sin levantar la vista de su trabajo. Desde luego, no hay forma de impresionar a esta chica…

Cuando faltan un par de curvas (en la horquilla más cerrada de todo el recorrido) para llegar a donde dejamos el Golf, me animo a intentarlo por última vez. Entro a apenas treinta kilómetros por hora, en segunda y con el acelerador totalmente levantado. Recuerdo las miles de horas con los videojuegos de coches, de mecánica sé poco pero de comportamiento creo que algo entiendo… Piso el embrague a fondo, la miro un segundo (sigue a lo suyo) y acto seguido doy un volantazo a derechas, acelero a fondo y suelto el embrague; como si de un felino embravecido se tratase, la aguja del cuentarrevoluciones comienza a chocar reiteradamente con la línea roja. Contravolanteo a izquierdas mientras el coche comienza a irse mucho de culo, casi sin darme cuenta he llegado al máximo ángulo de giro y tengo que dosificar gas para que no se me cruce en mitad del estrecho puente de piedra que cruza un riachuelo y que sirve de ecuador para la curva. Parece desplazarse lateralmente, formando un ángulo de 90 grados con el límite de la calzada, voy al límite. Por suerte, la carretera se empina muchísimo, durante unos metros diría que alcanza el 20 por ciento de desnivel, situación que aprovecho para que el nervioso motor se relaje un poco y deje de girar las ruedas como si sobre hielo circulara. Por el espejo retrovisor, sólo se ve humo blanco y un rastro de neumáticos tras este. Levanto el pedal por completo al ver que el M3 sigue sin recuperar ángulo; esto, unido a la ya citada pendiente, hace que en no más de 20 metros el coche esté de nuevo mirando al frente, pero el problema es que toda acción tiene su reacción y ahora la inercia hace de las suyas, desplazando el eje trasero hacia la derecha y mandándonos directos a la cuneta contraria. Por suerte, la respuesta es igualmente contundente y consigo acabar con el circulo vicioso de «culetazos» con un par de golpes de volante más.

«Me vas a dejar las ruedas en los alambres… «, intenta hacerse la graciosilla, pero está muy pálida y agarra el tirador de la puerta con todas sus fuerzas, las piernas le tiemblan y ha abandonado temporalmente su labor como mecánica. «Creía que me iba a quedar sin coche, mamonazo. Ya sabes… es la suerte del principiante. No vuelvas a hacerte el piloto o te harás mucho daño, al menos no lo hagas con mi coche», me dice seria y, en cierto sentido, algo celosa. Yo me limito a partirme de risa y a recorrer los apenas 500 metros que nos quedan a un ritmo bastante suave para que el motor vaya recuperando su temperatura habitual. Cuando llegamos al camino que conduce a la pelotilla que tengo por coche, paro y soy el primero en bajar. Ando hacia el Volkswagen (aún no lo veo, lo dejamos bien escondido tras el cortijo) sin percatarme de que ella aún no ha salido del interior. Cuando me doy la vuelta, la veo viniendo hacia mí tambaleándose y mirando hacia todos los lados, medio desorientada.

Me acerco para ver su necesita ayuda, pero no puedo evitar reírme nuevamente, pues sé exactamente lo que le pasa:

– Uy… sé de alguien a que no soporta la conducción de los que nos creemos pilotos…
– Listillo, no me pasa nada, simplemente es que no he desayunado y estoy algo mareada.
– Claro, claro… y yo soy Walter Röhrl.
– Mira – alza la ceja izquierda – si yo tuviera las reservas de grasa que tienes ahí, tampoco tendría hambre – me agarra un michelín con las manos de grasa y me ensucia la camiseta -. Si los osos polares aguantan un invierno entero, creo que tú serías capaz de aguantar hasta el 2100..
– Graciosilla, me has manchado la ropa con las manos esas que llevas.- La aparto con cuidado hacia un lado y agarro la tapa de balancines y la junta de la misma mientras la miro serio, para que se sienta mal (aunque realmente no me molesta que se meta con mi sobrepeso, de momento sé mirarme al espejo).
– No, si ahora se cabreara conmigo el «panoli» este… -se acerca corriendo mientras yo avanzo cargado de piezas – pues ¿Sabes que te digo? Que lo de la camiseta te va a parecer poco – comienza a pasarme los dedos impregnados por la cara y me la deja echa un Cristo sin que yo pueda defenderme.
– ¡Para, cobarde! Te vas a cagar como te voy a poner en cuanto deje esto – llego hasta el GTI a duras penas y suelto todos los cacharos al lado de éste y contemplo mis manos, sucias como no lo habían estado en años -, ¡ahora te vas a enterar!

Salgo a correr tras ella y huye entre un montón de olivos abandonados en los que crecen sin control los hierbajos hasta la altura de mi cuello (la cubren por completo). Voy apenas diez metros por detrás pero hay momentos que la pierdo de vista. En uno de esos instantes, desaparece del mundo y no logro encontrarla. Comienzo a buscarla mientras grito su nombre, recibiendo sólo el eco de mi voz por respuesta y aumentando sensiblemente los latidos de mi corazón cargado de colesterol. Me paro en seco al no saber hacia dónde ir y comienzo a mirar a mi alrededor. Continúo llamándola sin obtener nada a cambio, comienzo a sudar y mis ojos, casi sin quererlo, brillan más de la cuenta. Espero unos minutos tratando de escuchar algún ruido, alguna pista que me diga algo de su aparente volatilidad. Pienso incluso en la posibilidad de que me haya vuelto loco y esa preciosidad haya sido un producto de mi imaginación enfermiza y algo psicótica.

Desesperanzado, miro el Golf a lo lejos, que se distingue un poco entre los matorrales y pienso en que lo mejor será volver por donde he venido. Camino muy triste, cada paso se me hace un mundo y no veo el momento de irme sin ella. Pero de repente, cuando trato de saltar un pedrusco que hay escondido entre la tierra y la maleza, algo me agarra y caigo al suelo. Por suerte la vegetación amortigua el golpe y no me he hecho daño, pero estoy confuso y me quedo mirando al cielo, tratando de volver a ubicarme en el espacio tiempo. En ese momento, un ángel de menos de 1,65 con el pelo largo y muy mala leche se abalanza sobre mí y continúa con el jueguecito de mancharme de arriba a abajo. Ha sido, con diferencia, el momento más feliz de mi vida, puede parecer una tontería pero soy totalmente sincero.

Sin tiempo de broncas o de abrazos, la agarro de los dos brazos y me tiro encima de ella. Ya en el suelo, retenida por una mole de «90 y tantos» kilos, tapo su cara con mis manos y se la dejo manchada a trozos por las marcas de mis dedos. «Ni aún así empeora la muy… «, pienso para mí mientras nos quedamos mirándonos fijamente y sonreímos de manera un poco tonta. Estoy paralizado, no sé cómo actuar ni qué hacer, esto es algo completamente nuevo para mí. Pero no hay problema, ella parece llevar la iniciativa y comienza a subir su cabeza, llevando sus labios a apenas unos centímetros de los míos. Nada podría estropear este instante en el que el mundo parece haberse congelado y sólo ella y yo quedamos fuera de ese hechizo. Pero un estallido, un sonido de ultratumba rezuma desde lo más profundo del valle, como si las mismísimas puertas del infierno se hubieran abierto para hacer un recibimiento con honores al maligno. Me levanto corriendo, casi huyendo de sus labios y dejándola con los ojos cerrados esperando ese momento que no llega. «¿Qué coño ha sido eso, son ellos?» le digo algo alterado y mientras le ayudo a levantarse. Se apoya en mi hombro (momento que aprovecho para agarrarla de la cintura) y comienza a hablarme: «No son ellos, eso suena a V12 y esta gente son más de V8 y V10. Ese sonido viene de allí arriba, de lo más alto de La Pandera. Es otro de esos misterios que nos depara estas tierras, una vez intenté subir, pero hay una verja al comienzo del camino de subida que no invita a investigar. Escucho sonidos muy bestias a menudo de aquel sitio, pero no conozco a quién allí habita».

Me entra una tiritera increíble al escuchar el quejido bronco y volátil de aquella cosa entre las montañas, sólo quiero salir de allí cuanto antes y recluirme en mi habitación (si es con ella mejor). Me adelanto y me acerco al GTI con nerviosismo, abro el capo y comienzo a toquetearlo todo bastante perdido, y haciendo como que sé lo que hago. «Pablo cariño, deja a los profesionales, tú ponte a escuchar los ruiditos que al final te gustará y todo» me dice como si se tratara de una madre consolando a su hijo. Yo le hago caso y me limito a meterme en lo que queda de cortijo, para saber un poco más de mis «ancestros». Tiene la mayoría de techos derrumbados y apenas quedan en pie un par de paredes (mejor así, pues la luz entra sin problema y no da la sensación de ser un lugar peligroso o encantado). Sin embargo, me preocupa la consistencia de las ruinas, en cualquier momento todo se podría venir abajo, dejándome enterrado bajo las paredes de adobe y ladrillos, o lo que es peor, cayendo sobre ella que está al otro lado tratando de resucitar mi coche.


Trago saliva al ver el par de fotos que hay en la pared, en una se ve a una niña que apenas superará los dos años de vida junto a sus padres, ambos sonrientes y aparentemente sanos. La pequeña sostiene una pelota en la mano y su padre lleva botas de fútbol y una equipación de algún equipo que no reconozco. Tras ellos se ve lo que parece un polideportivo repleto de gente, tanto en las gradas como en el campo de juego. Sin embargo, lo que se ve en la segunda foto es más inquietante: se ve a tres personas sentadas en el sofá con diversos aparatos tecnológicos sobre la mesa que los precede. En primer plano se va a una chica bastante joven (de unos 14 o 15 años) que está mirando a su móvil con un gesto bastante serio y con una camiseta que no disimula que le sobran unos kilitos. A simple vista no se le podría reconocer, pero tiene unos ojos azules (algo desgastados por la luz del Sol) inconfundibles, sin duda se trata de la niña de la primera foto. A ambos lados, sus progenitores, la madre a la derecha con una tablet y su padre a la izquierda con un portátil, ambos mirando también a sus cachivaches y haciendo caso omiso a la cámara. Ninguno de los dos tiene la buena figura de la primera foto y al padre pocos pelos le quedan en la cabeza, pero lo que más me llama la atención es el gesto de los tres, totalmente aburrido y desinteresado del mundo que los rodea. Me quedo un buen rato mirando ambas fotos, comparando el antes y el después de una familia que apuntaba maneras pero se quedo en nada…

Sólo un par de manos sobre mis ojos consiguen despertarme de mi estado de perplejidad transitoria. Yo las quito rápidamente pensando que aún las lleva llena de grasa y está tratando de mancharme hasta los ojos; pero nada más lejos de la realidad, sus manos están ya limpias al igual que su rostro, el único sucio ahora soy yo:

– Ey tranquilo chiquillo, que sólo quería que vinieras a ver si ya arranca tu coche, si lo llego a saber no te aviso para que des tu aprobado. ¿Qué miras?
– Perdona, es que pensaba que seguías con el jueguecito. ¿¡Ya lo has arreglado!? Si sólo has tardado…
– Hora y media, he tardado hora y media. Si eso te parece poco, ¡Apaga y vámonos!
– ¡Cómo pasa el tiempo! – digo mientras suelto el aire.
– Sobre todo cuando tienes algo que hacer, como mirar dos putas fotos. Pablo, esto es el vivo ejemplo de lo que le ha pasado al 99 por ciento de la gente por aquí, hazte a la idea.

Me siento en el asiento del conductor, compruebo que el punto muerto está puesto y giro la llave de contacto esperando unos segundos a que la gasolina llegue al motor y el sonido de la bomba de combustible cese. Cuando lo hace, arranco y como si fuera un milagro el coche vuelve a estar vivo, sonando más fino de lo que lo hacía. «Bueno ¿Qué? ¿Nos vamos?» dice mientras se aleja hacia su coche sin darme tiempo a agradecerle todo lo que ha hecho. Camina muy segura y yo no puedo más que quedarme embelesado ante su avance, mirando hacia todos lados con nerviosismo. Algo le huele a chamusquina pero no me lo quiere decir, en el asiento del acompañante hay varios pañuelos manchados en parte de aceite de motor, supongo que es lo que ha usado para limpiarse ella. Los utilizo yo también para sanearme un poco las manos y no ensuciar toda la tapicería. En el espejo puedo verme la cara repleta con las marcas de sus dedos. «No me la voy a lavar en una semana» es todo cuanto pienso, pues es la fidedigna prueba de que he tenido un contacto físico con ella, por pequeño que haya sido.

Salgo por el camino muy despacio para no rozar los bajos y en mitad de la carretera está ya esperando. Sale bastante tranquila, cambiando rápido a segunda y yendo casi parada. Pero ese ritmo no es más que un espejismo, bajo la mirada y cuando la vuelvo a alzar veo el M3 alejarse de mí a un ritmo pasmoso con la trasera muy baja por la acción del enorme empuje de sus neumáticos. Aumento el ritmo y pronto la alcanzo, cuesta abajo tengo a la gravedad de mi parte y los 100 caballos de diferencia no son un gran hándicap para el Golf. Al llegar a la archiconocida horquilla reduce a tercera y recorre toda la curva de medio lado al doble de velocidad de lo que yo lo hice, haciendo que incluso me cueste seguir el ritmo. «¡No! ¡Si al final era porque tenía hambre y todo!» grito como si ella me escuchara, desde luego tiene un pedigrí conduciendo que ya quisiera un servidor. Las siguientes curvas son muy divertidas, la veo tomarse la libertad de cruzar al carril contrario para abrirse y tomar más rápido las curvas. Yo me limito a imitar torpemente sus trazadas y disfrutar todo lo que pueda de estos momentos.

Creo que si alguna vez tuviera que definir la felicidad sería algo así: «La felicidad consiste en un Golf MKII GTI, un BMW M3 evo II, una chica guapa y muchas curvas». Me tomo la licencia de tirar del freno de mano en otra curva bastante cerrada, donde ella sale de medio lado y se pierde rápidamente hacia la siguiente curva. Como el primer día, la veo desaparecer tras un terraplén y por un momento recuerdo el mal rato que he pasado entre los hierbajos buscándola. Pero sé que ahora es diferente, sé que tras esa curva volveré a encontrarme a esa rápida mancha roja que ha servido de única compañera para Silvia estos últimos años. Meto tercera y paso a toda velocidad a la altura del terraplén, vuelvo a visualizar al coupé bávaro llegando a la siguiente curva. Sin embargo, hay algo que no me gusta nada, lleva las luces de freno encendidas y clava ruedas de manera innecesaria. Algo está viendo que yo soy incapaz de distinguir. Cambio a cuarta y dejo que el coche vaya un poco más suelto mientras me aproximo a la curva.

Yo también clavo frenos al contemplar la escena, el M3 está parado en mitad de la calzada, algo le impide el pasado: justo delante de él, un Porsche Cayenne Turbo y un Audi S8 (ambos completamente negros, incluyendo llantas y ventanas) bloquean la carretera. Todo va realmente mal, veo como su luz de marcha atrás se enciende mientras que yo hago lo mismo y me preparo para la huída fugaz. Pero algo la hace cambiar de idea: de la enorme berlina, un hombre muy alto y voluminoso, con gafas de Sol y gabardina, empuña una 9mm y apunta directamente al puesto de conducción de Silvia. ¡Vamos a morir!

Capítulo 4

Su cara, la forma de coger la pistola, la seguridad con que se ha bajado del coche… no creo que vacile a la hora de apretar el gatillo. La trayectoria del cañón va directa a la cabeza de Silvia, y con ésta, a mi corazón. Me invade una sensación desconocida y fatigante, no sé si llamarlo tristeza o soledad, pero vuelvo a estar completamente abandonado en mitad de la nada, y ante mí, la única amiga que he tenido está a punto de ser ejecutada por intentar ser libre. Ahora me arrepiento de no haberla creído cuando me contaba lo de esta gente, definitivamente, esto está muy lejos de ser un país democrático, vivimos en una verdadera dictadura encubierta comandada por estos señores con traje y corbata. El sólo caminar por estas tierras supone jugarse el tipo, jamás pensé que un día serían mis propios gritos los que inundarían el silencio. Pero lo más extraño es que no me afecta, lo único que me parte realmente el alma es pensar cómo se va a manchar su pelo cuando la bala la atraviese, sólo me preocupa que la última imagen que vea sea la de su inerte cuerpo posado sobre ese asiento que tanta alegrías me ha dado las últimas 48 horas.

Rezo para que se le ocurra algo, yo únicamente tiemblo y sudo como un cerdo, sólo un milagro podría sacarnos de esta. El tiempo parece haberse detenido y mi vida comienza a pasar ante mis ojos. Lo único que veo en ella es la imagen de una pantalla que cada vez es más pequeña y baja (debido a que soy yo el que va creciendo), no he vivido estos últimos 18 años, eso es evidente. Sin embargo, cuando llego a los dos últimos días de mi existencia, la cosa cambia, la extraña filmografía de la que estoy siendo testigo parece ralentizarse y su sonrisa y mi coche al corte comienzan a fundirse hasta que se transforman en uno, relevándose a un ritmo epiléptico.

Despierto de nuevo, la realidad aplastante me aleja de ese placentero sueño con el que no me importaría morir. Del Cayenne Turbo se baja otro desconocido, casi idéntico al primer gorila en todo excepto en el color de su piel, siendo ésta de un tono pajizo (casi blanco). De su bolsillo saca otro arma, y esta vez es a mí al que apunta mientras me muestra la sonrisa característica del malo de la película. Pero esto no es una película, no es sino la pura realidad, aplastante y hechizante, que me ha llevado de estar colapsando mis venas con colesterol en cantidades industriales y atrofiando mis músculos con altas dosis de sedentarismo, a estar con los ojos cerrados suplicando por mi vida a las faldas del sistema montañoso más alto de la provincia de Jaén. Suspiro pensando que seguramente sea el último en caer, morir no es demasiado castigo cuando has sido un muerto en vida durante dos décadas, pero ver morir a alguien que ha sabido hacer de sus problemas una virtud y de las sombra, luz, me clava una puñal en órganos que ni siquiera sabía que tenía.

Los segundos pasan, ellos no aprietan el gatillo y nosotros estamos paralizados. Pero de repente, el primero de los individuos comienza a caminar hacia el coche de Silvia, o bien no quieren matarla o bien quiere dispararle a bocajarro. Observo su silueta desde atrás y ella también parece haberse quedado petrificada como la cruz del castillo que domina desde su pasiva posición los cuatro puntos cardinales de mi ciudad.

Y cuando todo parece perdido, un fino hilo de luz me hace ver que ella aún no se ha rendido. De los faros traseros de su EVO II ahora brillan a la par las luces de freno y las de marcha atrás. Sin moverse ni una milésima de milímetro del asiento a conseguido engranar la marcha atrás y ahora sólo un Golf GTI y una 9mm la atan a una muerte segura. Él se sigue acercando y cada paso es una razón más para darnos por muertos, nadie habría pensado que una inocente escapada habría acabar en esta emboscada. El de piel blanca sigue apuntándome mientras sonríe ajeno a todo cuanto le rodea, por su parte, el que tiene la tez oscura está ya en la puerta del BMW. Intenta abrir la puerta con el tirador pero ella la tiene bloqueada, toca en el cristal y le indica con la mano que baje el seguro sin tan siquiera retirar las gafas negras de sus ojos. La veo girar su cabeza de lado a lado como negando su proposición y al instante pone su mano sobre la ventanilla dedicándole un corte de mangas al simpático señor. «Pero… ¿Qué haces, estás loca?» grito dentro de mi coche mientras veo como él apunta directo a la cerradura para reventarla de un tiro. Es evidente que no quiere matarla, sino ya lo habría hecho, quizá nos quieran para algo peor…

Miro por un segundo al que se bajó del Porsche, y observo con cierta incredulidad como ha retirado la atención de mí y se limita a reírse de la situación que ante él tiene. Es la única oportunidad que tenemos de huir, así que observo por el espejo retrovisor: tengo unos sesenta metros de recta y luego una curva bastante cerrada a derechas; es ahora o nunca. Engrano marcha atrás, toco el claxon para que desvíen la atención de Silvia por un momento y acelero a tope mientras agacho la cabeza. Un bala atraviesa el parabrisas delantero mientras continúo resguardado tras el salpicadero, veo las copas de los árboles pasar si giro la vista hacia un lado, y gracias a eso sé cuanto queda para la curva. Tras no más de cinco segundos, giro el volante unos sesenta grados hacia la izquierda para salvar la curva; esto de ir a ciegas dando marcha atrás no debe ser recomendable, aprieto los músculos de mi cuerpo esperando una colisión con la cuneta de enfrente o, en su defecto, una caída por el bancal del margen derecho de la calzada. Pero los metros siguen pasando y ese momento no llega, las ruedas siguen pisando el asfalto y tras un par de segundos más, elevo la cabeza cuando calculo que los árboles han tapado su ángulo de tiro.

Para mi sorpresa, cuando levanto la vista del salpicadero me encuentro ese precioso coupé de color carmín justo delante de mí, a apenas unos centímetros de mí con las luces de retroceso encendidas y con el motor al corte de revoluciones (como el mío). Por un segundo nuestras miradas se cruzan pero apenas distingo a leer algo en sus apagados ojos marrones, solo sé que tengo que mirar hacia atrás o no salvaré la curva por completo. Me agarro del asiento del copiloto y giro mi tronco 180 grados. Guío el coche con una sola mano y casi milagrosamente termino la trazada aunque, eso sí, con la rueda derecha delantera metida en la gravilla del arcén.

Aprovecho la pequeña recta para devolver el GTI a su avance natural. Giro a la izquierda hasta el tope de la dirección y  el coche realiza una maniobra casi milagrosa que lo pone mirando hacia delante en un instante. Como si de natación sincronizada se tratara, el m3 sigue mis pasos y hace lo propio justo a la misma altura que yo, al ser trasera y un poco más largo apenas le sobra espacio para dar la vuelta. Pero igualmente, cuando quiero darme cuenta ya tengo al M3 deslizando su trasero con su particular danza de derrapes y rueda quemada por el retrovisor.

Ahora tenemos ante nosotros 15 kilómetros de subida con curvas cerradas y pendientes en las que el limitado motor del Golf no va a poder con su alma. Tras nosotros aún no viene nadie , pero ambos sabemos que es cuestión de tiempo que veamos a las enormes bestias negras a escasos metros de nuestros coches. Ahora no corremos por competir, no vamos rápido por pasárnoslo bien, estamos luchando por nuestras vidas. Llevo unas diez curvas seguidas con el pedal a fondo, aún no he pisado el freno y a lo tonto estoy pasando a 120 curvas limitadas a 60. Sin embargo, el M3 de Silvia sigue muy cerca de mí, la observo y en su cara no hay una expresión bromista, relajada o algo picante (como me tiene acostumbrado). Parece otra, es como si hubiera envejecido diez años de golpe, ha pasado de ser prácticamente una niña a ser una mujer hecha y derecha. No sé si a mí me pasara igual (y tampoco es momento para preocuparse por ello), pero que te apunten con una pistola hace que veas el mundo de otra forma.

Casi de inmediato, llegamos a la horquilla que parte en dos el puerto, esa misma que me vio romper el motor del Golf (rezo porque ahora aguante, la tralla que le estoy metiendo no tiene nombre) y que pasé de lado con el trasera de mi compañera de huída. Al salvar la curva, observo con horror como los dos componentes de la emboscada vienen tras nosotros; delante el enorme S8 y detrás el Cayenne a escaso metro y medio de sus faros traseros. Literalmente vienen volando, increíble ver a ese par de estructuras de más de dos toneladas clavando frenos desde los 180 o 200 kilómetros por hora, sería un espectáculo bello y maravilloso de no ser porque no van precisamente de tramo. La pendiente es cada vez más empinada, me faltan caballos ¡joder!.

Silvia está cada vez más cerca, un par de curvas más así y me dejará hecho un acordeón. En las rectas me gana muchísimo terreno y es ahí donde ellos dos nos ganan por goleadas. El del S8 no sabe más que subvirar con su enorme máquina de acero y en los giros se queda prácticamente parado. Por su parte su escudero no va mucho mejor con ese enorme tanque, de hecho veo como las suspensiones se fuerzan al máximo en cada frenada y en cada movimiento que hace, pero en las rectas… ¡en las malditas rectas no tengo nada que hacer!. Veo la mirada felina del BMW cada vez más intimidadora, ella me hace un gesto con la mano, se la lleva al ojo y luego señala hacia el frente: está claro que quiere que deje de mirar hacia atrás. Pero yo no lo tengo tan claro, no sé si esto de jugar a ser Ragnotti no acabará conmigo, ya he pisado el arcén en un par de curvas y el coche no va nada fino, lo mejor es parar y que me lleven donde quieran o bien que acaben conmigo de un tiro en la sien. Así al menos la única mujer que he conocido en esta vida (a parte de mi madre) podrá salvarse y seguir disfrutando de lo que de verdad le gusta. Mataría dos pájaros de un tiro.

Cuando estoy dispuesto a levantar el pie del acelerador en una de las rectas más largas de la subida, siento un pequeño impacto en mis cervicales y mi cabeza se pega al asiento. Las revoluciones comienzan a subir casi milagrosamente, el coche se acelera y parecer sacar potencia de donde no la hay. Vuelvo a hundir mi pierna derecha bajo el volante, el cuál agarro con fuerza y me preparo para salvar una sucesión de curvas rápidas. Miro por el espejo retrovisor y… efectivamente, ahí está, empujando con el morro de su liviano deportivo los restos de mi utilitario, que de repente se ha transformado en la máquina definitiva. Me deja un poco de espacio en las curvas para frenar ambos, la tracción delantera de mi Golf es bastante más precisa a la par que directa; pero ella tiene unas manos que parecen haber sido bendecidas por el poder de algún ser superior.

Casi sin quererlo, hemos llegado al final de la subida, la carretera se ensancha y se convierte en una enorme vía de tres carriles (dos en nuestro sentido) y una glorieta pintada en el medio. «¿Y ahora qué?» me pregunto al ver que no sé por dónde seguir, no conozco el camino y soy yo quien guía al improvisado séquito que hemos formado. Lo único que puedo asegurar es que por aquí vamos a durar muy pero que muy poco. Es prácticamente una nacional, con buena asfalto, curvas que se pueden tomar a trescientos por hora con un autobús y con cierta pendiente que a nuestros motores noventeros no les sienta muy bien. En definitiva, estamos perdidos.

Como una centella, el M3 me pasa por el lado izquierdo mientras que los dos enormes buques insignia alemanes se acercan a mí a un ritmo diabólico, haciéndose cada vez más grandes en el retrovisor. Parece que hasta Silvia ha decidido darse por vencida, sabe que ni empujando mi pesado culo con su coche podremos rodar al ritmo que nuestros perseguidores nos exigen; es mejor que me pillen a mí mientras que ella trata de escapar. Una embestida del S8 sentencia casi a muerte mi destino, se le ha roto uno de los faros y no quiero ni imaginar cómo debe estar la trasera del maltratado Golf. El enorme SUV sale de detrás del Audi, y me rebasa casi como si fuera invisible a él, se dirige directo a por mi compañera que me comienza a sacar ventaja. Cuando está a punto de alcanzarla (no vacila a la hora de ir directo a por el M3, parece importarle bien poco los daños producidos en su mastodóntico automóvil), ésta da un volantazo y se mete por un pequeño carril que surge a la derecha (si no fuera porque se ha metido ella, juraría que es un camino de cabras).

Reduzco a cuarta para controlar mejor el coche en la salida de la vía, mientras que el del S8 asesta un nuevo batacazo con su enorme morro. De hecho, está tan pegado a mí que ni siquiera se ha percatado de que el coupé bávaro ha girado, por lo que no prevé mi movimiento y no tiene más remedio que seguir recto si no se quiere tragar la mediana que separa ambas calzadas. Por su parte el Cayenne ya está medio cruzado en mitad de la A-6050 para dar la vuelta mientras que su secuaz clava frenos para no «comérselo». Un mar de olivos se abre ante nosotros y me impide ver si la maniobra ha acabado en colisión o ha sido una falsa alarma. La carretera se ensancha un poco y el asfalto mejora, pero no deja de ser un carril cuya última revisión fue allá por el 2020, por lo que os podréis imaginar que la maleza continúa siendo la ama y señora de esta lugar.

Comenzamos una vertiginosa bajada, con troncos de varios metros de diámetro a escasos medio metro de la cuneta. El olor a rocío se hace muy intenso a esta altura, la carretera está aún algo mojada por el vapor condensado durante la noche y cierto relax me entra al ver que ellos no nos siguen. Bajo la ventanilla y tomo el aliento que me ha faltado estos últimos diez minutos, las lágrimas me caen a borbotones y me tiembla hasta el último resquicio de mi maltrecho cuerpo. Oigo el sonido del escape bajo los asientos traseros, parece estar retorciéndose de dolor entre gritos que no calman su furia, por suerte los daños no han sido humanos, pero no podemos decir que no hay heridos.

Silvia baja su ventanilla, y me hace un gesto con la mano que me indica que también ella está bien (no hay nada que me apetezca más ahora que bajar del coche y abrazarla hasta que ambos hayamos calmado nuestro miedo con el consuelo del otro). Reduzco a quinta y dejo  que el coche se deje caer cuesta abajo, como un esquiador en una ladera o  el sudor frío como el hielo por mi espalda.

Pero esto parece no acabar nunca, llevamos casi dos kilómetros de tranquilo descanso cuando, tras cruzar un oxidado cartel en el que se intuye «Fuensanta de Martos a 6,5km», una mirada tuerta de color blanco surge de entre los árboles frutales: es el único faro del S8 que nos contempla con rabia mientras se aproxima extenuantemente rápido hacia nosotros, como si del último participante de una conga universal se tratara. Cae de nuevo sobre mí un calor infernal, el M3 me atrae como la fuerza de un imán pero una segunda mirada (esta nítida y sin «problemas de visión») ya luce también por el fondo del retrovisor, escoltando a su inútil compañero que apenas nos aguanta el ritmo con su potente V10 y los muñones que tiene por manos.

Las curvas son nuestras aliadas y los descensos, cuanto más empinados, estrechos y peligrosos sean, más nos benefician. Tenemos dos máquinas viejas y sin apenas ayudas electrónicas, pero se comportan como verdaderos coches de ensueño en esta carretera, es su entorno natural y nadie puede decir lo contrario. Sin embargo, ese par de manchas negras tras mi nuca taladran mi conciencia con una dosis muy elevada de pánico. Es como jugar una partida de ajedrez con un ordenador, el juego está perdido desde  el principio, lo secundario es saber dónde y cuándo acabará con tu vida o contra qué árbol terminarás estrellándote. La fatiga hace acto de presencia y esta vez es Silvia la que tiene problemas para controlar su coche en una enlazada; en el primer giro se le va del culo, sacando medio coche de la calzada y levantando la gravilla de la cuneta, pero consigue controlarlo y meterlo sin demasiadas complicaciones en la carretera. Sin embargo entra demasiado fuerte a la segunda curva (a derechas), clava frenos para no salir disparada barranco abajo, y termina subvirando como si de un tanque con orugas se tratara. Golpea con contundencia el guardarrail, que devuelve el BMW a la carretera a cambio de destrozarle la aleta izquierda y gran parte de la puerta.

Yo freno también y por un segundo se hace el silencio entre la maleza y el alquitrán desgastado, seguramente no vayamos a más de 20 por hora pues Silvia aún está bajando de tercera a primera para volver a recuperar velocidad. Me indica con el intermitente que la adelante, pero prefiero esperar atrás pues nadie mejor que esa mujer conoce esta carretera aunque los nervios le hayan traicionado. Me ha servido de lazarillo durante los escasos cien kilómetros que he disfrutado del automovilismo, y si este es nuestro viaje final quiero que sea ella la que me guíe hasta las puertas del cielo… Y precisamente algo rompe el mutismo desde el cielo, es ese sonido estremecedor, el mismo que hace un rato inundaba todo el valle mientras nos poníamos la cara perdida de grasa de motor. Comenzamos a ganar velocidad como nunca antes lo hemos hecho, apurando las marchas y aprovechando cada golpe de gas como el único hilo que nos mantiene con vida. Si a lo que sentí hasta ahora lo puedo llamar pánico, no sé cómo definir lo que me produce ese sonido, quizá haya algún adjetivo superlativo de «terror» pero créeme si te digo que ahora mismo bien poco me apetece rebuscarlo en mi limitado diccionario mental.

Acelera muchísimo, parece que hasta ella quiera dejarme atrás. Tras nosotros ruedan sin aparente dificultad  de nuevo el Cayenne Turbo y el Audi S8, aunque ahora lo hacen incluso más rápido. Todos parecemos ir huyendo de ese perseguidor invisible que ensordece a su paso todo cuanto vida tiene y que se desliza sobre el asfalto agrietado a apenas unos cientos de metros de nosotros. Fijo de nuevo la vista en el frente e intento ganarle terreno al M3 sin demasiado resultado; llegamos a una horquilla a izquierdas muy cerrada en la que clavo frenos, reduzco de cuarta a segunda aprovechando al máximo el corte de inyección para reducir la inercia y me permito la licencia de tirar del freno de mano para que la pelotilla pase con mayor rapidez hasta la siguiente recta. Al girar la vista hacia la izquierda puedo por un instante mirar al rostro del par de elementos que aún no han llegado al giro, en sus caras se refleja el pánico a pesar de llevar las gafas puestas; definitivamente, ellos también huyen.

No sé qué demonios viene tras nosotros, pero tampoco quiero averiguarlo. Una especie de sustancia inmaterial los persigue casi levitando sobre la calzada; avanza a un ritmo extraterrenal, propio de un ente que viaja más allá de lo físico y ha pactado con algún fantasma del pasado un poder que le permite ver los árboles de los costados como ligeras ráfagas de luz.

Lo que debería ser una lenta agonía se transforma en un acto rápido y conciso. Cuando aún no hemos llegado a la siguiente curva, esa «cosa» está ya tras el Cayenne. Es casi tan ancha como la carretera, tan baja como el mismísimo suelo y tan veloz que apenas consigo seguirla con la vista. Es la máquina perfecta, una combinación celestial de agresividad, sonido y resistencia a los baches del camino al que ningún purasangre que haya visto puede ni tan siquiera aproximarse. Deja atrás al último del convoy (que le ha dejado paso sin ningún tipo  de resistencia o titubeo) y se pone en paralelo al S8. Clava frenos (la suspensión debe ser dura como una piedra, pues apenas se ha bajado una décima de milímetro ante semejante reducción de velocidad), una especie de aerofrenos en el morro se despliegan y se abre la ventanilla del conductor. De su interior surge una mano con un guante de cuero (de los de conducir) puesto y empuñando una pistola de un calibre bastante alto por el enorme tamaño del cañón. El del Audi da un volantazo pero el impacto es inevitable, aprieta el gatillo y una bala del tamaño de un misil impacta en el centro de la llanta de la berlina del segmento F, rompiendo en añicos el apoyo en un momento y desprendiéndose la misma del vehículo, haciendo que quede atravesado bloqueando la vía. Al del Porsche no le da tiempo a esquivarlo y se lo merienda «con patatas» en un alarde final de maestría al volante. Ha impactado directamente en el lado del conductor con un coche de más de dos toneladas a no menos de 140 por hora… ¿Me importa lo que les haya pasado? No, ni lo más mínimo.

 

Más bien me preocupa el hecho de que esa bestia con ruedas ahora se acerque a nosotros a un ritmo igualmente aterrador, diría que es conducido por un robot que hace dos mil mediciones de trayectoria por segundo de no ser porque esa mano parecía bastante «humana». Trazo la siguiente curva mientras él se pega a mí como una lapa, dejando entrever unos diminutos faros que no lo hacen muy bello pero que le dan una estética bastante atractiva y sensual. Los instantes en los que me adelanta pasan como un suspiro, intento verle la cara antes de que me dispare pero ni siquiera hace el amago de bajar las ventanillas (cuyos cristales están completamente tintados, no dejando pasar ni el más mínimo ápice de luz). Las curvas de la carrocería me recuerdan a las de Silvia, tienen una carga sexual innegable que lo hace aún más tenebroso si cabe. Rezo porque a ésta última no le haga nada, yo me limito a reducir la velocidad para que no nos pase igual que al par de genios que nos perseguían. Pero a ella tampoco le hace nada, se limita a reducir de marcha al pasar por su lado, dejando un rastro de llamas producido en las mismísimas entrañas del V12 que debe propulsarlo.

La carretera se abre en el lado izquierdo, dejando a nuestra vista un hermoso a la par que abandonado pueblo, con sus casas blanca y sus terrazas sucias y dejadas. A la sombra de una enorme roca se encuentra sumido en un silencio crepuscular solo roto por los petardazos de la bestia de naturaleza insectívora, que mientras nosotros apenas hemos completado un kilómetro y medio él ya ha llegado al centro de la villa (que se encuentra aún a un par de kilómetros). El sonido de su escape hace vibrar las fachadas de los edificios y yo no puedo más que bajar la ventana y escuchar el sonido de mi ángel de la guarda aterrorizando a los ermitaños del lugar. Cierro los ojos y comienzo a respirar, miro mis brazos y los noto más fuertes que de costumbre, están muy duros y casi se quieren entrever los músculos de los mismos. Algo está cambiando dentro de mí, y es evidente que eso me beneficiará a la hora de «camelarme» a la personita que llevo justo delante, y que tras ver mi muerte a centímetros me importa más que nunca.

Sigo dándole vueltas a todo lo que ha pasado mientras que miro por el retrovisor con cierto nerviosismo, esperando que en cualquier momento aparezcan de entre la nada. Atravesamos la localidad sin hacer nada más a parte de conducir y recuperar el aliento. Su paragolpes delantero se arrastra por la calzada, casi parece que sea a mí a quien le están arrastrando la cara por el suelo. La parte trasera de mi Golf tampoco debe ser una exquisitez precisamente, pero ahora estoy más preocupado por cómo se sentirá ella tras ver herido a un coche que es poco menos que una extensión de su cuerpo. Yo aún estoy dando gracias a Dios (o quién demonios sea quien esté jugando a nosotros en su pecera de los horrores) por seguir vivo, y la verdad que los sonidos que brotan del tubo de escape son de irrelevante importancia.

Salimos del pueblo y en las afueras hay una gasolinera solitaria y comida por el óxido. Ella pone el intermitente de la derecha y yo la sigo hasta quedar junto a un surtidor de gasolina que ha tenido días mejores… me bajo del coche y me coloco los pantalones en su sitio (están comenzando a quedárseme grandes). Cuando aún no los he puesto en su sitio ella aparece de la nada y me da un abrazo que se queda marcado a fuego en mi espalda. Se queda casi un minuto así, llorando desconsoladamente mientras que yo le doy palmaditas en el hombro intentando calmarla. Finalmente, me decido a hablar:

– No te preocupes, lo del coche tiene solución. Ya encontraremos algún donante para el frontal y el lateral, y si no, aprenderé de chapa y pintura y te lo arreglaré yo mismo, te lo prometo – sigue abrazada.

– No es eso Pablo, no tiene nada que ver con eso, ¡Joder!

– Entonces, ¿Qué es?

– Te juro que me he visto tirada en el suelo sangrando y nadie lloraba, nadie sentía pena o lástima hacia mí y a todo el mundo le daba igual que yo me estuviera muriendo – me aprieta con más fuerza.

– Eso no es verdad, y lo sabes… a mí me importas, y no te haces una idea de cuánto.

– Tú estabas a mi lado…

– ¿Y qué hacía?

– Nada, tenías un tiro en la cabeza – noto como sus lágrimas empapan mi camiseta y comienzan a mojar mi piel.

– ¡Ay Dios! No digas eso, mujer no te preocupes que todo irá bien, ya verás.

– No Pablo, no, esta vez hemos cruzado la línea que separa lo profesional de lo personal. Ahora irán a por nosotros, no porque sea su trabajo sino por orgullo.

– No va a pasar nada. Además, tenemos a alguien que nos protege, ¿Lo recuerdas? ¿Quién demonios era? – sus brazos comienzan a perder fuerza y su cuerpo se separa del mío.

– Eso escapa a nuestro control, no sé quién sería ni por qué lo ha hecho, pero no podemos confiar en que esté ahí la próxima vez. Pero vamos, ese coche, buff… menuda maravilla. ¿Lo conoces?

– No tengo ni la más remota idea de qué era eso…

– Es un Pagani Huyara, se dejó de producir muy pronto y los pocos que hubo en España fueron destruidos, de los que había fuera de nuestras fronteras poco sé…

– ¿Y qué pretendes que hagamos?

– De momento llenar depósitos e irnos de aquí, ellos aún nos ven – dice mientras fija su vista en la montaña que atraviesa la carretera por donde hemos venido -. Y tenemos que prepararnos, si queremos sobrevivir debemos tener la capacidad de poder defendernos…

– ¿A qué te refieres?

– Pablo, hay que armarse.

Capítulo 5

Vértigo es que el mundo se pare y te quedes con cara de tonto viéndolo ocioso y maltratado, horrorizado ante la posibilidad de que algún día todo vuelva a funcionar y la vida surja de entre los edificios y ventanas tapiadas. Así me siento cuando observo a nuestro alrededor mientras Silvia analiza los daños y se limita a mirar seria sin ser capaz de pronunciar palabra; yo me mantengo petrificado ante un paisaje desgarrador… ver montañas de árboles sin cuidar, ver las enormes chimeneas de la fábricas inclinadas tras años de abandono y esa fantasmagórica niebla que incluso a medio día lo baña todo. Es hermosamente desconcertante, pero sin duda lo que más me inquieta es pensar que a pesar de que el motor económico del planeta se haya paralizado, la electricidad sigue produciéndose y el consumo energético continua disparándose.

Noto como nos observan desde detrás de las nubes, como en un especie de Show de Truman en la que no somos más que una pecera con la que juegan. Busco una paz que no encuentro, la atmósfera ya no es fiable y el ruido se ha cambiado de planeta y corre rumbo a algún sitio donde se le quiera. Sólo el sonido de su boca absorbiendo gasolina a través de una manguera rompe este silencio que hoy es mío. Como una cicatriz sin curar, la veo moverse nerviosamente de un lado a otro mientras yo no puedo más que quedarme ensimismado admirando sus movimientos. Un obeso con una anodina vida y una joven con cambios de humor constantes, ¿Podría ser peor?

Me acerco al morro de su M3: le falta el emblema de la marca y tiene pintura negra de mi coche, el lateral izquierdo tiene un golpe mucho mayor, algunas zonas de la carrocería están directamente apuñaladas, como si hubieran querido darle una estocada final en el vano motor. Pero nada más lejos de la realidad, este coche tiene mucha guerra que dar y unos daños superficiales no van a hacer que se rinda, como no lo hará su dueña, que sigue lidiando con la manguera para sacar unos litros más de gasolina corrompida de unos enormes depósitos, secos a día de hoy.

Una brisa fría se cierne sobre nosotros mientras que el día, soleado hasta hace un instante, se vuelve gris y oscuro. En cualquier momento bajará un jinete del Apocalipsis y nos llevará con él a lomos de su caballo (y éste no de acero). De entre la nada, resurgen los quejidos casi de ultratumba de la bestia que nos ha librado de las garras de los malvados, de nombre impronunciable y de sonido indescriptible, cabalga sobre los valles de la serranía jienense como lo hace un alma en pena sobre la noche oscura en un cementerio. No sabría si llamarlo miedo o emoción, simpatía o empatía, el caso es que ambos nos quedamos atolondrados escuchando a lo lejos ese «algo» que forma parte de la quinta esencia de la vida. El aire mueve su pelo con suavidad y le coloca algún mechón aislado sobre la cara, eclipsando su objetiva belleza y creando una combinación cromática casi perfecta entre cabello, piel y mirada penetrante como pocas:

– ¿Qué hacemos? Creo que viene hacia nosotros… – le pregunto a ella tratando de acabar con una situación incómoda para mí (unos segundos más observándola sin decir nada y no me hago responsable de mis actos…).
– No lo sé, por si las moscas deberíamos escondernos, pero en algún sitio al aire libre, no quiero dejar de escucharlo -me dice mientras sus ojos se le iluminan de la emoción.
– Está bien, vayamos a un lugar seguro para verlo pasar.

Sale delante mía, y casi al trote llega a lo que un día fue la tienda de la gasolinera. Está cerrada a cal y canto, en la puerta hay una pequeña nota escrita sobre un post it descolorido por la luz del Sol y con una capa de roña que bien podría alimentarme un par de semanas. «Vuelvo en 2 días, cuando el asunto de la gasolina se haya solucionado. ¡No somos unos delincuentes! «, rezan los dos únicas frases que he sido capaz de leer, el resto está demasiado sucio para leer algo. Silvia comienza a agitarla con fuerza obviando el detalle de que hay una enorme tabla de madera bloqueándola al otro lado. Congestiona sus brazos y piernas todo cuanto puede, llegando a un punto en el que creo que va a echar la puerta a abajo con marco incluido, pero no. Su fuerza es brutal, pero insuficiente en cualquier caso. El sonido ensordecedor de la maravilla es cada vez más intenso, no debe andar muy lejos ya…

Ni corta ni perezosa, sostiene una enorme piedra en la mano, y al grito de «Pues si no es por las buenas, será por las malas», la lanza al interior del establecimiento por una ventana que le queda a la altura de la cintura y que tiene una especie de rejilla que comunica con el interior, seguramente para cobrar la gasolina cuando la puerta principal estuviera cerrada. «No te cortes» me dice mientras se introduce en el interior, ágil como un destello de luz y levantando todo su cuerpo de un salto, casi ingrávida. Años de sedentarismo absoluto vuelven a pesar en mis riñones cuando intento colarme tras ella. «Gordito, yo no te voy a ayudar. Sino entras el señor malo te cogerá y te hará mucha pupa» me dice mientras que está ya al otro lado, ojeando una revista llena de polvo.

Apoyo mis brazos sobre el filo de la ventana, donde aún descansa algún fragmento de cristal que sin ser cortante me infunde bastante respeto. Pego un pequeño salto ayudándome de mis tobillos y dejo mi tronco a medio camino del interior. La propia inercia me empuja hacia delante y ya fuera de control, avanzo hacia una caída de 50 cm que, aún no siendo muy alta, a mi cara no le va a sentar muy bien. Tendré que ir haciéndome a la idea de que mi nariz será bastante más chata y de que veré pasar a la bestia con la boca ensangrentada. Mi cuerpo comienza a coger un ángulo negativo y a un ritmo patéticamente lento, no soy capaz de poner mis manos en el frente para absorber la mayor parte del impacto. Sin embargo, cuando toda esperanza parece perdida, algo amortigua mi golpe y me hace caer más sobre una nube que sobre el suelo de granito antiquísimo y sin demasiadas nociones de estilo o elegancia. Es ella, que aprovechando la cercanía de sus piernas y sin perder la ocasión de partirse la caja a costa de ridiculizarme un poco más, ha parado mi «sentencia de muerte» en el último momento transformando sus brazos en una potente grúa que sujeta mis no menos de 100 kilos.

«Eres más triste que un día sin pan» me dice mientras sigue descojonándose en mi cara. «Te voy a tener que poner a dieta, mamón, la próxima ostia te la paras tú solito. Anda, ponte aquí rápido que está a punto de pasar». Se pone en un lado de la ventana y mira de reojo al exterior mientras que la luz ilumina su lado derecho. Yo echo un vistazo a mi alrededor y contemplo, casi como si fuera una nostálgica alucinación, las revistas que un día se dejaron de vender, las latas de refresco (en su mayoría oxidadas y destruidas por su propio continente) que se acumulan en las neveras y una cantidad ingente de pegatinas para coche que van desde el entonces típico «Estás muy cerca, cabrón» hasta otros desconocidos para mí como » -Fútbol, + Rallies » . En fin, recuerdos perennes de una época que no volverá, de un tiempo que no viviremos y de unas vidas que no renacerán. Mientras produce un extraño «Tss..» con su boca y con una desesperación casi vital, me hace señales con la mano en forma de aspavientos para que me acerque a la esquina en la que se encuentra ella.

Miro un segundo hacia el resto de la tienda, hay multitud de ventanas y evidentemente, ninguna está ocupada. Tenemos espacio más que de sobra para contemplar el desplazamiento del monstruo con emoción mientras que corre el aire entre nosotros. Sin embargo, no soy quien para juzgar su comportamiento y si ella me pide que vaya, yo lo hago como si de su perrito faldero se tratase (mis orejas se ponen calientes cada vez que me dedica un gesto o una mirada, debo averiguar por qué me pasa eso, quizá sea algún tipo de alergia…). Se pone delante mía y se apoya en el filo de la ventana como si de una cazadora furtiva esperando a su víctima se tratase, busca algo con la mano que le queda libre tras de sí y yo tengo que echarme un poco hacia atrás para que no me toque. Tras un rato paseando su mano delante de mí, parece rendirse y la apoya junto a su homóloga, echando su cuerpo hacia delante haciendo su figura aún más atractiva (si es que se puede).

El tiempo se acaba, el suelo tiembla como si una tuneladora pasara bajo nosotros y los estantes con comida caducada desde hace décadas vibran al son del ritmo celestial mientras que el polvo del techo comienza a desprenderse por no aguantar la intensa frecuencia a la que oscila. Ella vuelve a levantarse y camina hacia atrás, hasta que choca conmigo. En ese momento, su mano vuelve a comportarse de forma nerviosa; o yo estoy loco o la evidencia está llegando a un punto ridículo. La agarro sin más dilaciones y permitimos que nuestros cuerpos se fundan casi en uno. El sonido del exterior casi ni lo oigo, es más parecido al zumbido de una mosca que a un V12 al límite de rendimiento. Lo único que escucho es su corazón latiendo como un pistón mientras de su piel sigue brotando una agradable esencia a pesar de la cantidad de horas que llevamos despiertos, y de haber sobrevivido a un par de intentos de asesinato y a una vertiginosa persecución en la que saludábamos al vacío desde primera fila.

Casi sin darme cuenta (insisto en que todo se queda en nada al lado de su mera presencia) ese artilugio extraterrenal, bendecido por el mismísimo diablo, hace acto de fe con su fulgurante canto; mis tímpanos están al borde de la explosión y ella dibuja una sonrisa en su rostro que parecía haber perdido tras el desafortunado encontronazo. Su pelo roza mi boca y el agradable tacto de su cuerpo se funde con una visión casi fantasmagórica: la de 700 caballos levantando el asfalto a su paso, alumbrados por dos diminutas luces que rozan el suelo a milímetros y te miran de forma furtiva, haciéndote saber que si los miras directamente nunca los podrás olvidar. Pasa como un ave rapaz, volátil y frío como el Invierno que se aproxima a no menos de 200 por hora y con el sonido de sus turbos aspirando a varias atmósferas de presión todo el aire que lo rodea. Casi noto su gravedad atrayéndome hacia allí, aprieta mi mano con fuerza y yo, por un segundo, toco el cielo.

Ocultos tras un muro de hormigón, disfrutamos de los escasos dos segundos en los que su presencia nos hace olvidar todo lo demás; tras eso, su imponente trasera desaparece de nuevo tras los muros de un edificio y su sonido se amortigua un poco por las fachadas de los edificios con los que choca. Cierro los ojos e intento que esa melodía llegue hasta mi corazón, necesito prolongar estos instantes de vitalidad hasta el infinito, son los que me hacen sentir que sigo vivo dentro de un mundo de muertos en vida. Me separo un poco de ella pues supongo que quiere comenzar a salir de este «antro», y le suelto la mano muy despacio.

Pero algo la hace volver a presionar con fuerza haciendo que me sea imposible escapar de tan agradable reclusión. La máquina indomable vuelve a cantar a la luz de la tarde (a la par que mis tripas, que llevan 24 horas seguidas sin actividad), surgiendo de entre los tejados indómita y salvaje, dejando a sus 12 cilindros cuanta gasolina precisen y atronando nuestras almas amparado por el mismísimo Lucifer. Por donde mismo se fue, aparece de nuevo sin tan siquiera pedir permiso para entrar, y esta vez no se limita a pasar «de largo», ahora para bajo el enorme techado metálico que cubre los surtidores fuera de servicio, a escasos metros de nuestras monturas. Tiemblo al pensar que éstas nos han delatado, seguramente, sea quien sea el que se esconde tras esos cristales tintados, conoce mejor que nosotros esta zona y sabrá que esos coches no han estado ahí antes. La carrocería tiene un color indescriptible, no sabría si decir que es marrón, gris o quizá ocre… no sé, de lo único que estoy seguro es de que el trabajo de pintura del Huayra es más valioso que mi Golf y el M3 de Silvia juntos. Así que prefiero no imaginar el valor total del conjunto, yo lo tengo claro, mataría por esa «cosa».

Ella se echa hacia atrás y se da la vuelta, comienza a empujarme y al grito de: «¿Qué haces?» intento encontrar una justificación a su extraña actitud. Ella se limita a llevar su índice a los labios para ordenarme que hable más bajo. Se esconde tras de mí y un poco amilanada se refugia en mi enorme cuerpo para camuflar su presencia. Yo me apego cuanto puedo al muro y sólo por el rabillo del ojo izquierdo soy capaz de observar lo que sucede en el exterior: una cerradura se abre y la armonía perfecta de sus líneas se rompe sin mayor dilación. Una puerta del tipo «alas de gaviota» comienza a ascender con la ayuda de una mano algo envejecida. Estoy a bastante distancia pero soy capaz de distinguir sus venas marcadas y su tez deteriorada por el paso del tiempo; no es precisamente un chaval.

La puerta alcanza su punto álgido y todo se queda en silencio por un segundo (ha apagado el motor y el contacto del superdeportivo, ahora reposa sobre cuatro enormes neumáticos esperando el momento de volver a la acción). En este sepulcro momento, hasta el aleteo de una mariposa molestaría, noto su respiración tras de mí nerviosa y asustada y su mano se apoya ahora en mi espalda. Sobre el suelo, una barra de carbono se posa liviana y rígida, y sirve de bastón a su dueño. Del interior del Pagani no sale un hombre con corbata ni un enorme gorila con la denominación de «humano». Sale alguien bastante mayor, que viste vaqueros y camisa y que camina con energía y confianza a pesar de no poder doblar su rodilla derecha y de ayudarse de esa herramienta ortopédica. Es alto y su figura es bastante atlética a pesar de que tiene que rondar los 80, un tipo extraño a la par que solitario que no sabría si posicionar en el bando de los buenos o de los malos. Pero desde luego, es de admirar que aún ronde estas carreteras peligrosas y adictivas (como una buena droga), y que lo haga a bordo de una bestia que no levanta un palmo del suelo y cuyo punto más alto es su paso de rueda.

Se acerca a mi Golf, lo recorre de delante a atrás, tira el bastón al suelo y sus ojos brillan con una emoción casi infantil. Contempla horrorizado una trasera que ha visto días mejores y comienza a suspirar bastante fuerte (lo escuchamos desde aquí) mientras vuelve a la parte delantera. Se queda ahí unos segundos y prueba suerte con el tirador de la puerta. Evidentemente, no he cerrado el coche y no tiene problema alguno para acceder al interior, no sé qué quiere ni si es un loco, un curioso o el mismísimo capo de la mafia que controla todo esto, pero lo hace con completa impunidad y con los ojos empapados en lágrimas. Su rostro dice más sin pronunciar una palabra que cien años de escritura cargada de recursos literarios y metáforas innecesarias. Tiembla más de lo que el Parkinson puede producirle, desde aquí se pueden oír los crujidos de su cadera, que pide a gritos que vuelva a coger el bastón. La imagen de ser superior que tenía de él cuando bajó del coche se ha convertido en un mero espejismo de la realidad: un señor demasiado viejo, arrugado y encogido para controlar el torrente de potencia que propulsa a las ruedas traseras ese motor AMG. Sin embargo, la sensación que dio cuando nos adelantó (salvándonos de lo que parecía nuestra sentencia de muerte) no fue ni mucho menos esa, de hecho, empiezo a dudar de si realmente el anciano que tengo ante mí es quien pilotaba la «nave espacial» con matrícula.

Se queda unos minutos en el interior, mientras yo lo observo todo con bastante incredulidad desde nuestro refugio. Le describo la situación a Silvia, a la que parece faltarle tiempo para preguntarme mientras sigue imprimiendo su delicado aliento como un fino susurro sobre mi espalda. Le animo a que también ella se asome a ver el espectáculo, pero se muestra reacia a ello con todo lo que ha ocurrido y no parece estar por la labor. Él recorre con sus manos el volante, todo el salpicadero, el cuadro de mandos… sus diminutos ojos negros se iluminan y se llenan de una especie de sentimiento melancólico del que poco o nada conozco. Toquetea muchos botones, enciende las luces y las vuelve a apagar, toca el claxon y se ríe él sólo, de forma casi esquizofrénica. Yo no puedo evitar esbozar una sonrisa al contemplar una escena tan «mecánicamente tierna»; forma una especie de unión casi fraternal entre alma y motor, entre cuerpo y carrocería. Tras un buen rato ahí dentro (el Sol comienza a caer y la noche no es nada segura por estos lares), se anima a abrir la puerta y bajar de lo que casi con total certeza un día fue su coche o el coche de un allegado. Nosotros llegamos tarde a eso, él aún recordará los tiempos en los que las fronteras físicas eran más fuertes que las digitales, esos tiempos en los que un coche y unos litros de gasolina suponían la libertad más pura y sincera. Lo envidio, ahora eso no son más que recuerdos en su cabeza, pero puedo decir con certeza que la añoranza de los buenos momentos se lleva mejor detrás del volante de un superdeportivo.

Mister Solitario camina despacio, hundido por el tiempo que no perdona y se agacha a recoger su bastón apoyando su escaso peso sobre sus tobillos y desgastadas rodillas. Como en un final de película infinito, recorre los 15 metros que separan mi coche de la bestia y hace una pequeña pausa a la altura del coupé de mi compañera mientras sonríe tímidamente y pasa su dedo anular desde el morro destrozado hasta la ligera trasera. Tras esto, comienza un verdadero periplo hasta acomodarse en el interior a medida del misil tierra-tierra. Lo primero que hace es tirarse casi en plancha sobre el asiento de carbono que se apoya a 5 centímetros del suelo sobre un fino a la par que resistente chasis de carbono. Luego apoya sus brazo sobre el armazón de aluminio que lo rodea hasta la altura de las puerta y se acopla lo mejor que puede sobre la estrecha y efectiva estructura que lo sujetará cuando vuele sobre el asfalto. Se pone el cinturón y pone su bastón tras el asiento; después, sin haber aún cerrado la puerta pulsa ese botón que nos transporta a los tres (creo que no me equivoco si hablo por él) a otra dimensión donde los problemas no existen y las verjas invisibles de nuestro mundo son la diferencia entre pisar a fondo o no hacerlo. La primera explosión dentro de los cilindros hace que el suelo tiemble y que por su tubo de escape brote una mezcla de fluidos que se habían quedado acumulados en los conductos del motor. La otra puerta se abre sola (no hay nadie en el asiento del copiloto) y comienza a avanzar muy despacio con el sonido de un rítmico a la par que desapercibido borboteo, procedente del baile de pistones al ralentí esperando el momento de oscilar a la velocidad de la luz.

Cada vez está más cerca de nosotros, casi parece que vaya a pagar la gasolina que no ha echado en la ventanilla que anteriormente comenté (que está justo al lado de la que nosotros estamos). Bajo la mirada al suelo y me agacho lo más rápido que puedo para que no se percate de nuestra presencia; ella tiembla y agarra mi brazo con fuerza mientras cierra los ojos. Un par de mechones de pelo acarician mi brazo creando una agradable sensación a caballo entre las cosquillas y un simple roce. Yo no sé si tomar ejemplo a acompañarle en esos instantes de pánico o volver a erguirme para presentarme a ese hombre que aunque viejo, podría iluminarnos con su sabiduría y explicarnos un poco mejor qué demonios está pasando en un planeta que parece haber perdido el Norte. Opto por lo primero, prefiero quedarme con la duda a que me mate la certeza, él parece haber parado su flamante deportivo justo enfrente de nuestra posición; los segundo pasan y el ronroneo se hace cada vez más inaudible, pero el charco de una gotera cercana a nosotros sigue dibujando esas pequeñas ondas que produce el sonido en su superficie y que me indican que sigue ahí. Nos miramos fijamente a los ojos sin tan siquiera respirar, ella para no hacer ruido y yo porque ese marrón intenso me quita hasta las ganas de vivir. Un escalofrío recorre mi cuerpo, son demasiadas emociones para esconderlas en 2 metros cuadros de frío suelo y no sé muy bien cómo actuar en esta situación.

Así no puedo seguir, o esa mirada acabará taladrándome el cerebro, atravesará mi sien para más tarde dejarme abandonado aquí mismo o en mitad de mi habitación (si es que salimos de esta). Es insoportable, así que cierro los ojos y giro el cuello hacia la ventana. El charco sigue temblando con la misma frecuencia pero mi inconsciencia adolescente me hace pensar que ya no está aquí (o al menos eso quiero pensar yo para huir cuanto antes de una situación soñada y temida a partes iguales desde que la conocí), tenso mis cuádriceps y mis piernas me alzan hasta el filo de la ventana. Vuelvo a abrir los ojos esperando no encontrarme más que soledad y decadencia al otro lado de la pared. Pero lo que me encuentro no es eso ni de lejos… una piel abrupta y carcomida por la erosión del aire me espera con sus ojos del siglo pasado clavados en mí. Debería gritar pero me quedo sin habla, mi prioridad es moverme un poco hacia la derecha para ocultarla a ella, a mí no sé muy bien qué me depara el futuro.

Agarra mi mano con fuerza mientras sigue mirándome fijamente, intento soltarme pero es imposible: ese señor mayor tiene una fuerza extraterrenal y los años sentado tras la pantalla de un ordenador me están pasando factura. Se lleva su otra falange al bolsillo de atrás, supongo que ahora viene cuando saca un arma y me dispara en la cabeza (el cine así me lo ha enseñado). Pero en lugar de eso, lo que hace es sacar algo metálico que hace ruido al llevarlo hacia mi mano. «Abre la mano», me dice mientras sigue sin quitarme la vista de encima. Cualquiera no le hace caso… así que sin titubeos sigo sus instrucciones y rezo para que duela poco. Pero en lugar de un pinchazo o una descarga eléctrica, sobre mi mano se posa una llave con el anagrama de BMW y con un aspecto bastante más actual que de las que usamos en nuestros prehistóricos modelos. De su boca no sale una sola palabra más, me suelta la mano y vuelve al coche (ahora sin dar sensación alguna de mala salud o vejez). Cierra su puerta con bastante agilidad y yo me quedo observando sus movimientos (a estas alturas es una tontería esconderse). Se aproxima al borde de la carretera haciendo caso a la señal de Stop y de repente las puertas del infierno parecen abrirse. La magnitud de la fuerza con que presiona el pedal derecho se hace latente al ver los enorme neumáticos traseros saliendo de lado en la nacional y en el cielo parece abrirse un enorme boquete entre las nubes para dejar paso a semejante torrente se potencia.


Silvia se levanta para verlo salir mientras dice: «Y esto Pablo, es el más grandioso espectáculo de la naturaleza que tus ojos llegarán a contemplar». Le sonrío y un segundo más tarde salto la pared con una agilidad pasmosa, seguramente motivado por todo lo que acabo de vivir:

– ¿Qué te ha dado? – me pregunta mientras nos dirigimos hacia los coches.
– Esto – le muestro la llave.
– Pues… juraría que ese mando pertenece a algún modelo del 2010 o 2015, no estoy segura pero lo he visto antes en algún lado… seguramente en alguna revista antigua. ¿Y para qué demonios quieres eso?
– Eso mismo me pregunto yo… Creo que lo mejor es dejarla aquí mismo.
– ¿Y eso por qué lo dices? – frunce el ceño y me mira con incredulidad.
– Lo mismo lleva algún localizador, será uno de ellos y querrán saber dónde vivimos.
– Pero, ¿Qué me estás contando? Vamos a ver, pero si ha estado a punto de cargarse a esos dos hijos de puta, ¿Cómo va a ser uno de ellos? ¿Estamos locos o la abuela fuma?
– ¿Que la abuela qué…?
– Nada, déjalo, es una cosa que dicen por ahí, un dicho popu… ¡Bueno! ¿Qué más da eso? A lo que vamos, que este tipo no tiene nada que ver con ellos, yo creo que quiere ayudarnos. No hay que desconfiar de todo el mundo… – dice mientras relaja mucho su tono, dándome una tranquilidad casi maternal.
– Tú me has enseñado a desconfiar hasta de mi sombre, no me culpes de ello…
– ¿Yo? Anda hijo, si no me conoces ni de hace 24 horas, poco puedo haberte influido.
– ¿Si? Pues que sepas que estas 24 horas…
– ¿Qué?
– Nada, déjalo. Iba a decir una tontería – me falta valentía para decírselo.
– Estas 24 horas ¿Qué? – insiste.
– ¡Joder! ¡Que nada! Mi vida no gira en torno a ti, ¿Vale?
– Vale, me lo has dejado bien clarito Pablo, nos vamos – su cara parece haberse nublado y oscurecido, al igual que lo ha hecho el día. Se da media vuelta y camina hacia su coche con la mirada perdida. Intento decirle algo, pero me quedo anclado es ese miedo que produce arcadas.

A lo lejos aún se oye a las bestia italiana creando viento entre un desierto de cemento, dando prueba de que existe con un grito eterno que va más allá de montañas y valles y se extiende desde el agua envenenada a las cumbres vírgenes y alejadas de las manos del hombre. Me meto en el coche (el asiento aún está caliente) intentando obviar el rostro de Silvia antes de verla meterse en el coche, quizá acabe de perder a lo más parecido a un amigo que he tenido nunca…

Los kilómetros pasan como las gaviotas que de paso dejan sus historias sobre los tejados, mostrando un reguero de cuentos inacabados a su paso que relatan el horror vivido sobre este mismo asfalto en forma de automóviles desguazados, cruces que recuerdan a algún fallecido del que ya se han olvidado y restos de neumáticos en curvas ciegas que van a parar a lo más profundo de un terraplén. Trago saliva a esa hora en la que el Sol comienza a perder fuerza, hoy nos hemos despertado con él y volvemos a casa con su despedida, más cansados y magullados, pero vivos. El M3 camina a saltos entre bache y bache, ambos llevamos una bajada más que considerable en la suspensión, lo que la hace rígida y sin contemplaciones a la hora de pisar un bache o pasar sobre una irregularidad de la vía. De vez en cuando el escape suelta una pequeña explosión, parece que el S14 está haciendo gárgaras mientras su dueña lo mantiene por debajo de las tres mil.

Los párpados no pueden mantenerse abiertos y todo mi cuerpo está rodeado de una especie de capa pegajosa que no huele demasiado bien y que me hace sentirme bastante incómodo. El sudor seco me baña por completo y lo único que deseo en estos momentos es que la ducha de casa tenga el agua muy fría. Los pueblos que atravesamos siguen de luto, de sus calles solo brotan nuestros propios sonidos que campan a sus anchas por todos los rincones con ayuda del eco y la reverberación. Imagino a los chiquillos jugando en los parques vacíos, columpiándose en las zonas de juego que hoy se oxidan y caminan hacia la completa degradación. Nuestro destino está en el viento, volvemos a sufrir las inclemencias del tiempo como un mal mayor y vivimos en un proceso de desaparición programada. Cada vez tengo más clara que la humanidad tiene sus ciclos, nosotros seremos cubiertos por una capa de tierra como les pasó a los egipcios, a los romanos y a los íberos. La diferencia es que nuestro mayor enemigo reside en casa, a escasos centímetros de nuestros ojos, rozando nuestra piel con sus fríos teclados y amartillando nuestra conciencia en forma de mensajes subliminales. Un día se nos hará demasiado tarde, somos una existencia milagrosa y casual que surgió en un instante de lujuria entre dos galaxias perdidas dentro de un universo en plena expansión. Somos capaces de sentir la felicidad con una mirada o de desearlo todo teniendo nada, creemos ser superiores a cualquier especie o raza, pero somos los únicos capaces de autodestruirnos sin más mientras los árboles crecen y los pájaros cantan.

Nuestro miedo no es más que una necesidad vital por sentirnos débiles, no seríamos nadie sin nuestras cuerdas invisibles que nos atan a los socialmente aceptado. Me siento ridículo ante un monitor porque alguien me ha ganado jugando a mil kilómetros de aquí, pero cuando me miro al espejo apenas me reconozco y pido a la imagen que en éste se refleja que se dé la vuelta y vaya directo a la nevera. En las cunetas se amontonan los desechos que un día olvidamos recoger y el humo de unas chimeneas lejanas me ahoga mientras siguen emitiendo su nicotismo a la atmósfera. Sólo las enormes centrales parecen tener vida, son una especie de cáncer que crece en mitad de la nada, creando una falsa imagen de esperanza que nadie ve.

Jaén es más de lo mismo, todo sigue donde lo dejamos. Se mantiene limpia e inerte, parece estéril a la suciedad y alérgica a la vida, al movimiento y a todo cuanto la perturbe de su estado de reposo absoluto. Pero sobre todo me llama la atención eso, lo limpia que está, parece como si todas las noches un equipo de mil barrenderos se dedicara a limpiar cada hoja, cada mancha y cada cosa que estorba y la mantuvieran virgen para la eternidad, esperando la visita de un Dios que no llega o se ha tomado unas vacaciones muy largas. El aire no corre y los mosquitos se esconden, me imagino las discotecas llenas de gente al borde del coma etílico mientras de las iglesias salen las familias con la ropa de los Domingos. En los callejones casi puedo ver a chavales de ojos rojos fumando todo aquello que le «pasen» y sé que en algún lugar de este suburbio alguien está viviendo su más mágica experiencia, más allá de tarjetas gráficas y dispositivos de Hardware. Hay más gente como nosotros aquí afuera, lo presiento. Sólo hay que hacer el suficiente ruido, hay que iluminar la oscuridad y buscar debajo de las piedras a nuestro alter ego que nos conduzca a un segunda oportunidad, a una etapa de la que podamos sacar algo positivo mirando los errores del pasado y buscando algunos nuevos. La perfección no es más que una ilusión, ideada por el hombre y perseguida por todos desde tiempos inmemoriales. Pero la realidad es mucho más sencilla que una medida exacta o la cantidad justa de una cosa, de estos días he aprendido que todo cuanto me hace feliz no se puede expresar con números, que conducir no se limita a un tiempo en un cronómetros y que prefiero una sensación a una cifra. Es lo único que puedo decir.

Filosofando va y filosofando viene, hemos llegado a nuestro cuartel general, ese que nos recluye y nos da cobijo mientras nos ve envejecer. Se baja para abrir la puerta del garaje, aparca en su plaza y mientras que yo aún estoy maniobrando ella ya ha desaparecido. Creo que sigue cabreada por nuestra última conversación, no soy muy de sentimientos pero tampoco necesito ser como Will Smith en alguno de sus dramas para darme cuenta de que le he hecho daño. Miro el BMW arañado y destrozado en su lateral, un dolor muy grande invade mi pecho cuando por un segundo me pongo en su piel. Para ella esto no es un juego, no son unos chapas pintadas de un color bonito ni un simple ingenio capaz de tranformar la energía calorífica en mecánica. Es un compañero que está herido, casi una parte de su ser que se ha dañado sin saber muy bien si se llegará a recuperar. Esto noche me la pasaré en vela, aprenderé tanto como pueda sobre reparación de carrocerías y le dejaré el coche como nuevo en cuestión de días. No sé si llamarlo conciencia, pero este dolor que me oprime acabará conmigo si no pongo tierra de por medio.

El reloj del Golf marcan las 7 y cuarto. El portal está ya oscuro y son las sombras las que dotan al lugar de un aspecto lúgubre y tenebroso, pero soy consciente de que allá no hay nada, por no haber no hay ni luz, así que no tengo que temer por mi integridad. Mi habitación huele peor que nunca, quizá porque mis fosas nasales se han acostumbrado a ciertos aromas que destilan buen gusto al lado de este. Busco en la red el mecanismo de una persiana (con cierto recelo a volver a engancharme a esta mierda) y a partir de una costura de un pantalón antiguo me fabrico una cuerda artesanal que me servirá de cuerda. Al penetrar la luz por primera vez en mi dormitorio todo los problemas parecen volatilizarse hacia un estado cercano al climax. Corro el cristal de la ventana y el aire fresco me libera de ese olor que cerraba mis fosas nasales llevándome a la asfixia.

Ante el ordenador las horas pasan rápido, esta noche hay Luna Nueva y la oscuridad más absurda e incómoda que haya podido presenciar inunda la ciudad. Sólo la silueta del castillo de Santa Catalina se concibe desde mi posición. Entre chapa y pintura paso la noche, con la única banda sonora de los gritos desgarrados que se hacen más latentes, si pueden, gracias a la ventana abierta. En más de una ocasión me quedo bloqueado, acompañando al silencio con toda la formalidad que puedo esperando que ella llame a la puerta en busca de consuelo. Pero mi gozo en un pozo es todo cuanto me depara en una noche que se prevé larga.

9 de Octubre

El Sol me despierta bailando al son de una baba que brota de mi boca y que atestigua casi ante notario que caí frito a eso de las cuatro de la mañana. Las vistas desde mi cuarto son impresionantes, tanto la catedral como el castillo tienen un lugar privilegiado en una postal a tamaño real y en 3D, bella y hechizante. Sin parar tan siquiera a desayunar, mi cuerpo me pide comenzar la jornada cuanto antes. Busco una muda de ropa interior, unos pantalones más «dignos» y una camiseta juvenil que combinan a la perfección con mi personalidad, o mejor dicho, con la ausencia total de ésta… Con un juego de llaves extra en el bolsillo corro escaleras abajo con unas ganas locas de analizar los daños y decidir por donde comenzar la operación. Pero en el garaje la escena es algo rocambolesca: mi Golf GTI ha desaparecido, en su lugar descansa el Evo II de Silvia y la puerta del garaje está entre abierta.

Quizá sea ella que ha decidido toquetearle algo al coche con la luz del día… pero al cruzar el enorme portón de hierro no la encuentro. En su lugar, un bella señorita de traje blanco y ruedas anchas reposa a la espera de ser maltratada. La llave parece no querer quedarse quieta en mi pantalón, así que poco puedo hacer… en el mando a distancia un botón me instiga a que lo estimule. De inmediato, la mirada más impúdida que haya podido presenciar me está insinuando que quiere guerra. Yo aún no sé por qué alguien debería darnos esto, hasta que una pequeña nota bajo el parabrisas parece darme alguna pista:

«Esto os ayudará a escapar. Evitad vías rápidas y autovías, las curvas son su ambiente natural. «

Sonrío, yo y esta maleducada señorita nos vamos a llevar bien. La llamaré «Silvia»…

Capítulo 6

Lo reconozco, poco o nada sé de esta bestia… ¿Cuántos caballos tendrá? ¿200, 300… 400? No tengo ni la más ligera idea, pero unos neumáticos el doble de anchos que los de mi Golf pueden dar una idea de lo que debe andar este bicho. Bajo el capó me da igual si lleva un motor eléctrico o un reactor nuclear; mis manos tiemblan y mi conciencia me dice que me aleje, pero hay algo dentro de mí, esa parte rebelde e indomable que me empujó a salir de casa un 8 de Octubre, que me ordena que entre en él y me dé la oportunidad de sentirme vivo.

Meto la mano en el bolsillo y busco esa llave que me conducirá a la gloria. En un mundo sin relojes poco importa el tiempo o las horas que le quedan al día, y al verme reflejado en el cristal de la puerta me doy cuenta de que mi aspecto es extremadamente desaliñado, más que de costumbre. Abro el coche y lo arranco; cambio manual de seis velocidades y tres pedales que me hacen volver al pasado por un instante: la época dorada de la automoción, esa que tanto añoraba mi padre, en la que las personas sabían conducir y las carreteras se colmaban de conductores con ganas de practicar el punta-tacón y de cambiar de marcha hasta que se acabe el día. Esto que tengo ante mí es un vestigio de aquel tiempo y con apenas dos mil kilómetros es poco menos que una joven por desvirgar que lleva esperando toda una vida por este momento. No merece ser llevada por estas manos poco cuidadas y por unos ojos que aún tienen legañas en las pestañas.

Lo dejo arrancado al ralentí para escuchar su fino susurro mientras me meto en la ducha. Subo al tercer piso en un suspiro y mi cuerpo, aunque fatigado, parece estar disfrutando de su nuevo ritmo de vida. Él no es más que un lobo que ha permanecido escondido tras la piel de un cordero muy gordo durante más de una década, pero ahora se está merendando a todas las ovejas de la manada y en no mucho tiempo estará preparado para rodar al máximo, como el seis cilindros de un 911 o un GTR. El agua congelada despeja mis ideas y me hace gritar no muy bajo mientras ésta llega a las partes más «sensibles» de mi cuerpo. Apenas queda jabón en un bote que debe llevar años sin abrirse, incluso hemos descuidado nuestra higiene en beneficio de la tecnología y el progreso. Quizá (por no decir seguro) ella tenga la sana costumbre de tomar un baño con bastante frecuencia, eso explicaría su agradable aroma… La camiseta parece que entra mejor con los poros reducidos a nada por la acción del frío intenso, mi piel está tersa y noto algo duro pero no rígido bajo la piel, son mis músculos que intentan aflorar a la superficie.

Cinco minutos, eso es lo que he tardado en convertirme en una persona nueva. Ya bajo las escaleras, raudo y veloz con el contoneo del 6 cilindros llamándome en la puerta del portal. Noto el aire, ahora más fresco que nunca, chocando contra la piel pura que como la carrocería del GTI, había quedado cubierta por una capa de roña casi tan densa como la epidermis que bajo ésta habitaba. Él está allí, con su inmaculado traje blanco, con apenas un puñado de kilómetros en el odómetro y con muchas, muchas ganas de ser exprimido. Sus faros parecen querer salirse de la carrocería, tiene una mirada muy intimidante (aunque jamás superará a la del E30) y unas ruedas enormes que parecen limar los pasos de rueda hasta lo mecánicamente posible.

Con cierto recelo (pero con mariposas en el estómago) agarro el tirador de la puerta, y un pequeño «click» me confirma que puedo acceder al interior. Al abrirla, una bocanada de aire con olor «a nuevo» entra por mis fosas nasales, y aumenta (en la medida de lo posible) aún más las ganas de meterle mano. Apoyo mi trasero sobre un asiento que sujeta mi cuerpo con consistencia pero sin llegar a ser agobiante, una pantalla en el centro con el logotipo de BMW me da la bienvenida a un mundo de tecnología desconocido hasta ahora por mí dentro del mundo de la automoción. Todo son botones y ruletas con las que controlar diferentes parámetros, incluso en el volante llevo multitud de cachivaches para controlar cosas que desconozco… a mi derecha el lugar del copiloto está vacío, y eso me hace recordar que Silvia a desaparecido del mapa y con ella mi Golf. No sabría decir con exactitud dónde se encuentra, pero algo me hace sospechar que estoy a 23 kilómetros y 700 metros de ella, combinando conducción por ciudad, una carretera comarcal y 5 km de nacional con largas rectas y curvas muy rápidas… ¿Se puede pedir más?

Juego un poco con los botones del centro y observo cómo éstos controlan lo que se ve por la pantalla del salpicadero. Antes de partir tengo que estar seguro de que el coche no representa ningún peligro, y a pesar de no tener muchos kilómetros, seguro que puedo sacar algo en claro de su dueño investigando qué tiene guardado en la memoria del equipo. Pero por más que busco en las diferentes carpetas el disco interno parece estar completamente vacío, excepto por un archivo que se esconde en el apartado de música. Una única canción, de 4 minutos exactos de duración y con un ritmo algo alejado de la tradicional melodía de fondo de los videojuegos de coches; no sabría como describirla, sólo son unos tambores sonando de forma reiterada y repetitiva, con una base de música electrónica como acompañamiento y alguien cantando de fondo en inglés. No me pregunte por su autor o por el título, sólo sé que suena a gloria y que me incita a meter primera y huir de aquí sólo por el simple hecho de conducir.

Así que, con esta obra maestra de fondo y con una joya de la ingeniería bajo el pie derecho, suelto el embrague y comienzo a rodar con la única compañía del Sol de primero hora de la mañana. Esto es otro mundo: las marchas entran solas y no hay que meterlas «a martillo» como en el mío, el tacto del volante es poco menos que una experiencia religiosa y no hay mejor sensación que el sonido de unos enormes neumáticos girando a toda velocidad de fondo. Por el centro de Jaén prefiero no hacer el cabra, cambio a apenas tres mil revoluciones y el ruido que se intuye de dos enormes turbocompresores es apenas un lívido susurro indetectable para un oído común. Este fantasmagórico paisaje hace que me sienta muy vulnerable a cualquier imprevisto, no olvido la cara de aquel hombre apunta con su 22mm a mi frente, al igual que no olvido girar con cautela en cada esquina y mirar por el retrovisor por si comienza a perseguirme uno de esos enormes coches negros. Por otra parte, hay alguien, una especie de ángel de la guarda que intenta ayudarnos o bien tendernos una trampa en la que al menos yo estoy cayendo por completo. Puede que sólo sea un lobo solitario que haya encontrado en nosotros una esperanza para salvar el mundo que un día conoció o puede que sea miembro de otras de esas bandas/mafias que pululan por la zona a su libre albedrío.

Lo importante ahora, en cualquier caso, es que estamos saliendo de la ciudad y una inmensa nacional rodeada de un mar de olivos se extiende ante el capó del M invitándome a que siegue las ramas que sobre ella crecen con mi deportivo, que vuela a ras del suelo con un spoiler en forma de cuchilla. Como de costumbre, y aún tratándose de una villa silenciosa y muerta donde sólo los fantasmas campan a sus anchas, no me decido a dar el apretón hasta que no sobrepaso la señal de «Fin de zona residencial». Reduzco a tercera y el motor llega hasta las 4 mil revoluciones. Despiertan los turbos que aguardan el momento de comenzar a meter oxígeno en la mezcla del motor, despertando así una bestia con cierto apego a soplar por el tubo de escape gasolina de 98 octanos a un ritmo pasmoso. Pero ese sonido te hace olvidar el consumo desorbitado y la escasez de combustible, te invita a apurar las marchas hasta que los turbos estallen. De la nada surge un torrente de potencia que me empuja contra el asiento sin perder en ningún momento la sensación de control. Las ruedas chirrían al pasar a 200 por hora por curvas muy cerradas, la trasera se pone juguetona y me veo obligado a realizar continuas correcciones para no acabar en la cuneta o en el guardarrail de enfrente.

Lo reconozco, me siento Dios, ahora mismo me da igual si viene tras de mí un Audi S8, un Pagani Huayra o la mismísima Interprise, todo cuanto necesito es este motor turboalimentado que con su vorágine forma de devorar carretera convierte cualquier viaje un una anécdota espacio-temporal. La nacional se acaba y con ella el placer de estar minuto o minuto y medio con el pie a fondo mientras la velocidad sique aumentando sin contemplaciones. Esta parte es mucho más técnica y requiere de una concentración especial o una conducción en «modo abuelita» que no me venía de serie. Reduzco velocidades aprovechando al máximo el freno motor, entro completamente cruzado en algunas curvas para trazar con mayor precisión las siguientes, enlazando sobrevirajes con subvirajes y pérdidas de tracción que hacen aún más complicado el uso del razocinio y sentido común. Tras de mí dejo estelas blancas que siento dibujar a mi antojo gracias a la precisión casi demoníaca del volante que parece no fatigarse nunca, al igual que los frenos, que chirrían de forma nerviosa y algo incómoda pero que me garantizan que su rendimiento está siendo óptimo.

Los kilómetros pasan, las curvas se suceden y la distancia hasta ella es cada vez más pequeña (o eso creo). A simple vista, se podría decir que estoy alcanzando el culmen de mi vida sin haberme esforzado lo más mínimo. Los regalos parecen caer del cielo de una forma tan sistemática que cuando la lluvia cese seguramente me costará un disgusto; primero alguien con quien compartir mi pasión, luego una colección de deportivos esperando ser conducidos, después una segunda oportunidad que celebraré como un aniversario año tras año… y ahora esto.

Aparco en la puerta del desguace, no quiero que lo vea antes de tiempo. Me muevo despacio intentando no hacer ruido y me mancho las zapatillas con el polvo anaranjado que lo cubre todo. A simple vista ella no está, ni ella ni mi GTI. Así que trato de indagar un poco más, allá donde no he metido nunca mis narices trato de encontrar alguna pista de ellos. Me muevo entre motores V-Tec, clásicos alemanes y algún que otro británico diseñado para el circuito. Al fondo de la nave se escucha el ruido de un martillo y los suspiros inconfundibles de Silvia. Como una voz de ultratumba, esos gemidos con cierta carga sexual (al menos para mi perturbada mente) me llaman a investigar su origen, anclado tras un elevador y varias piezas de Golf MKII de distintos colores. Me encuentro con mi compañero de viaje despojado de todo cuanto tenía dañado, con sus restos esparcidos por el suelo y con ella golpeando con un martillo parte del subchasis para enderezarlo. Por su frente corre el sudor y en sus manos la pintura de uñas de color rosa se funde con la grasa y suciedad que la mecánica siempre lleva consigo:

– ¿Qué haces? – le pregunto mientras la observo con admiración y un tanto confundido.
– No sé, bella durmiente… ¿Tú qué crees?
– No deberías estar arreglándolo tú sola, al menos no el mío. Esto es cosa mía, mía fue la culpa de que estemos así y mía es la responsabilidad de arreglarlos… deja eso, ¡Anda!
– Pablo, corazón, esto no se arregla un jockstick y una videoconsola, aquí no vale la fuerza bruta ni la maña, se trata de saber qué tornillo apretar y cuando hacerlo.
– Seguro que algo puedo hacer…
– ¿Seguro? Pues empieza por buscar un par de faros traseros para la pelotilla. Tienes 15 metros cuadrados en los que buscar. Tienes herramientas en el carrito rojo que hay junto al S2000.
– Está bien, pero antes quisiera enseñarte una cosa… – digo mientras me llevo la mano al bolsillo.
– ¿El qué?
– Nada, déjalo – suelto las llaves de nuevo y me voy hacia el carrito para buscar un destornillador plano y una llave inglesa.

Por un puerta en el lateral, junto a un calendario de un mujer desnuda del 2027 y varias latas de Coca-cola vacías, salgo al recinto exterior del desguace donde se acumulan millares de coches ordenados a tres alturas sobre unas enormes estructuras de metal comidos por el polvo y el óxido que los carcome hasta las entrañas. Los del piso de arriba son, con diferencia, los más afectados: los que llevan más tiempo allí o son de una calidad inferior se han transformado en papel de fumar, sus carrocerías se retuercen sobre sí mismas mientras restos de cuero, plástico y materiales varios cuelgan de ellos. Hay un poco de todo, desde coches que pronto cumplirán las centena (básicamente Seat 600 y 1500) hasta los últimos vestigios del automovilismo que llegaron aquí antes de que el uso civil de vehículos se prohibiera (en su mayoría pequeños utilitarios eléctricos que fallaban más que una escopeta de feria según tengo entendido).

Pero más allá de ser frías máquinas sin sentimientos ni conciencia, lo que se ve si tratas de indagar un poco más, es vida. Son verdaderos libros abiertos que te cuentan historias perennes al tiempo y que un día dejaron su breve y delicada existencia en beneficio de un piso de ochenta metros cuadrados, un coche nuevo o un final trágico (las manchas oscuras en los airbag me forman un nudo en la garganta). Hay sillitas de niño, ambientadores de pino e incluso algún peluche que alguien dejó olvidado antes de entregar el coche a la «chatarrería». Podría parecer fácil encontrar unos faros en mitad de semejante colección de piezas… pero nada más lejos de la realidad. Si por un casual me cruzo con algún Golf, este siempre suele ser un IV o modelos consecutivos; de hecho, hasta ahora el único MKII que he encontrado tiene un gran golpe en la parte trasera que hace que el guardabarros esté a la altura del volante. Casi por casualidad, al final de una fila de unos 50 coche veo la mirada de un bifaro que me suena mucho… muchísimo. Me acerco a él, es de color blanco, y a pesar de tener los neumáticos comidos por las ratas y la pintura desconchada, parece estar intacto de chapa y pintura. Me acerco a la parte trasera y… ¡Mierda! Las luces están quitadas. A alguien antes que a mí le hicieron falta y muy bien que hizo llevándoselas; según vi en varios foros muchas piezas del GTI eran tremendamente difíciles de encontrar hace años, con lo que ahora la cosa debe de estar casi imposible.

Pero esta mañana estoy enérgico, así que sigo buscando entre un verdadero laberinto de trastos inservibles para localizar mi particular cajón de Pandora, o cuando vuelva ella me seguirá viendo como lo que soy: una depresión constante. Analizo cada centímetro de cada coche obviando el detalle de que quedan por delante aún miles de metros cuadrados donde se podría esconder la deseada pieza. El tiempo se consume y los golpes se suceden casi como los cantos de los pájaros, su insaciable capacidad de trabajo es más latente cada día, apenas duerme y aún no la he visto comer, pero tiene una fuerza sobrehumana comparable con la de cualquier atleta de élite del sexo contrario.

Algo se oye entre las enormes llanuras que rodean al desguace. Entre los olivos se intuye algo más que el aire peinando sus ramas y copas. Suena a turbo… cada vez tengo más dudas sobre la desolación de esta tierra. Quizá la soledad que en nosotros habita no es más que un casual y a nuestras espaldas, realmente, la vida continúa ajena a nuestra particular visión.

Me apoyo sobre el morro de un ZX que descansa sobre un juego de neumáticos que sirven de alimento a multitud de roedores y se cobijo a un puñado de hormigas. Cierro los ojos y lo escucho rumbo a ningún lugar y lo imagino dentro de un ambiente caótico y desorganizado que derrocha vida y el caos que ésta trae consigo. Sé lo que es conducir rápido, sé lo que es poner un coche al límite y huir de mis enemigos, pero no conozco esa sensación que tienes que sentir en la tripa cuando reduces de quinta a tercera para rebasar a un camión en un adelantamiento apurado… En fin, no debo perder el tiempo en «pajas mentales», sea lo que sea viene hacia aquí, no sé si de paso o para hacer un stop, pero a juzgar por el desarrollo de los acontecimientos apostaría por lo segundo. Intento olvidarme del tema mientras el sonido se hace más y más intenso, dejo que el destino sea el que decida. Además, el desguace es lo suficientemente grande como para pasar inadvertido.

Me vuelvo a abstraer en lo mío con tan melódica sintonía como música de fondo. El calor se hace latente a pesar de estar ya bien entrado el Otoño y me estoy empezando a desesperar, ¡no hay forma humana de localizar un Golf! Oigo un frenazo en la entrada del recinto y tras unos segundos al ralentí, apaga el motor y una puerta se cierra. A pesar de esta un poco lejos de la nave (unos 500 metros) y de tener varias columnas de chatarra por medio, en la inmensidad del silencio el sonido de unos pasos es bastante plausible. Mi instinto de supervivencia me hace correr en dirección contraria y refugiarme tras algo que me oculte. Un enorme todoterreno (un Nissan Patrol por lo que pone en las placas de identificación) me sirven de resguardo. Me acomodo, apoyo el culo en el suelo y la espalda en el guardabarros, y busco que mi respiración se convierta en un susurro que se confunda con el aleteo de una mariposa.

De repente, algo me altera, no sé bien qué es pero roza mi brazo con una delicadeza casi celestial, giro mi cabeza a la izquierda para identificarlo y sólo veo un mechón de pelo castaño que se disipa en el vacío sin posibilidad alguna de poder cogerlo. «¡Silvia!», grito de golpe cuando me viene su imagen a la cabeza. Me levanto y corro, el camino que separa el cobijo del viejo Nissan del taller pasa como un instante. Mi cuerpo responde cada vez mejor y solo las agujetas del día anterior parecen ser un impedimento para mi particular sprint final. La vida parece reducirse a un segundo que no acaba y busco sus ojos en la inmensidad de la nave. No la encuentro, trato con todas mis ganas de buscarla pero no la veo, me siento un cobarde por no haber llegado antes para avisarla… el minuto que he tardado en decidirme puede haber sido crucial. Quizá ese coche sea de uno de ellos (aunque no sonaba a V8) o de cualquier otro grupo de energúmenos que se dedica a sembrar el caos en este, mi hogar.

Aumento el ritmo de mis pasos mientras intento localizar el GTI, trato de hacer el menor ruido por si el intruso anda aún cerca. Oigo sus suspiros al fondo (menos mal, al menos aún está viva), vuelvo a caminar rápido intentando llegar a tiempo y cuando por fin consigo superar el punto muerto que crea el enorme Land Rover… me encuentro con un hombre de unos cuarenta y tantos, llevando una escopeta en el brazo de derecho y a sólo unos metros de Silvia. Me tiro al suelo y observo sus movimientos… no sé muy bien cómo interpretarlos; ella parece ajena a lo que pasa a sus espaladas y no hay un segundo en que él libere parte de la tensión. El cañón apunta al suelo pero no me tranquiliza la forma con que balancea el arma adelante y atrás. Sin previo aviso, da un paso al frente y parece prepararse para apretar el gatillo; yo no puedo más que poner mis brazos en tensión y prepararme para abalanzarme sobre él. Pero algo me hace recular: la escopeta cae al suelo y el señor de tejanos y camisa a cuadros dice: «Espera que te ayudo con eso, guapa»; luego se acerca y le ayuda a aflojar un par de tuercas. Me levanto con más tranquilidad, vuelvo a respirar profundo y creo que ha llegado el momento de presentarse.

Me asomo con recelo por el vértice trasero del 4X4 inglés, Silvia se gira y dice:

– ¡Ah, mira! Ahí está el otro invasor de tu taller.
– Asómate chaval, que no muerdo – dice él mientras vuelve a recoger la escopeta.
– ¿Está seguro? – digo mientras me acerco y le extiendo la mano – Soy Pablo, encantado.
– Joder Pablo… cualquiera diría que llevas toda la vida presentándote – ella sigue dejándome en mal lugar de esa forma que me encanta (cualquier cosa proveniente de esta criatura me parece perfecta).
– Yo hago lo que veo en las pelis, a mí no me preguntes.
– En fin… ¿Has encontrado eso? – dice mientras me sonríe con una mezcla de pena y complicidad.
– ¿Qué se supone que buscáis, chicos?
– Los faros traseros de un MKII, como ve estos son irrecuperables… – mientras señala a la trasera de mi pobre Golf que, a estas horas de la mañana, está completamente descuartizado.
– Buff… esos ya eran difícil de localizar hace unas cuantas décadas, ahora es casi imposible. Este ha sido el GTI por excelencia: barato, divertido, fiable y, en teoría, con piezas de recambio. Pero con el tiempo llegó a ser el más codiciado de cualquier desguace. Conforme nos entraba uno, venían unos diez o quince jóvenes de toda la provincia y en media hora lo había dejado en el chasis… eran buenos tiempos. En fin, chico, acompáñame a ver si encontramos algo en el almacén.

A la altura del S2000 (está destapado, lleva un kit de carrocería impresionante, se ve muy gordo) hay una puerta de chapa que había obviado hasta ahora. Miro un segundo hacia el exterior, hay un Megane RS aparcado que es supongo que será el turbado que he escuchado y falta un coche en la colección: el Toyota GT-86. Saca un manojo de llaves del bolsillo y la abre, enciende una luz parpadeante y entra mientras me invita a pasar. «Joder, hacía años que no me pasaba por aquí y aún tengo luz… ¿No te parece increíble?» me dice él, yo le asiento con la cabeza y me limito a alzar la vista al ver todo lo que se esconde allí adentro. Ante nosotros se extiende una enorme sala llena de estanterías metálicas donde reposan todo tipo de piezas para coches, desde conductos de todo tipo hasta parachoques, pasando por motores y llantas de todo tipo. «No sé por qué has buscado allí afuera, no hay más que chatarra oxidada ya. Todo lo que tiene un mínimo de valor está aquí adentro», sigue hablando mientras que me mantengo anonadado por la ingente cantidad de material que hay aquí adentro, las estanterías se alzan unos 15 metros hasta llegar al techo y hay algunas cosas que me pregunto cómo demonios habrán conseguido llegar aquí:

– ¿Es usted el dueño de este lugar? – le pregunto sin vacilaciones.
– Eso dicen… ¿Y tú de dónde has salido? – me pregunta mientras apoya su mano en mi hombro.
– Soy vecino de Silvia, he estado toda la vida metido en casa pero hace no mucho me atreví a salir y aquí estamos…
– No te alejes de ella, tiene una valentía que ya la querría para mí. Su padre era de los pocos que aguantaron en la resistencia, se quedó aquí cuando la mayoría huimos… a saber dónde andará. Y ya sabes que eso es una cosa que se tiene o no se tiene, y esta chica lo lleva en los genes. Por cierto, ¿Qué le ha pasado al Gol, le diste más caña de lo debido?
– Fueron ellos, los de los coches negros – trago saliva -. Comenzaron a perseguirnos, creo que querían matarnos. Aún no entiendo como el gobierno quiere acabar con sus ciudadanos.
– ¿Gobierno? – se ríe a carcajadas, incluso tose – ¡Cuánto te queda por aprender, hijo mío!
– ¿Qué le hace tanta gracia? ¿Acaso no llevo razón?
– ¿Razón? Ni un poquito… aquí no hay gobierno muchacho, hace tiempo que esto dejó de ser un país como tal.
– Y si no es un país… ¿Qué se supone que es? ¿Y por qué nos intentan meter miedo para que no salgamos de casa?
– Es una larga historia – dice mientras se da la vuelta y se hace el loco.
– Tengo todo el tiempo del mundo…

Es ese momento se oye el ronroneo de otro coche. Giro la cabeza y miro hacia la puerta, es el GT-86 que se para junto al Renault. ¿Qué me he perdido? En teoría somos tres personas, hay alguien más dentro de ese coche y a este hombre parece no preocuparle lo más mínimo. Yo lo miro un poco escéptico, y lo acompaño (si a él no le preocupa, a mí menos). Silvia tampoco parece despistarse lo más mínimo de su tarea así que decido seguir con la conversación:
– Bueno, ¿Y ahora dónde vive?
– No creo que sea el momento de decíroslo. Digamos que estamos a salvo.
– ¿Estamos?
– Sí, mira, os presento. Esta es mi hija Cintia – alguien atraviesa la puerta del almacén. Es una chica bastante joven, medirá un metro setenta y es rubia -, a ella también le va esta mundillo, y tenía ganas de probar el Toyota.
– Lo habéis dejado francamente bien, va muy fino – tiene los ojos azules y se retira los guantes de cuero negro que lleva para conducir. Los usa para darse aire y parece algo cansada por el estrés al que ha sometido el coche -. ¿Qué ruedas lleva?
– Pues… pues, es que… – como de costumbre, yo y las mujeres guapas no acabamos de encajar. Me quedo un poco empanado, no esperaba que apareciera un nuevo componente en el terceto – Yo no lo he tocado, ha sido Silvia.
– ¿Silvia es… ella? – dice señalando al taller y mirándome con algo de asco.
– Sí, la misma. Es una artista, habla con ella, te sorprenderá ver lo que sabe de coches. Ha estado cuidando todo esto en nuestra ausencia – interrumpe su padre.

Se da media vuelta, y a expensas de llevarme una buena ostia (no entiendo mucho de relaciones sociales, pero creo que este gesto no está bien visto a los ojos de unos padres), me quedo mirándole el culo. Es realmente preciosa… y yo pensando que aquí afuera no había nada interesante:

– ¿Y por qué han venido? – retomo la conversación con este enigmático caballero.
– Verás, donde estamos vivimos francamente bien; estamos relativamente seguros y tenemos lo necesario para poder disfrutar de nuestra pasión. Pero cada vez tenemos menos medios y hay muchas piezas que necesitamos. Hemos venido a buscar algunas cosillas… ¿Sabes? – tengo los ojos abiertos como platos. No tenía ni la más ligera idea de que ese sitio existía.
– Escuche… – una bombilla se enciende en mi cabeza – ¿Y por qué no nos lleváis con vosotros?
– Pues, es una posibilidad – de repente frunce el ceño – ¡No! ¡Qué demonios! Es algo com… completamente inviable – perece incluso nervioso.
– ¿Y entonces? No digo que me llevéis a mí, pero la pobre Silvia ha estado aquí durante años cuidando todo cuanto teníais y creo que se merece vivir en un sitio donde salir a la calle no implique el riesgo de acabar muerto, no se lo merece.
– Mira, hijo, ahora ando un poco liado. Hablaré de esto con vosotros a la vuelta, ¿Vale? No sé como narices esa cosa de ahí – dice llevando su mirada hacia mi compañera – ha sido capaz de mantener esto ella sola, pero ahora necesito que me hagáis un favor, creo que sois las personas adecuadas. Yo tengo que irme lejos, a un sitio muchísimo más peligroso que este, y no me perdonaría que a ella le pasara algo.
– Supongo que no habrá ningún problema – las observo hablando, parece que han hecho buenas migas -, la protegeremos como a nosotros mismo el tiempo que haga falta.
– ¿Sabes chaval? – agarra una escalera metálica y la apoya en una estantería repleta de faros que apenas se intuyen entre los montones de polvo – Sabré como recompensaros. Sólo será una semana, después no nos volveréis a ver.
– No se preocupe, estará bien. Una última pregunta.
– Dígame usted.
– ¿Todo el mundo está igual o esto sólo pasa aquí?
– ¿A qué te refieres? – me pregunta mientras baja las escaleras con un juego de faros para el Golf entre las manos (a mí me parece oro).
– No sé, me refiero a que… este «engaño» al que tienen sometido a la población ¿Es global o sólo para por aquí? Lo de la contaminación y tal, no me creo esos cuentos.
– ¿Y quién te ha dicho que no sea verdad? Mira, hablaremos de esto largo y tendido cuando vuelva – le tiemblan las manos – ¿Está bien? Mira, ¿Tú crees que servirán?

Me enseña más de cerca las luces, en principio no debería haber ningún problema. Las conexiones y todo parece coincidir. Vamos hacia Silvia para enseñárselas, siempre será bueno tener la opinión de un «profesional». Cuando llego a su altura la veo un poco apagada, lleva muchas horas trabajando y sus carótidas comienzan a estar rojizas, siendo éstas testigo mudo de su cansancio. Por una vez intento ser comprensible y me acerco por su lado derecho:

– Creo que te hace falta un descanso – le digo muy bajito, como intentando dar intimidad a la conversación respecto a los otros dos testigos.
– Aquí hay más de una semana de trabajo, o me pongo con ello al máximo o no acabaré nunca.
– Escucha, date un respiro. No sé si ya te lo han dicho, pero Cintia se tiene que quedar unos días con nosotros. ¿Qué te parece si le enseñamos un poco cómo nos lo montamos por aquí, te vas a casa a dormir y mañana entre los tres le damos un buen acelerón a esto?
– Buff… – agacha la cabeza descansando un momento su cuello, que lleva horas extendido buscando la mejor visión debajo del elevador – está bien, pero mañana me tienes que ayudar – sonríe.
– Parejita – un escalofrío baja por mi espalda -, me tengo que ir ya – dice el hombre de nombre desconocido.
– Está bien Juan, voy a lavarme un momento las manos y nos vamos todos a la vez.

Esperamos pacientes en la puerta a que ella salga. Yo me apoyo sobre el M expectante, mientras Cintia guarda el GT86 dentro del taller. Juan (he llegado a la conclusión de que así es como se llama, llámame genio) arranca el Megane de un solo escape y busca algo en el maletero. Tras unos minutos, Silvia sale transforma en una nueva persona y completamente liberada de su aspecto grasiento y cochambroso que el trabajo le había dejado. Le ofrezco las llaves, a los que me responde con un «ni de conducir tengo ganas, dale caña a esta cosa que, por cierto, aún no me has explicado de dónde la has sacado». La primera en entrar es nuestra protegida, que se sienta en uno de los aparentemente incómodos asientos traseros. Me siento tras el volante y a los dos segundos es ella y su agradable aroma a jabón de manos quien entra. Toquetea con la delicadeza que le caracteriza todos los botones y tras un par de minutos acaba con todos.

Arranco, me dispongo a engranar primera cuando una mano se apoya en la ventana:

– Ey, ¿Qué pasa? Ni despedirme de mi hija me vas a dejar – ésta busca un hueco entre mi asiento y el marco de la puerta para darle un beso a su padre, con cierta tristeza. Se mantiene muy cerca de mí y soy capaz de apreciar todos los matices del perfume que lleva. Giro la vista y veo a Silvia, que observa con cierto recelo la escena.
– Pues nada Juan, no se preocupe que la niña está en buenas manos.
– No me cabe la menor duda – engrano primera – ¡espera un segundo! Creo que esto os será útil.

Al principio soy algo reacio, pero al final la termino cogiendo y la guardo en la guantera del acompañante mientras ella la mira horrorizada. Nunca antes había tenido una en mis manos y la sensación es ciertamente contradictoria. Suelto embrague y dejo atrás el recinto sin poder olvidar su rostro al verla. Apoyo mi mano en su muslo tras cambiar a tercera (todo muy tranquilo, ya no tengo ganas de achucharle al BMW) y le digo: «Corazón, no tienes de qué preocuparte. Las pistolas no son peligrosas, lo son las personas que no le tienen respeto».

Capítulo 7

Su mirada la delata… algo le pasa, algo más allá de todo lo que tenemos encima. Por el espejo retrovisor veo a Cintia mirando al horizonte, dejándose las retinas en ver lo que hay más allá de los olivos que se distorsionan por la velocidad. Dejo mi vista en el frente, intentando calmar un ambiente tan denso que se puede cortar con un cuchillo, ese arma parece arder en la guantera y la poca inocencia que me queda arde con ella. Será miedo o quizá incertidumbre, pero me tiembla todo. Varias preguntas me asaltan en lo referente a qué sucederá en un corto-medio plazo. Juan ha aparecido de la nada y nos ha dejado a su cargo a su hija como si nos conociera de toda la vida y ha vuelto a desaparecer del mapa sin más dilaciones. Quizá sean erróneas mis conjeturas de adolescente asocial, pero algo me huele muy mal en esta historia…

El M se transforma en una especie de torre de Babel, permanecemos mudos ante el silencio, cada uno habla un idioma radicalmente opuesto al de los otros dos y preferimos permanecer callados a romper la tensa calma que lo invade todo, sólo el 6 cilindros de la bella máquina que piloto pone la voz cantante en esta historia. Es un placer más que una obligación hacer de conductor, apenas controlo eso de cambiar de marcha sin brusquedades pero prefiero mantener mi mente ocupada en coordinar mis movimientos, así tendré una excusa para no hablar.

Los kilómetros pasan más lentos de lo que nunca lo han hecho, no me siento confiado ni mucho menos a gusto, nuestras dos nuevas compañeras de viaje han traído consigo algo que ha roto esa extraña química que había entre Silvia y yo. Las sombras de los olivos comienzan a alargarse sobre el desgastado pavimento, conformando una especie de textura a rayas que me hace sentir sueño. Fijo mi mirada en los dos tonos de la carretera, y voy bajando los párpados hasta que casi cierro los ojos. Noto un leve roce en mi mano derecha: es ella, que me mira preocupada, sabiendo que me puedo caer rendido en cualquier momento. «¡Tranquila!» le digo, «te estaba poniendo a prueba jejeje…». Ella suspira, no dice nada y apoya el codo en el marco de la puerta mientras dirige la vista al exterior. Hay algo que la tiene intranquila, parece como si no quisiera que los kilómetros pasaran, como si quisiera quedarse allí para siempre. Cambia todo el rato de posición en el asiento, no se queda quieta más de cinco segundos y todo cuanto hace es morderse las uñas y aguantarse las lágrimas…

Anochece al entrar a la ciudad, no hay una farola, una luz o un arcángel que ilumine la urbe, sólo la mirada intimidadora del coupé perlado y los ojos brillantes de ella iluminan la noche como faros perdidos en la inmensidad del océano. Las calles, peinadas de una capa de polvo y arena, son una verdadera pista de patinaje para los enormes neumáticos traseros y la juguetona trasera de la bestia… casi sin quererlo, me permito la licencia de pasar de lado las esquinas, algunas a 60 o 70 kilómetros por hora en tercera sobre las grandes avenidas de la zona «nueva», y otras en primera desde parado, peinando los muros de las humildes casas de La Magdalena y el casco antiguo. El sonido, celestial como no podía ser de otra manera, nos adelanta, haciéndome creer que me encontraré con otro BMW cruzándose al final de la calle. No puedo evitar soltar una carcajada al ver como dibujo marcas negras sobre el asfalto, el humo gris se transforma en rojo al llegar a la altura de las luces traseras y sólo cuando me da por mirar por el retrovisor del centro me doy cuenta que no voy sólo.

Cintia me mira con una sonrisa, más bien por compromiso que otra cosa, esperando a que lleguemos a su nueva morada, o bien a que al menos pare de hacer el imbécil por un rato. Yo me pongo serio y dejo de reír, meto cuarta sin haber pasado apenas los 40 por hora subiendo la Avenida de la Estación (el coche va a tirones) y permanezco en silencio y cabizbajo, avergonzado de un comportamiento más propio de un niño que de un adulto con una esperanza de vida de 30 años gracias a la comida empaquetada. Tras unos segundos sintiéndome más incómodo de lo que lo he estado en dos décadas, escucho una especie a mi derecha. Silvia comienza a reír siendo ahora ella la que parece hacer el ridículo… pero al instante nuestra nueva compañera protegida de ese rubio platino que parece emitir luz propia la acompaña de una forma igualmente coercitiva. Siento un calor intensísimo por toda la cara, como si me fuera a reventar la cabeza:

– Uy, mira, si nos ha salido vergonzoso el chaval – dice Silvia mientras apoya sus manos sobre el abdomen para que los abdominales no se «gripen» de tanto reír.
– ¿Qué dices tú? ¿Vergüenza de qué? – digo yo un poco alterado (aunque por dentro estoy contento, al menos he acabado con el incómodo silencio que se había formado).
– ¡Que estás rojo como un tomate, chiquillo! Pero que no pasa «ná», hay gente que tiene amigos invisibles y tú haces invisibles a tus amigas… sigue disfrutando de la conducción. Yo estoy curada de espanto, y me da a mí que Silvia también, ¿Verdad?
– Hombre… yo de este tío no me fio ni un pelo, lleva conduciendo dos o tres días, pero eso sí, lleva años y años bajando en Nürburgring de los 7 minutos tras la pantalla y algo se le nota. Pero vamos, que es un muñones – me guiña un ojo, devuelve la mirada a Cintia y mira hacia delante con una sonrisa malévola.

«Os vais a enterar» pienso mientras que terminamos la avenida (partida en dos por unos raíles por las que nunca pasó un tranvía). La calzada se estrecha y comienzan los adoquines que se extienden hasta las mismísimas puertas de la catedral. Reduzco a segunda y piso a fondo, ella se agarra con miedo al freno de mano y noto la mano de Cintia agarrándose al reposacabezas. Ahora sí que sí, empuja como no lo había sentido hasta ahora, siento el aire pasando a toda presión por el hueco de la ventana y la velocidad alcanza una nueva definición. Casi sin tiempo a pestañear, cambio a tercera tras apurar al máximo la marcha y me encuentro de frente con la cara trasera del imponente monumento de Andrés de Vandelvira. Clavo frenos, voy más rápido de lo que parece, pero por suerte si acelera rápido aún frena con más intensidad. Por suerte, los cinturones me salvan de no comerme el volante y consigo controlar el coche antes de llegar a la curva. Reduzco a segunda con los discos aún al rojo vivo y piso el acelerador a tope con el embrague pisado. Suelto el pedal izquierdo al llegar al vértice de la curva con el derecho aún pisado, el eje trasero vuela y trata de adelantar al delantero. ¡Mierda! ¡Se me va, se me va! Un golpe seco en parte de atrás parece atravesarme las costillas, hubiera preferido que fuera mi cráneo el que absorbe el impacto.

Las risas cesan y el silencio vuelve a ser la nota discordante. Ninguna dice nada mientras que meto punto muerto y freno el coche por completo con el chirrido de las pinzas delanteras. «Me cago en la puta ¡joder! Pero que putísima mierda de coche» digo tratando de echar las culpas al vengativo 6 cilindros, que me acaba de demostrar que soy indigno de su pilotaje. Me bajo del coche cerrando la puerta de un portazo, lo rodeo y me voy a la parte derecha de la bestia, esperando ver como mínimo un eje arrancado de cuajo por el ostión que ha metido la rueda contra un bordillo de casi 20 centímetros. Para mi regocijo, lo único que parece haberse dañado de verdad esta tarde-noche es mi orgullo. Sólo un pequeño arañazo en la llanta negra, en la que se puede leer «Motorsport», sirve como testigo mudo del desgraciado incidente. Miro al interior, Cintia me retira su mirada acongojada tratando de no cabrearme más, sin entender que estoy cabreado conmigo mismo, no con ellas. Sin embargo, a Silvia le importa bien poco mi enfado, lo peligroso que pueda ser en mi estado o lo que le pueda soltar a ella. Simplemente se baja del coche con su gracia natural y su «me da igual como estés».

«Parece que no ha sido nada muñoncitos… ¿Nos vamos a montamos aquí una tienda de campaña hasta que tu coche se cure?». Sin mediar palabra se da media vuelta y sube de nuevo al coche, pero esta vez lo hace en el puesto del conductor. Prefiero no hacer más leña del árbol caído y me monto de copiloto, al fin y al cabo, lleva todo el día trabajando, se ha ganado una vueltecita en la nueva máquina. Me abrocho el cinturón y dejo que saque a pasear cada uno de los 340 caballos mientras los turbocompresores resoplan por el centro de Jaén. Lleva tatuado en el rostro esa sonrisa pícara que me cohíbe siquiera de mirarla. Va mucho más rápido de lo que yo podré ir en años, y además lo hace con una seguridad plausible en cada esquina, en cada giro que el coche hace el tren trasero y el delantero parecen ser sólo uno, no hay subvirajes ni sobrevirajes, sólo velocidad controlada y ganas de no llegar nunca.

Pero casi sin darnos cuenta, volvemos a atravesar esa calle donde los hierbajos que resquebrajan el asfalto, las farolas rotas a pedradas y la oscuridad son la tónica general. Cintia tiembla de miedo al entrar por primera vez al garaje, incluso a mí me sigue pareciendo un lugar a evitar sea la hora que sea, y más aún de noche. Por allí todo sigue igual: los mismos chascos, las mismas tuberías con pérdidas varias, los mismos coches que un día decidieron convertirse en monumentos a la decadencia… sólo hay algo que cambia, y es ese precioso M3 que durante casi siete décadas ha estado surcando las carreteras de medio mundo sin mayores problemas que un par de revisiones y unos cuantos cambios de neumáticos. Ahora reposa al borde de la muerte, goteando aceite y arrastrando el tubo de escape sobre la plaza de aparcamiento…

Lo mira sin decir nada, noto como pone su cuello en tensión tratando de tragar la rabia que la mata por dentro. Hay quien pensaría que sólo es un coche, pero ambos sabemos que es mucho más que eso. Las escaleras que llevan hasta mi piso son como una pared en vertical, aunque llego a arriba el primero. Recupero el aliento y miro por el hueco que hay en el centro, esperando ver a Silvia llegar (Cintia lo ha hecho justo detrás de mí). Pasan los segundos y no aparece, así que me decanto por ir a buscarla. Bajo los dos pisos pero ella no aparece… cuando llego al garaje la veo allí, junto al BMW. Parece estar hablando sola, no se si producto del cansancio o porque realmente hay alguien más…:

– ¿Con quién hablas? – le pregunto desde la distancia, me da miedo recorrer los 30 metros de penumbra que nos separan.
– ¿Eh? Pablo… ¿Eres tú? – su voz suena entrecortado, incluso noto como su nariz absorbe alguna secreción producto del llanto – Con nadie… sólo estaba hablando con el coche.
– ¿Seguro? ¿Estás bien? – baja su mano, recorre su cintura y esconde algo en el bolsillo.
– Sí, no me pasa nada, estoy perfecta. Es por el… bueno, ya sabes – se da la vuelta, sus ojos brillantes iluminan el vacío y la manga de su camiseta le sirve como pañuelo para las lágrimas.

Volvemos a las escaleras, camina despacio, está agotada. Yo, sólo por verla sonreír, doy media vuelta y la cojo en brazos. Se agarra, al principio un poco asustada mientras me pregunta qué demonios estoy haciendo. Le digo que parecía cansada, y que así es como le voy a pagarle las horas de taller. Ambos llegamos partiéndonos de risa al descansillo de la puerta de casa, donde Cintia nos mira un poco confundida, parece no estar en la misma onda que nosotros…:

– Bueno, pues nada chicas… mañana más y mejor, descansad y por Dios, mañana no madrugues Silvia – me acerco a Cintia y le doy un par de besos. Luego me acerco a su nueva anfitriona pero rehusa, haciéndome sentir sucio por un momento – ¿Qué pasa?
– Nada, es sólo que… no puede dormir en mi casa, está todo muy desordenado, muy mal – lo dice muy seria, no parece nada vacilante -. Por favor, que duerma contigo, al menos hoy.
– Pues anda que mi cuarto… ¡Está bonito! Pero bueno, tenemos una habitación prácticamente vacía, puedes dormir ahí. Yo pensaba que dormiría en tu casa por eso de que sois chicas y tal…
– A mí me da igual – me corta Cintia -, no quiero causaros más problemas.
– No eres ningún problema, duerme donde estés más a gusto – añado yo.
– Pues ya está, duerme contigo – Silvia sigue obsesionada con que en su casa no puede dormir…
– Pues nada, buenas noches pequeña – le doy un único beso en la mejilla – que descanses. Me llevo a la huésped a sus aposentos.
– Está bien – deja de estar en tensión e incluso disimula una sonrisa en su rostro -, que paséis buenas noches.

Se abre la puerta y un sitio inhóspito, de olor desagradable y nada acogedor se descubre ante los ojos de Cintia… espero que no salga corriendo.

18 de Octubre


Los talleres han cerrado hoy sus puertas. Un japonés al que le gusta girar a la velocidad de la luz y un alemán elegante a la par que rápido vuelan sobre las carreteras desiertas, por algún lugar abandonado de la oriental Andalucía (los carteles provinciales y de poblaciones están tan sumamente desgastados y erosionados que somos incapaces de leer nada). Pero un GPS sin señales seguras nos guía hacia el Sur diciéndonos por donde nos movemos en un idioma desconocido (Silvia dice que es ruso, habré que creerla) mientras que un satélite abandonado a su suerte sobre nuestras cabezas actualiza nuestra posición en el mapa. Cintia se limita a seguirnos con un amenazante S2000 de color negro y llantas doradas, que se revoluciona hasta llegar al corte como el aleteo de un colibrí huyendo de algún depredador. Ha probado ya todos los coches disponibles del garaje, sale sin miedo al exterior y vuelve con el depósito lleno, «Si te dijera donde consigo la sopa tendría que matarte» dice intentando hacerse la interesante mientras vuelve a dejar el coche en el mismo estado que lo encontró.

Esperaba que fuera una chica repipi, maleducada y con pocas o ningunas ganas de ayudar, pero para mi sorpresa, ha demostrado ser otra gran apasionada de los coches a la que no le importa estar tres horas buscando una pieza por todo el desguace para avanzar con el GTI. Además, sabe conducir, no como yo que soy un autentico negado para eso. Hay ciertos momentos en los que pienso que todo es demasiado ideal, e incluso me planteo la posibilidad de vivir así lo que me queda de existencia… no estaría mal, la verdad. Todo cuanto tendríamos que hacer sería conducir, hacer de las calles nuestro circuito personal y restaurar los pocos vehículos que nos quedan para que el poco patrimonio automovilístico que nos queda no se pierda en la inmensidad del abandono. Sin embargo, pasear por las calles te hace sentir que no estás sólo… un ventana que se baja, un golpe tras una puerto o un grito roto en mitad de la noche que me hace estremecer me recuerdan que hay algo que no puedo obviar, en nuestra mano está cambiarlo. No podemos dejar esta hermosa y maltratada tierra a gracia de un grupo de energúmenos con traje y coches rápidos.

Por primera vez en 20 años puedo decir que he visto el mar, al menos que yo lo recuerde. Se extiende ante mí una ingente masa de agua absolutamente incomparable a nada que hay visto antes, ni tan siquiera por asomo. Me da vértigo, parece que en cualquier momento el mundo vaya a inclinarse 20 grados y toda esa agua vaya a abalanzarse sobre nosotros, ahogando nuestras voces para siempre. Ellas lo miran con indiferencia, a pesar de que ambas aseguran que es la primera que lo ven. Siguen atentas a nuestras monturas, esas a las que apenas miro y que se quedan en nada ante la majestuosidad de la madre Tierra, que hace diminuto todo cuanto a creado el ser humano.

Ese olor no se asemeja a nada que haya olido hasta ahora, no es artificial, no ha sido tocado por el hombre, es puro y virgen como el aire que baja de la sierra los días que el viento viene del Sur. Soy gilipollas, no sé cómo he podido perderme estas cosas todos estos años, las horas aquí fuera se pasan como segundo y siento que no me queda suficiente vida por delante para verlo todo, me será imposible. Como digo, cuando quiero darme cuenta, es de noche y el frío de la brisa marina traspasa la piel sin haberme aún movido del mirador improvisado en el que llevo encaramado desde primera hora de la mañana. Silvia y Cintia se han hecho unas expertas en la carretera que bordea la costa, es increíble ver el M siendo perseguido por un V-tec gritón y maleducado. Los cuervos que habitan el lugar levanta el vuelo al verlos pasar. Curva tras curva, como una de esas viejas persecuciones del agente 007, ambos bólidos buscan sus límites derrapando y apurando frenada al máximo.

Yo, sin embargo, sigo sin hacer mucho caso al espectáculo, llevo todo el día abstraído en un mar de agua, que con la noche se ha multiplicado por dos: un mar de estrellas se refleja sobre el Mediterráneo, con la Luna como único punto de referencia. Giro al verlas pasar una vez más. El sonido de los turbados surge de entre la oscuridad, así como la luz de los potentes faros que montan. En esta ocasión, es el Honda el que pasa en primera posición mientras que el blanquito que lo precede levanta el pie y para a escasos dos metros de mi cuerpo, que se encuentra apoyado sobre una valla de madera podrida. La extraña de pelo castaño, mitad niña, mitad mujer, se baja y pone su mano sobre mi hombro. De repente, el representación de la inmensidad del espacio que contemplo parece hundirse en la inmensidad del mar, todo cuanto me importa es su mano en mi hombro…:

– Hace frío por aquí… quizá allá abajo estés más resguardado – dice señalando a unas escaleras que conducen a una pequeña cala donde las olas rompen y una pequeña playa con piedras de color grisáceo se esconde del resto del mundo.
– Me da miedo, cualquiera baja sólo ahí abajo…
– Pues te acompaño, ¡Anda que el problema! – dice mientras me guiña un ojo.

Tras un cuarto de hora descendiendo los cien metro de acantilado, tropezándonos con cada arbusto y piedra que encontramos y con la única luz de la Luna en fase de cuarto creciente… llegamos a la preciosa cala, donde para nuestra sorpresa hace aún más frío. Sólo la cubre una fina rebeca que se le cae del lado derecho dejando entrever su hombro y cruza los brazos en señal de que tiene frío. «Nos sentamos ¿O qué?» le digo mientras que apoyo mi ya no tan enorme culo sobre las rocas. «Estaba esperando a que te sentaras tú, es que no tiene de que hayan puesto la calefacción esta noche» dice ella mientras se sienta sobre mi muslo. Una agradable sensación recorre mi cuerpo al sentirla sobre mí, su olor y su piel, suave como la seda hacen que quiera quedarme ahí el resto de mi vida. Su pelo me hace cosquillas en el brazo y su voz se confunde con el sonido de las olas.


Nos quedamos petrificados contemplando la belleza de la cúpula estrellada en todo su esplendor, no hay una sola luz en kilómetros a la redonda que pueda contaminar semejante torrente de estrellas. Ella comienza a hablar, me explica la historia de las estrellas más grandes que vemos. Yo miro boquiabierto tratando de retener toda la información que me brinda esta bella chica, aunque… a veces, es complicado. Algo se mueve en el cielo:

– ¡Ey! ¡Mira allí! Es una estrella fugaz… pensaba que eran más rápidas, aún así son preciosas – le digo al verla.
– ¿Una estrella fugaz? – un sonido distante pero imponente rompe en el cielo. Atractivo a la par que violento – Eso no es una estrella fugaz…
– Entonces… ¿Qué es?
– Es un avión, Pablo – el sonido se hace un poco más audible. Está increíblemente lejos y aún así podemos escucharlo.
– Pero, si los prohibieron hace mucho. Ya no se puede viajar, no es necesario…
– Es lo que nos quieres hacer creer, corazón. Pero hazme caso si te digo que el mundo sigue girando, somos demasiado pequeños como para poder hacer algo, pero si todos fueran como nosotros, una realidad bien diferente a la que conocemos saldría a la luz, créeme.
– ¿Y por qué dices eso? Seguro que podemos hacer algo…
– Pablo – para un segundo para soltar una leve carcajada -, estamos solos en este sitio. Solos tú y yo, el resto del mundo o bien sigue girando o bien seguirá encerrado en su habitación esperando un fallo multiorgánico que lo mande al otro barrio. Lo único que tenemos que hacer es sobrevivir, acoger a la gente que viene y va, y proteger nuestra vida por todos los medios, es lo único que tenemos.
– A mí mi vida me da igual, es a ti a quien hay que proteger – la miro directamente a los ojos.
– ¿Por qué dices eso? No te entiendo -seguimos con la vista fija el uno en el otro.
– Creo que tú puedes cambiar el mundo, yo soy un cobarde y no puedo hacerlo, pero tú sí eres capaz. Mi misión en este lado es la de protegerte y esperar que llegue tu oportunidad de cambiar las cosas…

Nuestras miradas están ahora más cerca, ella no dice nada pero su respiración choca ya con mis labios. No sé muy bien que intenta, pero hay algo que me apetece mucho hacer. Cierro los ojos y siento algo húmedo, juguetón y extremadamente agradable en mi boca. Es un instante que parece alagarse en el tiempo hasta el infinito, por mí que no acaba nunca…

Pero cuando abro los ojos, algo ilumina su cara. No es la Luna ni las estrellas, no es el brillo natural que desprende a cada paso que da, no, es algo parecido a lo que sale de los faros de un coche. Ella aún sigue con los suyos cerrados, agarrándome la cara con suavidad. Yo la cojo de los hombros, y la empujo hacia atrás intentando separar nuestros labios. Ella levanta la mirada extrañada, incluso cabreada ante mi aparente rechazo. Pero en seguida descubre el potente foco de luz procedente del mar, y horrorizada, me coge de la mano y salimos corriendo del lugar. Tropezamos con todo, a ella se le cae una zapatilla pero no para a recogerla. Anda sobre piedra de filos cortantes con el pie desnudo y tirando de mí:

– ¿Pero qué pasa? – le digo mientras intento seguir su ritmo agotado y sin aún haberme dado tiempo a girar la vista para ver qué cojones era esa cosa.
– Son ellos ¡joder! Corre por favor – dice entre sollozos – ¡Ah! Mierda.
– ¿Qué te pasa? – miro al suelo, sobre una roca hay una gran cantidad de sangre, es su pie… – te cojo.

Subo los casi 80 metros de acantilado que nos quedan por unos escalones por donde no pasarían dos personas. Ella se agarra fuerte a mí y levanta su cuerpo intentando pesarme menos. Todo cuanto hago es correr como no lo he hecho en la vida. Un sonido metálico se oye a nuestra espalda, me giro un momento: una lancha metálica acaba de llegar a la orilla, visualizo a un par de sombras bajando de ella. Noto algo que choca contra las rocas, justo bajo mi pie, no veo nada con ella en brazos pero sigo subiendo al sprint. Llevo todos los músculos en tensión, me duele hasta el alma y noto la sangre de su pie atravesando mi camiseta.

Cuando por fin llegamos arriba, Cintia nos está esperando, con el motor del S2000 apagado y mirando hacia el acantilado con total tranquilidad mientras nos ve subir. Abro la puerta del acompañante del M, la meto dentro y me pongo tras el volante. Le grito que se suba al coupé japonés, a lo que ella me responde con una extraña mueca y una pasmosa tranquilidad mientras aquellas cosas corren tras nosotros. La doy por perdida y salgo cagando leche de allí. Las curvas se pasan a fondo y apuro los dos carriles y el arcén de la revirada carretera para no perder ni un segundo. «¿Cómo estás?» Le pregunto mientras intentar taponar la herida con un trapo. Por el espejo sigue sin haber rastro de Cintia:

– Sobreviviré, no te preocupes. Escucha, ¿Crees que le harán algo?
– No sé… ¿Quién cojones eran?
– Los de siempre Pablo, los de siempre. No sé cómo cojones lo hacen, pero nos han localizado.

Llevamos ya cien kilómetros de viaje, he bajado el ritmo para que ella pueda tranquilizarse y se le corte la hemorragia con mayor facilidad. Circulamos por una autovía desierta, de vuelta a Jaén y viendo siluetas donde esta mañana había grandes montañas. Unas luces pequeñas y amenazantes se distinguen por el retrovisor. El S2000 nos pasa a unos 250 por hora como un verdadero misil tierra-tierra. Reduce el ritmo delante de nosotros y me pongo en paralelo a él. Tras los cristales tintados no se ve nada, pero cuando estos son bajados respiro aliviado al ver que ella se esconde tras la ventanilla. «Anda que me esperáis… » dice ella gritando para contrarrestar el ruido y los petardazos del V-tec.

20 de Octubre


¿Alguna vez has buscado una aguja en un pajar? Yo tampoco, pero la sensación tiene que ser bien parecida a la de buscar el antinieblas delantero para un M3 E30 en un desguace de una provincia principalmente agrónoma. Pero el caso es que, después de hora y media tratando de encontrarlo, encuentro una parrilla como la de los coche de rallys instalada en Escort Cosworth con una gran ostión (si no ha dado 10 vueltas de campana, habrá dado 20). Lo desmonto con ayuda de unos alicates, un destornillador y una cizalla. Tras otro cuarto de hora de laborioso trabajo tenemos una parrillada de luces «al dente».

Vuelvo al taller, donde Cintia y Silvia están liadas con el Golf mientras esperan a que llegue la primera mejora para el M3. «Chicas, mirad lo que he encontrado», nadie me responde. El taller está sólo, seguramente anden descansando un poco o habrán salido a tomar el aire. Escucho un ruido en el almacén y un quejido de esfuerzo inconfundible: es ella. Me acerco a la puerta, entro a la enorme sala y comienzo a escuchar sus pasos entre las enormes estanterías repletas de piezas. Tras recorrer dos veces de arriba a abajo el almacén, la encuentro al final de un pasillo. Sonrío, agarro fuerte la pasilla y avanzo para enseñársela a Silvia.

Todo bien, avanzo muy despacio para sorprenderla mientras que ella sigue abstraída en buscar alguna cosa en la tercera balda de la estantería. Algo me confunde, aún escucho sus pasos, y no se está moviendo. Será Cintia buscando algo en otro pasillo. Se hace más y más intenso el sonido, suena como si alguien llevara unas botas grandes o llevara tacones. De repente, una sombra surge de la misma esquina donde está Silvia, es grande y oscura y ya la he visto antes. Empuña una nueve milímetros, y mientras que ella aún no se ha percatado de su presencia, yo ya estoy petrificado viendo como apunta directo a su cabeza. Se agacha y la agarra sin demasiado cuidado del brazo: el enorme hombre de gabardina y gafas oscuras la hace levantarse y la sujeta del cuello mientras apoya el cañón en su sien:

– No se te ocurra hacer nada raro chaval, esta vez nos la llevamos – huele su pelo y pone la palma de la mano en su cara -. Esta preciosidad se va a arrepentir de todo lo que nos ha hecho.

Capítulo 8

Ella se levanta, tiembla de miedo. A sólo tres pasos de su agradable olor, su frío rostro y su pausada respiración alguien rompe esa delicada armonía. Su corpulenta figura eclipsa toda la luz, creando un halo de oscuridad entorno a esa femenina presencia que me ha acompañado los últimos días.

Su olor nauseabundo y su sudorosa piel se acercan a Silvia mientras un cañón de 8mm me sigue apuntando. Me quedo paralizado cuando veo como la agarra del pelo y tira hacia él mientras ella grita de dolor. Me caen lágrimas de rabia, no puedo soportar ver como alguien la toca y le hace daño sin que yo pueda hacer nada.

La agarra del cuello y arrastra su lengua por su mejilla mientras ésta expresa un pánico que jamás antes había visto reflejado. “No se te ocurra hacer nada, esta noche dormirá conmigo” dice él, luego lleva su boca hasta su oreja y la muerde hasta que comienza a sangrar. Ella vuelve a gritar desgarradamente, yo lloro aún con más rabia y comienzo a andar hacia él; si debo morir, será mi sangre lo último que ella recuerde de mí. Forcejea con el gigantón e intenta escaparse pero resulta imposible, su diminuto cuerpo no tiene nada que hacer ante semejante mole de despojos humanos.

Yo sigo andando, estoy dispuesto a acabar con él con mis propias manos. Camino decidido, no veo el momento de agarrarlo del cuelo y hundirle la nuez (o bocado de Adán) con la yema de mis dedos. Pero él vuelva a cambiar la posición del arma: pone el cañón sobre la boca de Silvia y se dispone a hablar de nuevo: “Si das un paso más, me matarás. Pero para que eso ocurra tendrá que atravesar el bonito rostro de tu chica primero””. Tiene un acento algo extraño, le cuesta pronunciar las “r”s. Pero en seco y veo como se va acercando a la puerta del almacén con ella agarrada del cuello y con unas gotas de sangre por el brazo provenientes de su oreja.

Yo, quieto y mudo, espero a que desaparezcan sin más mientras contemplo sus ojos por última vez, me miran con impotencia, preguntándose si de verdad no voy a hacer nada por ayudarla. La respuesta es que no, ya no volveré a verla más, nada volverá a ser como hasta ahora: ni su voz no su olor volverán a despertarme por las mañanas para llevarme hasta el taller, ni podré oír alguna de sus sarcásticas frases para mofarse de mí. El olor a grasa de motor y a gasolina lo vuelven a inundar todo: se ha ido.

Bajo la mirada con mis ojos envueltos en lágrimas. En el suelo hay un puñado de emblemas tirados, intento reconocer la marca de cada uno de ellos mientras escucho el enorme V8 arrancar: Alfa Romeo, Renault, BMW… ¡eso es!

Salgo corriendo, hay algo en nuestro pepino de la marca bávara… Está aparcado junto a la puerta del almacén, lo abro y voy corriendo hacia la guantera, hincando mis costillas en el freno de mano para tratar de alcanzarla desde el puesto del conductor. Recapacito durante un segundo mientras que mi propio pero hace que ceda la palanca y el coche empiece a moverse muy despacio por la leve inclinación. Cambio de estrategia, ya no busco la pistola; me pongo tras el volante y busco el botón de Star/Stop. ¡Mierda! ¿Dónde esta la puta llave? ¡Yo mismo la dejé aquí, malditos hijos de puta! Lo tenían todo planeado… ¿Cómo he sido tan gilipollas de no darme cuenda de nada?

La sangre me hierve, vuelvo a buscar en la guantera. El arma pesa una tonelada, me siento torpe con ella en la mano. Pero la rabia me ciega, y ella puede más que cualquier acto de cordura premeditada. Salgo afuera rápido como rápido como una centella, me acerco a la puerta y veo el potente Audi S8 deslizando su eje trasero sobre la graba del cruce. En un instante sale de allí, y sus ruedas patinan sobre el asfalto dejando su rastro en éste. Ella va en los asientos de atrás, por un segundo la veo tumbada, inconsciente, y con un rastro de lágrimas por la cara.

Grito como nunca en mi vida lo he hecho, retumba el eco en los árboles y los pájaros huyen, y mientras que la berlina exprime todo su potencial en la recta del taller, yo apunto sobre él sin ni siquiera saber como hacerlo. Son 450 caballos volando a todo trapo sobre las carreteras jiennenses, debería estar corriéndome del gusto, pero no es así…

Aprieto el gatillo por primera vez, el propio retroceso hace que se me caiga de la mano derecha y la bala impacte en un olivo cercano. Vuelvo a gritar, me agacho y agarro de nuevo la 22mm, esta vez con las dos manos y con una fuerza que soportaría el embista de un bazoka. Apunto de nuevo, esta vez en el centro de mi diana mental está su cabeza. Una gota de sudor frío resbala por mi mejilla. Tomo aire y me preparo para el impacto; ¡Pum!¡Pum!¡Pum!

Tres tiros, sólo tres tiros; el primero de ellos ha impactado en el retrovisor izquierdo, el segundo se me ha ido un poco alto, pero el tercero… ha sido preciso. Prácticamente he podido seguir el recorrido de la bala desde el detonador hasta su cabeza; certero y limpio, no se puede pedir más. Sin embargo, el Audi sigue acelerando como un galgo tras una liebre, engrana cuarta y desaparece al final de la recta entre un mar de olivos.


¡No puede ser! El cristal ni siquiera se ha desquebrajado. Parece que Murphy está haciendo de las suyas… ¡maldigo mi suerte, maldigo mis desdichas y maldigo el momento en que decidí salir de mi habitación! Esta gente sabe lo que hace, no son unos principiantes, y eso se nota. Pero eso no hará que me rinda, estoy seguro de que ella aún esta viva, sólo necesito saber donde está, y estoy seguro de que Cintia me ayudará…

Un escalofría recorre mi cuerpo, y hace que mis huesos pesen toneladas:

– ¡Cintia, Cintia! – salgo corriendo en su búsqueda – ¿Estás ahí? – un ruido detrás del M3 Evo II me hace ver que está justo allí.

Camino hacia el precioso coupé rojo, cuya puerta derecha está abierta:

– ¡Cintia! No te imaginas lo que… – no es Cintia quien está hurgando en la guantera del deportivo…. – ¿Y tú quién coño eres, eh? Te han cambiado por una tía, ¿Verdad?

La rabia me ciega. Antes de que se percate de mi presencia le asesto una patada en los riñones que bien podría partirle la columna. Los señores encorbatados no son tan elegantes cuando se retuercen en el suelo mientras sangra como un cerdo por la boca:

– ¡Hijo de puta! ¿Dónde está ella? ¿Le habéis hecho algo a Cintia?
– Drepstieki elieri… – habla en un idioma desconocido para mí.

Se queda hecho un guiñapo inútil mientras sangra más y más y se ahoga con sus propios fluidos.

– ¡Qué dónde está! ¿Y qué es esa mierda? – sostiene en sus manos una libreta rosa que ha cogido de la guantera – ¿Os habéis llevado a la rubia también?
– Dropstock urkiest… back – no aguanta más, es imposible respirar mientras tus pulmones estás encharcados. Hace un gesto con su mano, pidiendo clemencia.

¿Clemencia? ¿Acaso la tuvieron ellos cuando Silvia lloraba? ¿Acaso paró de morder su oreja cuando ella gritaba de dolor? ¿Acaso debería yo tener clemencia de alguien que si pudiera me habría matado? Echo la mano a mi bolsillo trasero, busco el arma y le digo “vas a dejar de sufrir, algún día me lo agradecerás”.

Le apunto directo a la cabeza, veo el miedo en su mirada, lo siento. Por unos segundos guiño mi ojo izquierdo y su rostro desaparece tras el cañón de la pistola… ¡Dios! Esa imagen no desaparece de mi cabeza, veo una y otra vez ese coche de color negro con los cristales empañados desapareciendo tras los olivos,, él debe sufrir. Retiro el arma mientras observo como el sudor empapa su cabeza rapada, miro hacia atrás un momento y asesto tres patadas seguidas sobre su cabeza. Aún vive, y en sus ojos no veo una segunda oportunidad, sólo me piden que lo mate pronto.

Con el primer golpe le he hundido la nariz mientras que sus gritos inundaban todo el taller, con el segundo le he destrozado la frente y continuaba chillando mientras un pedazo de cráneo le atravesaba la piel. Con el tercero he acabado con su mandíbula. Todas las piezas de su boca se han perdido por su garganta, ya no grita, sólo jadea con una respiración nerviosa y profunda. Ha llegado el momento, creo que ya ha sufrido bastante. Le apunto y sin mayor dilación… “Pablo, ¡No!” “¡Pum!”, noto su mano temblorosa agarrando el brazo en el que soporto el arma.

Despierto de mi estado de enajenación mental, mi respiración está muy fatigada, como nunca antes lo había estado. Miro a mi alrededor, todo está lleno de sangre: mis zapatillas, mis pantalones, mis manos, la tapicería del BMW, el suelo… ¡Todo!

La escucho llorando con su pulso a mil por hora (el mío también lo está) y con su aún cortando la circulación de mi brazo. Giro la vista y contemplo su rostro, empapado en lágrimas y salpicado de gotas de sangre. “¿Qué has hecho?” me pregunta horrorizada mientras yo aún trato de digerir por qué hace diez minutos estaba tan feliz buscando una parrilla de faros y ahora soy un asesino, he perdido a la única persona que he amado y tengo horrorizada a la única mujer en 200 km a la redonda que es capaz de estar más de tres minutos seguidos sin pasar su mirada en una pantalla de ordenador.

Tras unos minutos en absoluto silencio, viendo como de la cabeza del sujeto brota sangre sin control alguno como si de una especie de macabro manantial se tratara, ella, entre sollozos, se atreve a hablar:

– Creo que deberíamos deshace… – traga saliva – deshacernos de él…
– Desde luego, a este perro no voy a darle un funeral digno – la voz me tiembla, jamás había estado tan incómodo hablando con alguien, puedo oler su miedo -, pero sí, hay que hacerlo desaparecer del mapa, y nosotros con él.
– ¿A qué te refieres? – da unos pasos hacia atrás – No me hagas nada, por favor.

La miro unos segundos, su mirada no vacila, lo dice completamente en serio. ¿De verdad piensa que voy a hacerle daño? Siendo justos, yo pensaría lo mismo…:

-¡¿Qué?! No voy a hacerte nada, tonta. Me refiero a que me he cargado a uno de los suyos, seguramente querrán vengarse…
– ¿Seguro que te referías a eso? – mira al cadáver que se enfría – ¿Y dónde propones que nos metamos? Mi padre puede volver en cualquier momento… ¿Qué pretendes hacer para que nos volvamos a ver?
– Cintia, ya encontraremos alguna forma de contactar con él, no te preocupes…
– Pero… ¡Joder! – deja de llorar, se ve alterada – si ya no van a volver, tienen lo que querían, podemos estar tranquilos, debemos quedarnos aquí.
– Insinúas que…
– Pablo, ir a por ella sería un suicidio, además, seguro que ya está muerta – el estómago se me cierra, siento un dolor muy grande en el pecho al oír eso -. Lo mejor es que te olvides, cuando antes lo hagas antes podremos seguir con nuestras vidas. Ellos ya tienen lo que querían. No voy a jugarme el pescuezo por alguien que casi con total seguridad está ya en el otro barrio, lo siento.
-Con tu ayuda o sin ella lo voy a hacer. Además, en lo segundo te equivocas, aún no tienen todo lo que querían… miro al suelo, en mitad del charco de sangre está la libreta rosa, absorbiendo fluidos del fulano como si de papel de cocina se tratara.
– ¿Y eso qué demonios es?
– No lo sé – me acerco, la recojo con cuidado de no mancharme de sangre (un poco estúpido, estoy empapado) y la pongo en el techo del BMW -, pero lo averiguaremos después.

Caminamos despacio, él pesa como un muerto (nada como un poco de humor negro después de un asesinato). Y entre ramas, piedras e insectos que te pican es un tanto complicado trasladar los no menos de cien kilos del mostrenco. “No puedo más”, dice Cintia mientras se seca el sudor. “Sólo nos quedan 300 metros, estamos al lado…” le respondo mientras tiro el cuerpo al suelo. Optamos por arrastralo en vez de llevarlo en “volandas”. Su cabeza va chocando contra el suelo, las rocas y los charcos que nos encontramos a través del sendero, a pesar de estar ya “seco”, sigue dejando un reguero irregular de sangre a su paso.

Llegamos al borde de un pequeño acantilado, al fondo un río con un poco agua, pero será más que suficiente para arrastrarlo hasta que no puedan relacionarlo con nosotros. El Sol se está poniendo y su fino cabello rubio sigue salpicado de sangre, yo por mi parte parezco un extra directamente salido de “La matanza de Texas”. Su piel clara ya no brilla como lo ha hecho hasta ahora, y en sus ojos azules ya no se lee esa pureza que hasta ahora inspiraban. Yo, por mi parte, no puedo observarme a mí mismo, pero desde luego, tengo bien claro como me siento por dentro… y he de decir que de aquel niño que salió de su casa con la ilusión de conducir un rato nada queda. Ahora de él sólo hay unas manos con olor a plomo, la certeza de que no volverá a sentir la paz casi maternal que ella me transmitía y la convicción de que esa que a su derecha habita jamás volverá a confiar en él:

– ¿Quieres decir unas palabras antes de…?
– No, ¿Y tú?
. Creo que tampoco… – dice sin pensarlo demasiado.

Miro su rostro desfigurado, en el que apenas se reconocen los globos oculares y las muelas del juicio. Apoyo mi pie sobre su tripa y trato de empujarlo sin obtener resultado alguno. Vuelvo a intentarlo, pero nada. Entonces, noto como su mano se posa sobre mi hombro y comienza a empujar el cuerpo con su pie. Entre los dos conseguimos que se de media vuelta y comience a rodar ladera abajo. Mientras esto ocurre, no siento pena, no de alguien que se dedica a coaccionar la libertad de los demás a favor de su interés propio que, a día de hoy desconozco. Pero no puedo negar que por mi mente se pasen determinadas preguntas como si tenía hijos y familia, si realmente es una buena persona que “solo” está haciendo su trabajo…

En fin, que esto es como uno de esos documentales de la selva: es la ley del más fuerte, o pisas o te pisan. Evidentemente, no podemos hablar de victoria teniendo en cuenta que Silvia ya no está, sin embargo se puede decir que hemos ganado tiempo, tiempo para seguir corrompiéndome por dentro, para seguir decreciendo como persona y para valorar la vida como algo que perderé más pronto que tarde.

Lo vemos impactar contra el agua mientras pierde su chaqueta oscura y uno de sus zapatos de cuero. La corriente no tarda demasiado en comenzar a moverlo y su propio peso hace que en no mucho tiempo quede parcialmente sumergido. Nos quedamos observándolo hasta que desaparece tras un meandro, luego, sin mediar palabra, comienzo la marcha y ella me sigue.

Es en el camino de vuelta cuando comienzo a ser consciente de lo que acabo de hacer: he matado a una persona. Según he leído, la verdadera tortura para un asesino no es el asesinato en sí, sino las semanas, meses, años e incluso décadas que lo proceden. Seguramente este momento vendrá a mi cabeza día tras día, en los mejor momentos, descansando, cuando quiera comer, reír o vivir, cuando alguien me pida ayuda, cuando yo la pida… en fin, me atormentará mientras viva.

Daría mi vida por volver media hora atrás en el tiempo. Entonces sería yo quien la cogería, la llevaría tan lejos como pudiera y volvería yo sólo, seríamos ellos contra mí, un mano a mano de los de verdad. Pero por desgracia eso no pasará, ella está viajando a 200 kilómetros por hora hacia muy lejos de aquí.

Cintia camina delante, por un segundo olvido lo que pasa a mi alrededor y me centro en su cuerpo. Lleva una camisa a cuadro azul y blanca que poco hace intuir de su figura, sin embargo, lo combina con unos vaqueros ajustado que no dejan demasiado a la imaginación y que dibujan unas piernas fuertes y tonificadas. El movimiento de sus caderas me hace mirar donde no debo por unos segundos… hay algo en su bolsillo que me desconcierta:

– Cintia, ¿Qué llevas ahí?
– ¿A qué te refieres? Yo no llevo nada… ¡Y a ver donde miramos!
– No te hagas la tonta – la agarro del brazo y le doy media vuelta -. Ahí llevas algo…- se lleva las manos a atrás.

La vuelvo a agarrar de los brazos para poder acceder al bolsillo. La situación es un poco extraña, mitad tensa mitad sexual, algo difícil de explicar… Introduzco mi mano en su pantalón, y aunque me gustaría dejarla ahí hasta que terminara el día, me centro en lo que estoy buscando. Agarro el llavero y vuelvo a sacar mi mano. La pongo frente a sus ojos y me quedo mirándola fíjamente:

– Sí, muy bien… las llaves del Serie 1… ¿Qué me quieres decir con eso? – sonríe.
– Las necesitaba para perseguirlos, la había dejado puestas y tú las has quitado – sigo sin quitarle la vista de encima, creo que puedo ver por sus gestos si dice la verdad o miente…
– Simplemente cambié el coche de sitio, necesitaba sacar el Calibra del taller para probar el sistema de tracción, que me parece a mí que más que 4X4 a estas alturas se ha quedado en 1X1…
– ¿Y por qué quitaste la llave?
– Esto… Pablo, te recuerdo que yo vivo en una comunidad con más gente, y también hay algún amigo de lo ajeno, es la costumbre…
– Pues me hubieran venido muy bien para poder arrancarlo y seguirles… -digo con tono de lamento.
-Lo siento Pablo, de verdad que lo siento. Nunca habría imaginado que pasaría algo así – su mirada es limpia y sincera. Además, nadie sabía que pasaría esto…
– Tranquila, perdóname. La culpa ha sido mía por no percatarme antes de su presencia. Además, si los hubiera seguido quizá ahora estaríamos todos empotrados contra un árbol – la alejo cogiéndola de la cintura y me apoyo en su hombro, en señal de paz.

El camino hasta el taller parece un poco más corto. Sabiendo que la tengo de mi lado será bastante más sencillo, aunque eso no quita que no tengo ni puta idea de por donde empezar, pero como reza la frase que hay sobre el primer puente de la salid de Jaén hacia Madrid, “Nadie dijo que fuera fácil”. Intentaré consolarme con eso mientras busco algo por dónde empezar:

– ¿Tienes ni la más mínima idea de qué vas a hacer?
– De momento, limpiar esto – digo mientras empapo una fregona mugrienta en el charco de sangre.
– ¡Y después?
– Darle una pasadita al coche…
– En fin Pablo, cuando quieras colaborar, me avisas.
– Cintia cariño, que no tengo nada, tengo que investigar primero.
– Ok, cuando necesites algo ya sabes donde me tienes… ¿Sabes dónde hay otro fregón? – dice mientras se apoya en el coche.
– No sé, quizá haya alguno dentro, pero no te preocupes que esto lo termino yo. Pero… una cosa, ¿Sabes si hay spray para tapicerías?
– Quizá haya algo en el almacén… voy a echar un vistazo.
– Muy bien, gracias – mi pie se queda pegado con la sangre medio seca.

3 minutos más hacen falta para eliminar parte de las pruebas. Supongo que volverá en cualquier ya sea a por su compañero (que en Paz no descanse) o a por esa cocita que hay en el techo. Estoy deseando acabar para poder abrirla:

– ¡Pablo! No encuentro nada…
– Espera, ya voy a buscarlo – le digo mientras acabo con unas gotas del suelo.

Me levanto y por el camino me cruzo con ella, que me hace un gesto con las manos indicándome que no ha visto nada. Le guiño el ojo y acelero el paso… comienzo a buscar junto a las herramientas raras (véase llaves antirrobo, máquinas de diagnosis…). Entre un par de trapos roídos por los ratones me encuentro todo tipo de productos, desde Amoníaco a líquido para detallado, y por supuesto, spray par tapicerías. Lo cojo (fecha de caducidad de Mayo de 2036) y me voy con la media sonrisa para el taller. Al llegar, me encuentro a una impaciente Cintia, con los ojos abiertos como platos y la libreta en la primera página:

– Creo que deberías ver esto….
– Déjame echar un vistazo – ya puedo ver la página – ¿Y esto?
– No sé, quizá tú puedas explicármelo…
– Madre mía, esto es digno de una novela de Stephen King…

Capítulo 9

Al escueto cuaderno apenas le quedan 20 páginas, están todas arrancadas… pero es más que suficiente para que el concepto que de Silvia tenía cambie radicalmente: es muy grande.
Todas las hojas de color azul, amarillo y verde han desaparecido por completo, sólo quedan los pequeños restos que se permanecen entre las anillas y que difícilmente puedes quitar; sea quien sea quien se las ha llevado tenía bastante prisa. Comienzo a leer las únicas páginas en rosa que han dejado, no sé si porque no les interesaba o por falta de tiempo:

Fase 4: Deep Web

Todo tiene un comienzo y un fin. Muchas han sido las pistas que me han conducido hasta aquí. No estaba loca; todas esas conjeturas que había sacado hoy han cobrado sentido. Llevo años aquí encerrada, el Sol apenas se intuye a través de las persianas pero hoy ha pasado algo que lo ha cambiado todo, mañana saldré a la calle. No sé muy bien que hay ahí afuera, pero sé que nada de lo que nos cuentan es verdad, ni los niveles mortales de contaminación, ni las aguas enrarecidas ni la comida mutada. Llevamos años alimentándonos de barritas y comida empaquetada, no he conocido otra vida, pero hoy puede ser el comienzo de una nueva vida, quizá todo esto que estoy escribiendo nunca lo leerá nadie y quizá es el sueño lo que me hace ver esto de una forma más positiva… lo mismo estoy firmando mi sentencia de muerte. En cualquier caso, cualquier cosa es mejor que pasar un día más aquí enclaustrada. Es tarde, pase lo que pase, en unas horas seguiré los pasos que OjosGrises50 me ha recomendado. Hoy estoy demasiado cansada para continuar con esto, ha sido un día largo pero por fin me encuentro con fuerzas suficientes para salir al exterior…

Bueno, ahora que he vuelto (viva) de esta primera ruta por la Sierra Sur de Jaén y sobre todo, ahora que soy consciente de la oscura realidad que nos intentan ocultar los medios, me veo en la obligación moral de no volver a quedarme en mi habitación más de lo necesario. Es más, no volveré a pasar aquí más de 24 horas seguidas, los 6 kilos que he ganado desde que mi padre dejo «de funcionar» atestiguan que este sitio no me trae nada bueno y el aire limpio que hoy he respirado no da señas de contaminación alguna, mucho menos de niveles mortales.
Mis investigaciones en este submundo, ajeno al internet capado en el que nos dan «libertad», han ido más allá de lo que se puede encontrar uno a simple vista. Tras tres días esquivando todo tipo de barbaridades, desde el porno más tétrico y asqueroso hasta asesinatos y conspiraciones varias, di con un buen sitio en el que encontré algo de interés. Se trataba de una página del tipo .onion francesa, pero en la que había gente de medio mundo. Y allí, en mitad de TheDarkSmile me encontré con él o ella, su nick me llamó la atención por no estar en inglés, ruso o alemán (el 80 por ciento del foro pertenece a estas tres lenguas) y eso fue lo que me animó a intercambiar varios mensajes con, llamémoslo… él.

Era un tipo extraño, al principio me negué a creer que semejante cantidad de sandeces fueran ciertas… ¿Qué era eso de que nos habían vendido? ¿Qué razón tendrían para encerrarnos en casa sin más? ¿Qué había ahí fuera que nos querían ocultar? Sinceramente, lo cinco o seis primeros mensajes ni siquiera los leí al completo, en todos me animaba a salir a la calle y a que comprobara por mí misma que era verdad y que allí afuera se estaba más seguro que en mi propia casa. Yo pensaba que simplemente era otro de tantos montapelículas que se había cansado de lo que Internet podía ofrecerle en cuanto a morbo, sexo y demás mierda y había venido a la Deep Web buscando lo mismo que la mayoría… yo simplemente era su pasatiempo entre paja y paja, sólo quería engañarme y firmar mi sentencia de muerte.

Pero me equivoqué, este amigo cibernético terminó por convencerme, me enseñó a buscar en aquella extraña red para poder evitar en la medida de lo posible sorpresas desagradables; pude acceder a documentación reservada sólo a los de arriba, conocí gente y conseguí saber qué había más allá de nuestras fronteras… jamás me dijo su nombre, de dónde era o si sus pies habían visto «mundo», de hecho, demostró ser algo más que un simple chivato, me ha dado las herramientas y me ha permitido comprobar todo lo que él ya me dijo y yo me negué a creer, he podido incluso indagar más allá de lo que él lo había hecho…

Y bien, ¿Ahora qué? Como ya he dejado claro en las casi 100 páginas de este cuaderno, no soy más que alguien normal intentando hacer algo que se escapa de su control. Así que no estoy muy segura de lo que hasta el momento he descubierto, pero he aportado pruebas que dan algo de credibilidad a todo esto que con un poco de mala suerte, nadie leerá nunca. Con lo que tengo de momento se puede llegar a una conclusión que no está muy desencaminada, creo que puedo explicar el veto en los medios de comunicación y los gritos que se oyen por la noche, puedo explicar por qué no comemos comida de verdad y por qué nos cuentan la patraña de la contaminación, así que, ahí va:

Como prueban las primeras 10 páginas de este documento (color amarillo), todo está controlado desde fuera como bien me explicó OjosGrises50. Nos mantienen en nuestras jaulas siguiendo el ejemplo de los Nazis durante La Solución Final: tenernos a pan y agua en una cárcel haría que antes o después nos revelásemos y saldríamos a la calle. Sin embargo, como cuando metían a los judíos en la cámara de gas, ellos tratan de debilitarnos psicológicamente, nos meten el miedo en el cuerpo por casi cualquier cosa que haya al otro lado de la puerta de casa, convivimos con el olor a sudor de nuestro cuerpo que apenas cuidamos, no ventilamos nunca y creamos caldos de cultivo de microorganismos de todo tipo.
De todas formas, por si alguien tiene ganas de darse un paseo, ahí están ellos con sus coches negros, hoy sin ir más lejos he visto el primero de ellos y casi me meo encima… imponen, y mucho. Esa parte del control le toca al gobierno ruso, conductores y «liquidadores» son de allí, también se encargan del control demográfico y de eliminar a cualquiera que meta sus narices en sus asuntos (yo estoy ya dentro de ese grupo, pero de momento consigo pasar desapercibida). Por su parte, el tema de suministro de electricidad le toca a los países asiáticos, la producen para nosotros y también la exportan fuera del país… ¿Para qué tantos esfuerzos si podrían dejarnos crecer como el resto del planeta? Muy sencillo, como reza el proyecto 112.3 de la Organización de Control de Plagas Internacional, somos literalmente el mayor experimento de la historia, la Península Ibérica se ha convertido en un gran laboratorio. ¿Era necesario? Definitivamente sí.

El ser humano es, a día de hoy, la mayor plaga del mundo. Somos destructivos, avariciosos y de naturaleza parasitaria. Allá donde vamos acabamos con todo, construimos nuestras enormes colmenas arrasando bosques, mares y todo cuanta haga falta para estar aún más cómodos. En 200 años hemos multiplicado por siete nuestra población: se acaba la comida. Nosotros somos un experimento a largo plazo, y los resultados como tal, también lo son. Nací ya dentro de este sistema, así que no puedo hablar de como se vivía antes, sin embargo si puedo presagiar el resultado de este experimento: éxito rotundo. Fui de las últimas personas que nació en esta ciudad, el número de nacimientos por año se ha reducido a 0 y la gente muere cada vez más joven gracias al colesterol y la falta de actividad física. Y lo peor de todo es que no nos quejamos, de hecho, colaboramos pasivamente para que esto se exporte al resto de países, en tres o cuatro generaciones las calles de medio mundo estarán vacías y la comida dejará de ser un problema. ¿Por qué España? Bueno, eso también tiene su explicación…

– Pablo, ¡Pablo! Deja eso, están volviendo.
– ¡¿Que qué?! – pregunto alarmado.
– Oigo el ruido de un V8 tras aquel cerro – señala a la montaña sobre la que el Sol se pone -, son ellos, no me voy a quedar aquí esperando a que vengan.

La pistola me arde en la tripa, pero esta vez no voy a dejar que mi orgullo la ponga en peligro, he perdido la mitad de mí en apenas diez minutos, no voy a dejar que el único contacto humano que tengo termine en un charco de sangre… mi vida vale bien poco ahora, no me importaría morir, pero no puedo jugar con la de los demás.

– Monta en el coche, ¡Corre! – le grito sin opción a réplica.
– ¿Conduces o conduzco?
– ¿Te ves capaz? Esa gente sabe ir muy rápido…
– Pablo… antes de que tú salieras de tu habitación yo llevaba 100 mil kilómetros en el Jarama a mis espaldas – sonríe en mitad de una tensión que se podría cortar y mientras que el V8 sigue acercándose más y más.
– Está bien… ¡Vamos!


Desactiva el control de tracción y de estabilidad, «lo hacen más lento» según sus propias palabras. Sale de lado de la nave y con el Cayenne a apenas 100 metros de nosotros. Sólo rezo porque no nos alcance, en las curvas es menos ágil que el BMW pero en la recta es un enorme mastodonte, un elefante que no dudaría en aplastarnos, su frontal nos podrá mandar a la cuneta con sólo ir un par de kilómetros por hora más rápido que nosotros. Cuando aún no ha comenzado a trazar la primera curva el Porsche ya está tras de nosotros a apenas metro y medio, ¡Nos vamos a estampar!
– Dios Cintia, ¡Frena! – grito poniendo la mano en el salpicadero para absorber el impacto contra el muro de un puente que salva el arroyo.
-Aún no…

Reduce de marcha 40 metros después de lo que yo lo habría hecho y clava frenos mientras el motor sube a las 7 mil revoluciones por minuto. Sólo el cinturón de tres puntos me salva de no salir despedido por el parabrisas, veo por el espejo retrovisor cómo las ruedas traseras van completamente bloqueadas. Entrar a 180 kilómetros por hora en un curva limitada a 50 con una bestia de más de 300 caballos sin ABS es algo sólo reservado a alguien con unas manos de otro mundo, así de simple. Nuestros perseguidores, evidentemente, no han pasado la curva ni a una tercera parte de lo que ella lo ha hecho, esa enorme ballena no tiene nada que hacer; sin embargo, volar con troncos centenarios a ambos lados de la carretera no es para nada seguro, ya tengo en mi mente la imagen del M hecho un acordeón bajo un olivo.

Un par de curvas más y ya no hay rastro de ellos al echar la vista atrás. Ahora centro mi mirada en lo que hay delante, si antes no les caíamos bien ahora irán a por nosotros sin ningún tipo de piedad; así que, no sería raro encontrarse un bloqueo o con la mismísima fuerza armada rusa en mitad de la carretera si lo vieran necesario…

Volvemos a estar solos, el 6 cilindros con sonido metálico es lo único que se vuelve a escuchar entre las fachadas de Jaén, el spoiler delantero sesga a su paso cualquier hierbajo que levante más de 7 u 8 centímetros del suelo. Las heridas en el asfalto se sienten al golpear la dura suspensión y los tubos de escapes petardean dando a entender que el aceite está a esos 120 grados a los que tan bien funciona. El trato que este coche está recibiendo no es precisamente el más adecuado, no deberíamos darle «zapatilla» en frío ni deberíamos llevarlo a todo trapo por carreteras diseñadas para tractores, pero gracias a él hemos salvado el culo en un par de ocasiones; ahora quedan un poco lejos esos días en los que el GTI subía ahogado el puerto de Los Villares.

– Deja el motor arrancado un par de minutos – le digo a Cintia una vez ha aparcado el coche en el garaje -, es bueno para los turbos, alargaremos mucho su vida así.

Ella muestra una tímida sonrisa y me hace caso. Abro la puerta y salgo, observo durante un instante el Sirocco abandonado en la plaza de enfrente y miro con cierta añoranza el hueco donde normalmente aparcaba Silvia su M3 y donde mi padre dejó el Golf la última vez que pisó este sitio. Me miro las manos con la poca luz que entra por la puerta… ¡Mierda!

– ¿Qué pasa Pablo? He dejado el motor arrancado como me has dicho…
– La libreta tía… la puta libreta.
– ¿Qué? ¿Qué pasa con ella?
– Buff… – vuelvo a mirarme las manos, las tengo manchadas con el polvo rosa que dejaban las hojas sobre las que ella escribió – nos la hemos dejado allí… hay que volver a por ella.
– ¡¿Qué?! ¡Ni loca! Aquello es un comedero de buitres, no deberíamos de volver allí nunca… ya encontraré la forma de hablar con mi padre – que ella diga eso demuestra que está asustada, muy asustada.
– No sólo debemos volver a por él, también tenemos que ir a por todo lo demás… aquí no tenemos nada, ¡Nada!
– Yo no voy a volver allí, de hecho, esta será la última noche que pase aquí – dice mientras sus ojos azules comienzan a brillar más de lo debido.
– Pero – la voz me tiempla -, los coches…
– ¡Que le den por culo a los coches Pablo! ¿No te das cuenta de la situación en la que estamos por culpa de ellos? – rompe a llorar – Te acabas de cargar a un tío, Silvia ha desaparecido, nos tienen completamente identificados por culpa de vuestras batallitas y de estar todo el día yendo a toda ostia arriba y abajo. ¡¿De verdad sigues pensando en ellos?!
– Escúchame un momento, por favor Cintia. Mira, yo soy el primero que no quiere quedarse aquí, y mucho menos volver al taller. Mañana mismo nos iremos y desapareceremos por un tiempo del mapa. Sin embargo, necesito unas horas para poder seguir buscándola. No estoy orgulloso de haber matado a nadie, cargaré con ello el resto de mis días, pero eso no es razón para abandonar a Silvia, no me rendiré tan pronto.

Se queda callada durante unos segundos, me mira y se va para casa mientras murmura algo como: «Silvia, Silvia, Silvia…». Me acerco al BMW y me quedo ahí, mirando el marco y el cuentarrevoluciones con las luces naranjas. Acaricio con cautela el acelerador, apenas sube de las 2000. Aún escucho sus pasos cabreados subiendo a casa, así que cierro los ojos y comienzo a acelerar hasta que el sonido puro es lo único que penetra mis tímpanos. El ronroneo del tubo de escape combinado con las subidas hasta las 6 mil hacen que se borre de mi mente ese tiro en la cabeza, el Audi surcando la carretera con ella dentro y esa frase de «Que le den por culo a los coches». La distribución por cadena le da un aura metálico que me desinhibe, me hace mantenerme al corte de las 7 mil durante más tiempo de la cuenta. Cuando por fin decido parar y darle a mis oídos el descanso que no me piden, observo de nuevo mis manos… han cambiado de color. Ahora son azules, amarillas o verdes, ¡No sé! Me estoy volviendo loco, sacudo para quitarme todo de encima y apago el motor sin respetar los tiempos de los turbos.

Voy al portal, subo las escaleras mientras en mi cabeza retumba el estallido de un disparo que me acompañará siempre. Al entrar en la habitación, ella está ya en mi cama tratando (aparentemente) de dormir. Yo, con la ropa aún ensangrentada y con un olor corporal bastante desagradable, decido coger un pijama (me queda enorme, tengo que renovar el armario) e ir a la ducha. Paso por la habitación de mis padres, ahí siguen, muertos en vida frente a un televisor, obviando que su hijo lleva horas fuera de casa, que se ha enfrentado a uno de las mayores vergüenzas de la historia viva de la humanidad y que se ha convertido en un asesino. Al salir del baño miro con recelo la puerta de casa, trago saliva y me enfrento al último dolor del día: quiero conocerla mejor.

Asciendo otro piso más, ese al que hasta ahora nunca me he atrevido a llegar. En el rellano hay dos puertas; bajo la primera de ellas observo un halo de luz que seguramente venga de la televisión, ordenador o teléfono móvil de alguno de los muchos vecinos que están con los cinco sentidos al servicio de las nuevas tecnologías. Esa no me importa demasiado, sin embargo, la que hay justo enfrente me produce un escalofrío. Esperaba tener que llamar al timbre o al menos ver algún resquicio de vida al otro lado de ésta. Pero me encuentro con una puerta abierta de par en par, sin pestillo y sin señal alguna de haberlo tenido en mucho tiempo. No parece forzada pero aún así prefiero perder un minuto y bajar a por mi nueva novia formal: la pistola.

Agarro con tiento el pomo y la empujo sin ver apenas nada al otro lado. Por suerte, además de pasión por los coches, Silvia y yo tenemos pisos gemelos, y como tal, ando como Pedro por su casa. Una casa que está vacía. Camino en total penumbra, lo primero que me sorprende es que no parece que viviera acompañada, no hay ninguna señal de tener un padre o una madre que la esperaran al volver de sus andanzas a bordo de algún cacharro. También compartimos habitación, la escuchaba moviéndose de aquí para allá cuando aún no nos conocíamos, así que tras encontrar el interruptor e iluminar un lugar completamente solitario, me decido a franquear el marco de la puerta de su cuarto.

Desolador. Esperaba ver paredes repletas de pósters, estanterías con maquetas de coches y un montón de libros relacionados con el mundo del motor. Pero nada más lejos de la realidad, al parecer una mujer como Silvia, completamente repleta de ideas, conocimientos e historias que contar, esconde un cuarto vacío en el que apenas hay una cama y un lápiz de ojos (que nunca ha usado, al menos en mi presencia). Decepcionado, dolido o confundido (o un poco de cada una), vuelvo a mi habitación con la certeza de que nada es lo que parece y de que ella no podía vivir allí, al menos no de esa manera. «¿De dónde vienes?» me pregunta Cintia en voz baja y dulce. «Del mismísimo infierno» le respondo sin demasiadas ganas de comenzar otra discusión. Me doy media vuelta y apoyo mi espalda a la suya. Cierro los ojos e intento dormir:

– Pablo – vuelve a llamarme, tan bajo que casi ni la oigo.
– ¿Qué?
– ¿Crees que volveré a ver a mi padre?
– No te voy a engañar, no lo sé…

Capítulo 10

 

21 de Octubre


El Otoño comienza a dar los primeros coletazos en la zona Norte de la capital. Miro hacia el antiguamente conocido como el Polígono de Los Olivares (nombre original donde los haya) y apenas puedo distinguir las naves más cercanas a la ciudad por la densa niebla que lo inunda todo. Hoy el día invita a quedarse en casa, y más sabiendo que será el último día que esté en mi cuarto. Pongo el ordenador portátil que llevo años sin usar en carga y comienzo a buscar un poco más de información acerca de esa parte oculta de Internet. Con la opresión que sufrimos se me hace muy difícil encontrar algo, así que decido irme al salón (donde la persiana sigue bajada a tope) para no despertar a Cintia. Por suerte sé en qué sitios buscar y a quién preguntar, han sido muchas horas perdidas frente a la pantalla pero alguna cosa buena he sacado de todo ello… no todo iban a ser lorzas y colesterol. En apenas un cuarto de hora consigo saber qué programa se utiliza para ello y me pongo a descargarlo. Espero que con un módem y un poco de cobertura pueda conectarme a Internet allá donde vayamos, pero por si las cosas se ponen difícil quiero llevar unas cuantas cosas instaladas en esta patata.

Vuelvo a entrar en mi habitación, su larga figura sigue tendida sobre la cama dejando entrever el sujetador por el hueco de las sisas de la camiseta. Por la ventana entra un poco de luz, la suficiente para rebuscar en el cajón del armario unos pantalones cortos viejos y unas deportivas que ni siquiera llegué a estrenar. Voy a la cocina y de la nevera me decanto entre la gran variedad de cosas empaquetadas por una barrita energética de la que prefiero no mirar la etiqueta. Con el organismo engañado, bajo las escaleras, me ato la llave de casa al cordón y camino a un ritmo alegre. Tras un par de minutos con mi propio vaho cegándome el paso y tres pensar un millón de veces en volver a casa, comienzo a correr con un trote cochinero y atravieso el parque del Boulevard (donde la pendiente comienza a ponerse muy empinada). Mi objetivo es llegar a la catedral, el camino me lo sé de memoria y la verdad que con semejante silencio podría intuir el sonido de un coche a kilómetros.

Pero cuando llego a la altura del Banco de España (un coloso de hormigón que lleva lustros abandonado) prefiero evitar la Avenida de la Estación y giro a la izquierda. Comienzo así mi andadura por un calle que va paralela a ésta y que, simbólicamente, es peatonal. Alguna liebre sale asustada de entre los cubos de basura, éstas se confunden con gatos completamente «asalvajados». No hay que temerles, ellos te tienen más miedo de lo que tú les tienes a ellos, sin embargo, los ecos lejanos de unos ladridos me ponen bastante nervioso. El cansancio comienza a hacerse latente cuando noto unos pinchazos en el costado, por lo que sé del cuerpo humano: «Si hay dolor es que estoy quemando». Así que, arrastrando un paso con otro y desgastando las suelas de las zapatillas, llego a la catedral con la lengua fuera y una sensación de soledad que lo invade todo. Ojalá de esa fuente saliera agua o ese bar que hace esquina estuviera abierto… por desgracia lo más que puedo hacer es sentarme a la sombra de la titánica obra de Vandelvira hasta recuperar el aliento. Como salido de una película sobre una hecatombe zombie, aquí no hay resto de vida humana más allá de algún grafiti desgastado sobre las persianas de los comercios o los cristales rotos de la fachada. Todo está aparentemente muerto, es difícil creer que ahí dentro hay alguien, sin embargo, cuando consultas el consumo de electricidad o Internet de este sitio te das cuenta de que aquí el único que está muerto eres tú, que osas a apagar el ordenador para desconectarte de la sociedad.


Tras unos minutos reflexionando sobre qué necesito y cómo lo voy a conseguir, un rugido cercano me devuelven a la realidad. Miro hacia la izquierda: al fondo, desde una calle adoquinada que se pierde en la zona vieja de la ciudad, observo un rottweiler ladrando, rabioso y ahogado en babas. Me levanto muy despacio, tratando de no parecer asustado. Subo un par de peldaños de espaldas, sin perderlo de vista y rezando para que no se mueva. Inspecciono a mi alrededor, todo son escaparates cerrados y portales bloqueados, aquello es como una enorme plaza de toros, pero sin burladero. Así que, comienzo a caminar despacio, intentando que su potente mandíbula y diminuto cerebro no intuyan que soy un buen pedazo de comida y que, en un 80 por ciento, estoy formado por suculenta y blandita carne. Giro la esquina a acelero el ritmo. Él para de ladrar. Respiro tranquilo, se ha marchado y vuelvo a estar a salvo. Bajo por el lateral derecho del templo y trato de recuperar las pulsaciones observando un poco más los detalles que se intuyen tras el enorme muro que lo rodea. Me acerco a una verja de hierro forjado que limita el acceso a una pequeña capilla a la que hace mucho que nadie entra a rezar. Mientras trato de leer qué pone en un placa que hay sobre la puerta, noto a mi alrededor un silencio que no me gusta nada…

Al grito de «¡Me cago en la puta!» me engancho desesperadamente al enrejado y trato de despegarme del suelo mientras que el enorme sabueso roza con su cabeza la esquina y viene hacia mí a toda velocidad. Con el tiempo justo para que no me arranque un pie consigo dejar mis cachetes en la zona más alta: a un lado tengo a una criatura que sin saber muy bien por qué tiene un odio irracional hacia mí, al otro, tengo la misma caída de dos metros y un desmedido monumento al desmesurado amor hacia Dios que, a día de hoy, hasta él ha abandonado.
Viendo que mi cuadrúpedo compañero no tiene intención alguna de marcharse, decido hacer una visita cultural y así, de paso, intentar engañar a su olfato para que se vaya a buscar comida a otro sitio. A este lado del muro el aire no corre y la cantidad de hojas podridas supera el medio metro. Nadie protege semejante maravilla de las inclemencias del tiempo y eso lo noto a cada paso que doy, las hojas de la capa más baja comienzan a fundirse con el agua de lluvia formando una especie de compota de olor nauseabundo y aspecto similar al fango. Definitivamente, he estrenado las zapatillas por todo lo alto. Empujo la puerta de la capilla por si está abierta, pero no hay suerte:

– ¿Y tú qué? Hijo puta, ¿No te das cuenta que paso de ti? Además, mientras los perros no aprendáis a abrir puertas me preocupas bien poco – la mole de carne con dientes sigue reclamando mi presencia, creo que quiere darme un par de lametazos….

Doy unos pasos hacia atrás salvando como puedo la asquerosa mezcla y miro hacia arriba. A unos 5 metros de altura, sobre la puerta, veo lo que parece una ventana mal cerrada. Por delante tiene una especie de mosquitera de alambre, pero no me preocupa, para mi voluminoso cuerpo eso no es más que papel de fumar. Así que, tras usar la ornamental pared para escalar hasta ella (ayudándome de gárgolas y de cabezas de angelitos «en cueros»), apoyo mi espalda en esa cosa y cede sin demasiadas complicaciones. Caigo sobre un colchón con una buena mancha de orín y con un olor acorde con lo que veo. En el suelo, varios litros de cerveza y algún cartón de vino atestiguan que no fue precisamente el capellán de la catedral el último que pasó aquí la noche…

Al salir de la habitación no me encuentro con lo que esperaba (un pasillo que diera a más habitaciones), ante mí se abre la enorme nave central iluminada por una cúpula y por unas cristaleras que te hacen sentirte muy pequeño. ¿Quién puede abandonar algo así? Ni yo mismo lo sé… en cualquier caso, me siento un privilegiado por poder contemplar el Sol de primera hora sembrando de color las paredes de este lugar. No me puedo resistir a contemplar aquello más de cerca: una pequeña pasarela con una barandilla oxidada conduce a la zona de los bancos. Tras bajar las escaleras y fatigar mi cuello hasta la tortícolis de tanto mirar hacia arriba, centro mi mirada en el frente y visualizo el órgano en mitad de un coro de madera para no menos de 100 personas. Decido ir hacia él, hay algo en ese lugar que eclipsa incluso la belleza sobrecargada del altar y todo lo que le precede. Voy directo al teclado, los tubos de color dorado imponen y no me lo ponen fácil pero… ¡Qué coño! Imitando a un gordo y arrítmico Mozart, me pongo manos a la obra y con unos dedos de plastilina me pongo a interpretar la más soez de todas las melodías que jamás hayan sido interpretadas por este instrumento; la he bautizado como «Soledad desacompasada» y estoy muy orgulloso de ella.

Tras un par de minutos más de enajenación mental, un chirrido lejano me hace olvidarme del piano y volver al mundo real. Giro la cabeza y veo, a la derecha del sagrario, una pequeña puerta entreabierta; ni idea de lo que es pero no voy a irme sin averiguarlo. Al fin y al cabo, aquí no hay el más mínimo indicio de vida y los fantasmas no son mi talón de Aquiles.

Tras bajar otras escaleras y llegar al sótano, un par de puertas y un pequeño vestíbulo me hacen dudar: no sé cuál de las direcciones tomar primero. Por suerte o desgracia, la de la derecha está bloqueada, con lo que esta tesitura es solucionada rápidamente. Tras abrir con un poco de cuidado la puerta izquierda, me encuentro con una sala oscura en la que apenas pasa un hilo de luz. Tras adaptar mis retinas a la lobreguez, me percato de que lo que mis ojos están contemplando es, quizá, uno de los últimos resquicios de cultura virgen que quedan por aquí. Sobre una de las estanterías, repleta de grandes obras de la literatura universal, está escrito algo que me lleva a desear llevármelos todos: «El día que los hombres pierdan la conciencia, nosotros protegeremos su cordura». Como una anotación a pie de página, esos libros parecen un atajo en el camino de la vida, esto es una especie de caja fuerte cuyos protegidos nadie sabe tasar. Así pues, sé que están seguros aquí. Bajo el único escritorio de la antecámara hay una pequeña mochila que, aunque roída por los ratones (como algunos volúmenes), me ayudará a llevarme lo que quiero…

Las novelas, los libros de poemas, los cantares de gesta y demás historietas no me son de interés en este momento, pero hay tres estanterías que despiertan mi atención…: «Flora y Fauna de Andalucía», «Orografía de la Sierra Sur de Jaén» o «Agricultura Orgánica» son algunos de ellos. Como no puedo cargar con más de 5 o 6 kilos, procuro recopilar lo justo y necesario. Tras eso, me despido (de momento) de ese espacio conquistado por el polvo y procuro dejar todo tal y como lo encontré, para que pueda resistir otros mil años más, hasta que la ignorancia se vaya de estas tierras. Llevo conmigo valiosos documentos que no me pertenecen y de los que jamás seré su legítimo dueño. Así pues, mapas de principios del siglo XX, guías de medicina, de cocina y alguna cosilla más vendrán con nosotros allá donde vayamos.


Abandono la catedral por el mismo sitio que entré, tras contemplar una vez más el faraónico interior y sus imponentes columnas de mármol; subo las escaleras con cierta reticencias a abandonar el recinto y pienso aquello de «Ojalá Silvia pudiera ver esto». No sé si será por algún gato, por la acción del aire o por una cuerda que se ha roto por no saber tocarlo bien, el caso es que un escalofrío ha recorrido mi espalda al escuchar un par de notas provenientes del órgano, para ser sincero, me ha hecho acelerar el paso. Salto al colchón tratando de no rozarlo ni con la suela de las zapatillas, miro por última vez a atrás y respiro tranquilo al ver que tras la verja ya no está la cosa esa. Tras salvar nuevamente las hojas en estado de descomposición y saltar la valla por el lado más alto, me bajo los pantalones que me rozan la entrepierna y comienzo el camino de vuelta por otra ruta diferente (el plano de la ciudad que he cogido, aunque un poco desactualizado tras la última burbuja inmobiliaria, me es de gran ayuda para moverme por el centro).

Durante diez minutos corro cuesta abajo sin mayor dificultad que el peso extra que llevo en la espalda (algo que me hace sudar y quemar grasas más rápido), pero un poco antes de llegar a una zona llamada «El Pilar del Arrabalejo» (según el mapa), noto que alguien va en mi misma dirección. Al volver la vista me encuentro de nuevo con el rottweiler colérico, del cual ya me había olvidado. Acelero el ritmo hasta un sprint que espero aguantar mucho tiempo (al menos los dos kilómetros que me quedan para llegar a casa); pero aún así el enorme podenco es mucho más rápido que yo y su estilo de vida poco tiene que ver con el mío… en menos de cien metros ya está a mi lado. Y ahí se queda, acompañándome y respetando las distancias, ya no ladra y se limita a mirarme con la lengua fuera, incluso parece simpático. Pero…:

– ¿Qué llevas ahí chico? – no tengo más remedio que parar al ver su morro – ¿Qué es esto? ¿Cómo lo has conseguido?

Al principio, pienso que toda esa sangre será de alguna de las liebres o gatos que pueblan la ciudad; pero al recoger algo que le cuelga del diente mi opinión: tiene un mechón de no menos de 40 centímetros, de color rubio cobrizo y empapado también de babas y líquido espeso y rojizo. Decido dejar de hablarle, no sé de dónde ha sacado eso ni quiero comprobarlo, pero no quiero convertirme en su amigo. Sigue corriendo a mi lado, ajeno al miedo que le tengo y algo confundido por el laberíntico recorrido que le estoy haciendo seguir; a pesar de ello, el maldito continúa con su persecución y es imposible hacer que se pierda. Así que, decido coger la ruta más rápida hasta mi barrio y mientras comienzo a visualizar el parque del Boulevard rezo para que esté colmado y no tenga hambre, al menos no hasta que llegue al portal.

Mientras dejamos a ambos lados todo tipo de maleza, desde sauces hasta olivos, pasando por matorrales y flores, las liebres, ardillas gatos y demás «fauna» cruzan de lado a lado por el pequeño sendero de cemento que aún no ha devorado la naturaleza. Sin embargo este bicho no le presta la más mínima atención, ni siquiera desvía su mirada para seguirlos. Es increíble, hasta ahora sólo se ha despegado de mí tres veces: las dos primeras para marcar territorio en un par de farolas y la última para cagar un buen pastel en un trocito de algo que podría llamar «césped» en mitad de una rotonda. El cabrón está haciendo hueco y eso no me hace gracia, pero en fin, ¿Quién soy yo para juzgar la sabiduría del reino animal?

Con algún tropezón, con un cadencia elevadísima para mi rolliza constitución y con no menos de 600 calorías consumidas, llego a casa y le cierro la puerta en los hocicos (literalmente) a la criaturilla del Señor. Se queda fuera ladrando como un descosido, mostrando sus puntiagudas fauces aún manchadas de sangre. Le dedico un corte de mangas (nuestra relación ha tenido altibajos, pero lo mejor para ambos era parar aquí, antes de que los sentimientos o sus mordiscos acabaran con ella) y subo hacia el segundo con un olor agradable a la par que desconocido para mí. Al entrar noto en mi boca seca y atrofiada una sensación rara: estoy fabricando saliva involuntariamente. Con el sudor en frente y pelo y con un espumarajo brotando de mis labios, entro directamente en la cocina, donde está Cintia:

– Vaya… veo que esto es nuevo para ti – saca un trapo viejo y me quita la baba de la boca -, ¿Habías salivado antes?
– ¿Sali… qué?
– Salivado – sonríe mientras se lleva la mano a la cintura -, es una reacción natural del cuerpo al oler o probar algo que le resulta placentero, tu lengua segrega fluidos en exceso para poder lubricar mejor la comida que te vas a comer. Y eso es buena señal – se acerca a la repisa de la cocina y trae un par de platos con algo parecido a una tortilla – ¿Sabes lo que es?
– No, ¿De dónde lo has sacado?
– Son crepes, esta mañana te he visto salir a correr y he supuesto que vendrías con hambre. Hay un supermercado aquí cerca que aún guardaba alguna cosa en las cámaras frigoríficas.
– ¿Tienen una pinta impresionante? ¿Eso negro es chocolate? ¿Cómo se hacen?
– En teoría, se hacen con harina, azúcar, leche y huevos, aunque evidentemente por aquí no hay huevos ni vacas. Los precursores de las barritas fueron los productos precocinados y congelados, así que no esperes gran cosa… Si vivieras donde nosotros te podría cocinar algo en condiciones, tenemos de todo.
– ¿Sabes cocinar? – le digo mientras corto el primer trocito y me lo llevo a la boca – Y mira lo que he traído, los he encontrado en la biblioteca.
– ¿Libros de cocina y cultivo? Puede que nos sean útiles, controlo bastante del tema pero siempre se puede aprender más.
– ¡Dios, qué bueno está esto! – me acerco y le doy un beso.
– No me lo agradezcas a mí, sólo lo he metido dos minutos en el microondas – sonríe y me mira con ternura.
– Pero hay que tener muy buen ojo para dejarlo el tiempo exacto… – ella se atraganta al reírse mientras bebe agua.
– Sí, aunque te tengo que decir que cada una tiene unas 400 calorías, lo que has hecho no te ha servido de nada.
– Bueno, he hecho turismo y amiguitos del reino animal.
– Pablo – se vuelve a poner seria – ¿Qué vamos a hacer?

Saco el mapa de la provincia y le echo una ojeada rápida…

– Cintia.
– ¿Sí?
– ¿Probaste el Land Rover de tu padre?
– La verdad que no. Todo lo que levante más de 10 centímetros del suelo carece de interés para mí.
– Pues nos la tendremos que jugar. Recoge tus cosas, nos vamos. Pero antes nos pasaremos por el super… ¡hay que coger más crepes!

Capítulo 11

El Land Rover fue en el pasado a estas tierras lo que el Jeep Wrangler para los americanos durante la Segunda Guerra Mundial. No hay foto del campo, de las cooperativas de aceite o de cualquier carretera comarcal de la época que se precie sin un Land Rover de color marrón claro o verde aceituna con un buen remolque y 8 o 10 personas montadas en él. Sin embargo, este defender no es uno de esos trastos de la época de los 600 y las caravanas en las nacionales que conducían a la costa. Es un modelo más reciente o menos viejo, como lo quieras llamar. Se trata de la versión que vio la luz en el 2013, de cabina corta (para dos personas nos sobra espacio y al haber menos distancia entre ejes, las posibilidades de que empancemos en algún camino se reducen bastante) y con un motor V8 que transfiere al suelo potencia suficiente para que no eche de menos el BMW, que se ha quedado en el desguace esperando a nuestra vuelta. He de reconocer que todo lo que no se pegue al asfalto como un chicle goza de mi más sincera animadversión, sin embargo con este pequeñín de color negro haré una excepción. Escuchar piedras chocando contra la carrocería por todos lados y acelerar al llegar a los cambio de rasante para que se despegue del suelo es adictivo, y mirar por el espejo retrovisor y contemplar la polvareda que levanta tiene su punto, en cierto sentido me recuerda el humo que se produce al derrapar:

– ¿Dónde se supone que vamos? – me pregunta Cintia tras haber gastado la mitad del depósito por caminos de tierra y ser la tercera vez que pasamos por ese sauce llorón.
– Donde tú quieras princesa – sonrío- estoy buscándote un castillito, el que más te guste. Cuando veas uno que entra dentro de tus preferencias, nos pararemos.
– A ver… me gusta el campo pero, ¿No crees que deberíamos buscar algo mejor comunicado?
– Si quieres acabar con una bala entre ceja y ceja allá tú, yo prefiero pasar unos días respirando aire puro, hasta que consigamos localizarla.
– ¿Sí? ¿Localizarla? – pone una mueca un tanto «sarcástica» – ¿Y después qué?
– No te entiendo… pues iré a buscarla.
– Ergo, veo que lo que quieres no es protegernos, sino más bien aplazar un poco más el día de nuestra muerte.
– No vamos a morir, la encontraremos y…
– Y luego ellos – me interrumpe – nos encontrarán a nosotros y acabaremos con una bala entre ceja y ceja.
– ¿Y entonces qué quieres que hagamos? Sé que aquí no estamos seguros, después tendremos que ir a otro sitio, aquí ya no tenemos nada…
– Pablo…
– ¿Qué?
– Quiero irme a casa – rompe a llorar.
– Yo ya no tengo de eso, para mí tampoco es fácil.
– A mí aún me espera alguien – dice mientras se mira las uñas.
– A mí también, en esto me juego algo más que volver a ver a Silvia.
– ¡Frena! – ese grito hace sombra al sonido del V8.
– ¡¿Qué?! ¿Qué pasa?
– ¡Frena joder!

Miro al frente y un perro está tumbado en mitad del camino. Clavo frenos y giro el volante a la derecha tratando de esquivarlo por el hueco que queda entre él y un pino. Apenas lo he salvado y el coche comienza a deslizar la trasera sin control, las ruedas están bloqueadas. Suelto el pedal y el coche recupera tracción, giro a la izquierda para no chocar con el árbol y el coche se atraviesa sin que yo pueda hacer nada para controlarlo. Está completamente cruzado y la inercia hace que siga avanzando, si nada lo remedia caeremos por un terraplén de unos 10 metros. La miro, para ser lo último que vea antes de matarme: «¿Qué coño miras? ¡Frena!» me dice mientras se agarra a la barra del salpicadero. Yo sigo bloqueado, con el volante girado por completo a la izquierda y contemplando con total dejadez cómo nos acercamos (no con demasiada velocidad) a una caída hacia una especie de humilde abismo que termina en una pequeño riachuelo.

El tiempo pasa a cámara lenta, ella continúa gritándome pero soy incapaz de volver a frenar. Cierro los ojos y me preparo para el golpe. Noto el roce de su brazo cerca del mío, no sé si está intentando agarrarme la mano o echármela al cuello por cagarla en el peor momento. Espero a que llegue el impacto, pero los segundo pasan y noto el volante del todoterreno británico girando, soy incapaz de sujetarlo y evitar que siga moviéndose a su libre albedrío. Abro los ojos, la veo sujetando el freno de mano mientras todo su brazo tiembla, lo tiene completamente agarrotado e incluso puedo ver su bíceps y tríceps tirando con todas sus fuerzas de él.

El Land Rover, casi como si estuviéramos en nuestra propia quimera, da media vuela más salvando el barranco y provocando que gire un total de 180 grados, ya avanza marcha atrás y, por suerte siguiendo el recorrido del camino:

– ¿Pero qué cojones hacías? ¿Querías matarnos? Aún nos queda una semana… – me dice en un tono poco apaciguador.
– Nada mujer, somos un equipo ¿No? Pues habrá que actuar como tal – sonrío tratando de disimular lo que realmente ha pasado.
– En serio Pablo, a veces no te entiendo, ¿Eres consciente de que esta gilipollez casi nos cuesta la vida? – resopla- No sé en qué mundo vives, entre esto y la locura que quieres hacer, no sé yo si la idea de mi padre de dejarme bajo tu protección ha sido la más acertada.
– No te engañes, no fue en mí en quien tu padre depositó la confianza…

Ella baja del coche y se acerca al enorme pastor alemán que, frío como el hielo, ni tan siquiera ha hecho el amago de levantarse del suelo. Sigo su ejemplo y también me bajo:

– ¿Qué pasa bonito? Casi nos matas y no has tenido huevos a levantarte… – le silba y le deja la mano para que se la olisqueé y chupe.
– Menudo hijo de puta está hecho…
– No es un hijo de puta, es una hija de puta – una tercera voz entra en la conversación.

Miro a mi izquierda, un anciano con pantalones de trabajo y una rebeca de lana empuña una escopeta de doble cañón. Apunta a Cintia mientras que ambos levantamos las manos:

– No duraré en dispararle, me he cargado a unos cuantos jabalís desde bastante más lejos… ¿Qué cojones hacéis aquí? Y Luna ¡No les muerdas! – la perra responde con un único ladrido.
– Escuche, no estamos haciendo nada malo, sólo queremos buscar un sitio seguro donde dormir. Por favor, somos buenas personas, no nos haga nada – le contesto yo ante el silencio de mi compañera.
– ¿Quiénes sois? Es la cuarta vez que pasáis por aquí esta mañana – sigue sin bajar el arma.
– No somos nadie, venimos de la capital. Estamos huyendo, no es seguro vivir allí, por favor no nos haga nada – se atreve a hablar ella.
– ¿Huís, de quién? – al pobre hombre le tiembla la voz y está aquejado de un notable Parkinson que hace que incluso la boina se le esté escurriendo de la cabeza.
– No lo sabemos muy bien, simplemente un día nos atrevimos a salir a la calle y desde entonces hay un grupo de hombre enchaquetados y con coches negros que no hacen más que perseguirnos, se han llevado a nuestra amiga – cierro los ojos y rezo para que baje de una vez la escopeta, sé que no va a disparar pero ese tembleque no garantiza que no se le escape ningún tiro.
– ¿Tenéis hambre parejita? – noto algo que me toca el hombro. Abro los ojos y veo que es el anciano, que ya con la escopeta bajada me sonríe – Sois muy jóvenes para meteros en esos líos ¿No creéis?

Miro hacia la derecha, ella aún está con los ojos cerrados y con los dientes apretados, esperando un disparo en cualquier momento. Yo sonrío ante su inocencia y le contesto:

– La verdad que ya va siendo hora de comer algo… ¿Le gustan los crepes?
– Tengo algo que os gustará mas – mira a Cintia y se acerca a ella -, y tú guapa, abre ya los ojos que hoy no hay más sorpresas, lo siento.

Montamos a la perra en el diminuto maletero, junto a los ordenadores y la poca ropa que hemos recopilado de mi dormitorio y de alguna tienda de moda a la que entramos hace unos días con Silvia. A mí me tiembla todo aún, así que cedo el volante a Cintia y me siento atrás. Ya que el anciano no está demasiado ágil, será mejor que se siente él delante. Continúa con las indicaciones:

– Ahora sigue durante dos kilómetros este camino, después, al pasar el arroyo debes girar a la derecha, ya te lo indicaré cuando llegue el momento – para de hablar durante más de un minuto, ninguno dice nada, sólo observamos el paisaje (poblado de pinos) – Así que… por allí abajo ¿Todo sigue igual?
– No le entiendo, ¿A qué se refiere? – le pregunto con interés.
– Hace más de 20 años que no salgo de este valle. Aquí estoy a salvo, pero también me hace estar completamente aislado del exterior… Vivía en una pequeña casa a las afueras de Jaén.
– ¿Y… por qué la dejo?
– Es una larga historia chicos, ya os hablaré de mí. Contadme algo más de vosotros… ¿Sois familia, amigos o pareja?
– Somos una casualidad en el tiempo y en el espacio – intento hacerme el interesante.
– Un poco de cada y un poco de ninguna, señor. Simplemente por nuestra situación nos conviene seguir juntos. ¿Tiro por ese puente?
– Sí, sigue por allí, ya casi hemos llegado. Sois muy misteriosos… después de tres años sin hablar con nadie no esperaba encontrarme con alguien como vosotros. ¿Sabéis? Yo también huyo, este sitio es ideal para ello ¿Os ha visto alguien venir hasta aquí?
– Creo que no, hemos intentado ser muy discretos. Otros coches están ya fichados, pero en este de momento podemos pasar por uno de ellos.
– Genial entonces, es uno de los pocos sitios en este país donde se puede vivir sin problemas.
– No se preocupe entonces, podrá seguir viviendo tranquilo – añado.
– ¿Y cómo es que no se ha olvidado de hablar viviendo tan sólo? – pregunta Cintia mientras pasamos a través de una barrera de madera abierta.
– Bueno, la verdad es que ya se me debería haber olvidado. Sin embargo, mi hijo tenía contactos en la Radio Nacional de España, poco antes de que la desmantelaran me consiguió un disco duro con los últimos cien años de grabación. La tengo puesta casi 24 horas al día, simulo que vivo en la época que ellos narran, y así puedo seguir viviendo. Si no fuera por ella, haría años que habría dejado este mundo. Vivo aún con la dictadura franquista… – comienza a reírse de forma nerviosa, llegando a dar miedo.
– Hay otras maneras de comunicarse aún – le digo – ¿Conoce Internet?
– ¿Internet? – responde con cierto tono satírico – Vuestro Internet me recuerda a la televisión de mi época, diseñada para deficientes mentales que no quieren aprender ni conocer nada, meros vegetales que ocupan las horas del día simulando que tienen vida ante una pantalla. Pobres diablos, en realidad… los compadezco. Y chica, ve un poco más despacio… ¿O quieres atropellar vuestra comida?

Tras coger una curva a izquierda con una enorme roca por la que brota un tímido manantial, llegamos a una casa de madera enorme. Su color ennegrecido por el moho no le da un aspecto acogedor, pero supongo que la madera sin tratar tiene esas cosas. Sin embargo, sus enormes ventanales presagian un interior que casi con total seguridad será más luminoso. Un par de gallinas salen al paso del señor, «Por cierto, creo que no nos ha dicho su nombre…» le dice Cintia.


«Me llamo Juan José pero podéis llamarme Diego, todo el mundo lo hacía. Nací en su día».

Nos deja elegir entre 6 o 7 habitaciones, todas perfectamente ordenadas y limpias, la casa es aún más grande de lo que aparenta y es como un pequeño hotel. Diego parece tenerla siempre preparada, como si estuviera esperando visita. Yo me quedo con una habitación con vistas al pico más alto de la zona, ella se queda en otra estancia al fondo del pasillo, es imposible que estemos más lejos. Quizá sea lo mejor, cada uno con su espacio…

Tras una ducha y encontrar un lugar con buena cobertura para el ordenador, lo dejo en carga y me voy al piso de abajo, junto al huerto el anciano está reparando una pequeña máquina agrícola a la que no identifico función alguna. «¿Podrías ir a matar una gallina? Según me ha contado Cintia tu alimentación se basa exclusivamente en barritas de mierda, hoy vas a descubrir un nuevo placer. Supongo que ya habrás experimentado algún otro… » mira a Cintia al terminar esa frase. Ella, ajena a la conversación, saca algo más del maletero. Yo, sin entenderlo muy bien, le hago caso y voy en busca de la gallina.

Me acerco al Land Rover, abro la puerta y reclamo en la guantera a mi compañera. Las veo corretear a sus anchas por los alrededores de la vivienda, debería sentir pena o algún tipo de sentimiento encontrado al perseguirlas por entre los matorrales para acabar con una de ellas. Sin embargo, después de matar a una persona cualquier cosa te parece una mera anécdota, incluso el hecho de matar a otra más, algo que me inquieta bastante. Resulta cómico ver a un «bicho» de estos tratando de escapar, me recuerdan a mí el primer día que salí de casa, tienen un aspecto que está a medio camino entre un travesti con un excéntrico vestido de plumas y un obeso mórbido con problemas de coordinación. Continúo salivando (a partir de ahora creo que usaré esta palabra bastante a menudo) mientras observo sus suculento muslos, sostengo la «pipa» en la mano y espero el momento de tenerla a tiro para asestarle el golpe de gracia. Tras esquivar un par de arbustos más, la primera de las dos perseguidas cae en un agujero (aún no he tenido la oportunidad de contemplar el tamaño de sus muslos) y la segunda consigue salvarlo agitando de mala manera sus alas.

La pobre está atrapada, apenas tiene 30 centímetros de profundidad pero su torpe aleteo es insuficiente para poder escapar. «Lo siento chica, espero que sea rápido y gracias por alimentarnos» le digo mientras trato de apuntarle a la cabeza (que no para de mover). Es prácticamente imposible hacer diana, con semejante calibre la voy a destrozar… me pregunto cómo hará este hombre para que luego no le sepa toda la comida de plomo:

– Pero… ¿Qué haces vaquero? Yo creo que lo mejor es coger un lanzallamas o un bazoka – ella aparece justo enfrente mía, tiene los brazos cruzados y sonríe.
– ¿Qué dices loca? Pobrecita, quiero matarla, no reventarla.
– No entiendo como alguien que se carga a un tío de 120 kilos a patadas aún conserve esa inocencia ¿Cómo la vas a matar así? Para esto no necesitas leer una enciclopedia de las que se guardan en la biblioteca de la catedral, en cualquier película lo puedes ver.
– En las pelis que yo veo no salen gallinas y mucho menos explican cómo cargarse a una de ellas. Eres rarita, pero no sabía tu extraña afición por el lado más friki del séptimo arte…
– Tú sí que eres un friki, sacrificando a una pobre gallina con un Colt del 22. Mira y aprende, la próxima vez lo harás tú – se acerca al hoyo y la agarra por el pescuezo – Diego, ¿Dónde guarda los cuchillos?

A eso de las 3 de la tarde estamos sentados en la mesa, no sé cómo le sentará a mi organismo ese pollo al horno de leña con guarnición de patatas, zanahoria y cebolla, pero mi olfato se está deshaciendo del gusto:

– Así que… – comienzo hablar con la boca aún llena de pechuga, después de haberme comido un muslo y medio kilo de tubérculos en salsa – ¿Cómo aprendió a hacer todas estas cosas sin internet?

– Me las enseñó mi padre, como a mi padre se las enseñó mi abuelo y a él mi bisabuelo. Antes no se necesitaba un ordenador para aprender cosas… te sorprendería saber lo sencillo y fácil que es vivir así. Las gallinas y pollos prácticamente se crían solos, en Invierno a veces tengo que darles algo de comer pero en esta época ellos se buscan la vida; por las mañanas voy al gallinero y consigo unos cuantos huevos, las cabras me dan leche (una vaca en mitad del monte es complicada de criar, y para mí sólo me basta) y consigo verduras y frutas de la época en los huertos abandonados que hay a los alrededores. Algunos de ellos llevan 60 o 70 años totalmente descuidados, pero la tierra es sabia y sigue dándonos sus frutos. De vez en cuando voy con el cacharro – señala a un coche pequeño y viejo que hay bajo un cobertizo – y puedo traer de una tacada comida para un año. Para recoger trigo y demás hay que tener un poco más de paciencia, pero tengo todo el tiempo del mundo, y mientras las fuerzas aguanten aquí seguiré – se remanga las mangas de la rebeca y deja ver unos maltratados brazos.

– ¿Es un Panda, Diego? – pregunta Cintia con interés.
– Sí cariño, se nota que entiendes de coches. Cuando este salió al mercado tu abuelo aún era un proyecto -ella sonríe-, además es un 4X4, así que me es de gran ayuda. También tenía un Vitara, pero no aguantó lo que este. Lo mejor es que tiene cuatro piezas, es simple y tosco, así que cuando algo no funciona encuentras bien rápido el problema, otra cosa es conseguir recambios…
– Estoy segura de que le podremos conseguir lo que necesite – me mira a mí -, sólo tiene que decirnos que quiere.
– No te preocupes hija, ya me las apañaré, siempre lo he hecho.
– Se lo digo en serio, es lo menos que podemos hacer por acogernos – subscribo las palabras de Cintia -. Y cuénteme, ¿Qué le ha llevado aquí? Nosotros tenemos poco que contar, somos jóvenes y nuestras historias son cortas, pero estoy seguro que usted tiene una vida interesante a la par que larga…

– Ahí llevas razón – sujeta el bastón con las dos manos y con el trasero empuja su silla hacia atrás, salvando la distancia con la mesa. Parece estar tiritando constantemente -, podría estar un año hablando y no terminaría de explicaros todo lo que he vivido. Pero intentaré no aburriros demasiados con mis cuentos de viejo cascarrabias.
– Tómese su tiempo, no tenemos nada que hacer – añade Cintia mientras mi cabeza no deja de darle vueltas al tema de la Deep Web.
– Bueno, es complicado resumirlo, pero lo intentaré. Yo… era alguien normal con una vida normal y una familia normal. Viví el final del Siglo XX y todo el declive de nuestra sociedad tal y como la conocíamos. Mi primera hija nació en el 2022 y la pequeña lo hizo en el 2027. No vivíamos mal, estábamos a la cola de Europa económicamente hablando pero sobrevivíamos. Sin embargo, las cosas se pusieron feas bastante pronto… Mi hija mayor me pidió su primer móvil a los 8 años, la pequeña lo consiguió con cuatro. Nos trasladamos a la afueras, mi intención era que ellas vieran que había algo más allá de la ciudad y las nuevas tecnologías pero lo único que conseguí es que estuvieran aún más pegadas a ellas a base de utilizarlas para comunicarse con sus amigos de Jaén. Aún así, aquello todavía era soportable. Sin embargo, la política cada vez daba más asco y nuestros gobernantes eran pésimos: escándalos de corrupción, leyes que favorecían a los pequeños delincuentes y a los ladrones de guante blanco, los impuestos se volvieron inviables… Yo estaba esperando que una gran revuelta se produjera en cualquier momento, pero…

– Pero… ¿Qué? – Cintia no puede esperar más.
– Pero nadie hizo nada. Los años pasaron y las calles cada vez estaban más vacías. Ya no te podías fiar de la televisión ni de la radio, todo formaba parte de una deshonesta red que aún no sé muy bien cuándo y cómo acabó. Mientras, mi mujer y las chicas (al igual que el 95 por ciento de la población) salían poco de casa y sus habitaciones se convirtieron en sus particulares guaridas. Yo me negaba a seguir su ejemplo, siempre he sido un negado para el tema este de ordenadores y demás cachivaches, así que una vez tuve que cerrar mi carpintería por ausencia de negocio comencé a dedicar todo mi tiempo y energía en el huerto y en dar paseos por el campo, añorando los buenos tiempos como un octogenario cuando apenas superaba la treintena.
– ¿Y cómo terminó aquí?

– Bueno… al principio, me dejaban vivir a mi manera. La gente se quedaba pero yo iba y venía. Disfrutaba de una segunda juventud, nadie me necesitaba ya así que me dediqué a viajar un poco por el Sur, cuando quería playa, playa, cuando quería montaña, pues montaña. Algo tenían en común todos los sitios a los que iba: no había nadie. Daba igual que la zona fuera hiperturística o que estuviéramos en mitad de la nada, ni siquiera gente de otros países pasaba ya por allí, aquello era terrorífico. Un día de los que volví a casa en la puerta me esperaba un hombre enchaquetado, con una sonrisa falsa como Judas me empezó a intentar convencer de que no me perdía nada quedándome en casa: que si me hacía un descuento especial en mi ADSL, que si me conseguiría una máquina de realidad virtual, que si salir de casa está sobrevalorado… En fin, aquel día sentí que algo no iba bien, ese señor con acento extranjero trataba de convencerme de que lo mejor estaba en el mundo de la informática, pero él no parecía dedicarle demasiado tiempo al ordenador.
– Pero… -interrumpe Cintia- ¿Eso es razón para venirse hasta aquí?

– No mujer, la cosa empezó así. La segunda vez que vino también se comportó de forma bastante educada, incluso le ofrecí a llevarlo a casa (nunca lo vi venir en coche ni nada parecido), a lo que él se negó rotundamente. Sin embargo, las visitas cada vez eran más frecuentes, al principio una vez a la semana, luego cada cuatro o cinco días… hasta que al final aquello se convirtió en un acoso. Venía varias veces al día, llenaba el buzón de folletos con toda la mierda que me ofrecía… ¡Menudo hijo de puta! La relación pasó de una extraña amistad a un odio irracional, varias veces lo eché de la puerta de casa a empujones, le decía de todo menos bonito. Hasta que un día, mi paciencia dijo «basta», fue casi un año de coñazo diario del que mi mujer e hijas apenas fueron consciente, al principio al menos avisaban de que estaban llamando al timbre pero llegó un momento en el que ni eso hacían. El caso es que, una mañana de Abril al oír la puerta salí a ésta con la escopeta de mi padre en la mano, abrí la verja del jardín y ahí estaba él por enésima vez en lo que iba de mes. Le apunté y le dije: «Espero no volver a verte cerca en la puta vida, si lo haces, no dudaré en disparar, mi paciencia tiene un límite y… ¡Joder! ¡¿No te he dicho ya mil veces que no quiero ese puto ordenador ni el teléfono con Internet de los cojones ni quiero mejorar la velocidad de mi conexión?!»
Él no tembló lo más mínimo, sonrió y se limitó a decir algo parecido a: «Señor Álvarez, doy por hecho que no está interesado en ninguna de nuestras ofertas. No me verá más por aquí, pero a partir de ahora su caso pasará a otro nivel, será considerado insumiso del gobierno y estará en manos de éste. Buena suerte y que tenga un buen día.» Después de esto, sacó su teléfono y llamó a alguien.»Ya podéis venir» dijo justo después. Un todoterreno negro salió por el final de la calle, llevaba todos los cristales tintados y apenas paró en la puerta un par de segundos, él se montó en el asiento trasero y el coche se fue allí con toda la tranquilidad del mundo – Cintia y yo compartimos una mirada cómplice y dejamos todo cuanto tenemos en las manos para poner los cinco sentidos en el anciano -. Después pasaron unos días en lo que todo volvió a una relativa normalidad. Mi familia seguía a lo suyo, el sonido del timbre cesó y yo pude volver a hacer aquello que tanto me gustaba: viajar.

En mi cabeza sabía que algo no marchaba bien, no conseguí disfrutar de aquellos días como debía haberlo hecho. Su sonrisa no me daba seguridad, nadie se retira así con su orgullo dañado de esa manera. Y estaba en lo cierto: una tarde, cuando volví a casa, en la puerta había al menos cinco o seis coches aparcados, todos negros como los trajes que ellos llevaban. Aparqué a unos metros y me bajé asustado, lo primero que pensé es que mis hijas o a mi mujer les había pasado algo. Los hombres encorbatados estaban sentados encima de sus capós mientras se echaban un pitillo, cuando me acerqué a ellos parecían tranquilos, pero al llegar a su altura se levantaron todos de golpe y me cogieron en volandas. Sin tiempo ni tan siquiera de reaccionar, me metieron dentro de casa y sacaron un par de cajas de uno de los todoterrenos. Bloquearon la puerta del jardín con una cadena y un candado y me dijeron: «Señor Álvarez, será la primera y la última vez que se lo diremos. De ahora en adelante, salir a la calle sin razón justificada será un delito, tenemos razones más que suficientes para concluir que no es seguro para su organismo. La contaminación pronto alcanzará niveles mortales». Yo, evidentemente, no di ningún valor a sus palabras, el cielo seguía siendo azul y la naturaleza seguía sus curso. Después de eso, y con ese acento tan extraño, prosiguió: «En estas cajas tiene todo lo necesario para estar en casa, si alguna vez tiene una urgencia médica, contacte con el número de emergencias y valorarán su estado y, si es necesario, vendrán a por usted».
Dicho esto, desaparecieron como vinieron. Cada coche salió en una dirección distinta y yo quedé allí abandonado a mi suerte, ellas ni siquiera se percataron de lo ocurrido. Abrí las cajas y contemplé con indignación que lo único que había en ellas era un ordenador de última generación, un teléfono móvil que no supe ni encender y una tarjeta vitalicia para conseguir esa mierda que estabas comiendo tú antes – dice dirigiéndose a mí.

– Esas cajas son las que había en mi cuarto, ¿Verdad? – pregunta Cintia.
– Si hija, esas son. Ahí siguen, quizá algún día tengan algo de valor… pero bueno, hoy por hoy son sólo cacharros. Aquella noche no pegué ojo, dormí en el salón (como de costumbre) mientras escuchaba el sonido del ordenador de mi mujer al final de las escaleras. Tengo la certeza de que «me los ponía» con alguno por Internet, pero la verdad que a esas alturas poco me importaba y menos teniendo en cuenta el tipo de relación. De reojo observaba el Suzuki Vitara aparcado aún fuera de casa, en un arrebato cogí un par de cosas básicas, me llevé conmigo las dichosas cajas para que ellas no tuvieran algo más a lo que estar enganchadas y me fui sin tan siquiera despedirme. Dejé una nota contándole lo ocurrido, pero no le dije dónde iba por si las moscas, ya lo haría si las viera interesadas. Salí a eso de las tres de la mañana, con las luces apagadas para que no me reconocieran y con un pequeño mapa que había calcado a mano unas horas antes y que iluminaba con un mechero. Y aquí estoy, llevo allí desde entonces. Esta casa quedó a nombre de mi hermano tras la muerte de mis padres, pero él no tenía interés alguno en ésta y yo conservaba una copia de las llaves.
– Diego, ¿Volvió a ver a sus hijas? – vuelve a interrumpir Cintia, esta vez en un tono mucho más bajo y solemne.
– No, no las volví a ver – sus ojos se iluminan -. Recibí una llamada suya al día siguiente en la que no se les veía muy preocupadas, luego volvieron a llamar un par de años más tarde para felicitarme la Navidad. Hace tres años me enteré que la última que quedaba viva (Gemma, la menor) murió de un fallo múltiple en la misma habitación en que yo la dejé. Me lo dijo un ex-vecino que hasta no hace mucho se pasaba por aquí, aunque no demasiado a menudo.
– Lo siento mucho, de verdad – le digo tratando de romper un poco la tristeza de semejante historia.
– No te preocupes, cuando me fui de casa ya no había nadie allí. Lo que quedaba no eran más que tres bolas de sebo inútiles que abandonaron una vida prometedora para dedicarse a taponar sus arterias y reducir el tamaño de su cerebro -huelo la rabia en sus palabra-. Ellas murieron mucho tiempo antes, ya pasé el luto en su debido momento, lo otro simplemente fue esperar. Y luché con todas mis fuerzas por sacarlas de ese agujero, pero fue imposible. Cuando en un animal afloran sus instintos más básicos es complicado volver a domesticarlos – un nudo se me forma en la garganta al oír la forma en que se dirige a su familia. En cierto sentido, la historia que me está contando me suena, y mucho. En cualquier caso, no soy quien para juzgar su forma de hablar, así que me ahorraré el comentario.
– Su vida no ha sido nada fácil… ¿Le ve alguna solución a todo esto?

– ¿Solución? Una bomba nuclear y un monumento al final del cráter en que se convertiría la Península Ibérica. Guapa, no hay solución posible. Los finales felices ocurren en las películas, en la realidad sólo hace falta dar un paseo por Prypiat, por Auschwitz o por cualquier otro bochornoso escenario para darse cuenta de que esto no tiene una solución, al menos no una pacífica y racional que no implique un gran derramamiento de sangre. No sabemos quién nos controla, pero tenemos al 99,999999 por ciento de la población en estado vegetal y al otro tanto escondidos rezando para que no los encuentren. Esto no es una peliculita de Disney ni un libro de ciencia ficción, esto, querida mía, ¡es el puto infierno! – termina el culo de «cerveza» que le queda en el vaso y lo lanza hacia atrás mientras comienza a desternillarse como un auténtico psicópata.

No lo culpo, tanto tiempo en soledad y un viaje por su pasado más oscuro pasa factura a cualquiera. Cintia y yo nos miramos un tanto asustados y decidimos dar por zanjado la conversación y la comida (que no podía estar más buena, al igual que los «crepes al microonadas» de esta mañana). «Diego, ¿Puedo mirar en esas caja?» le pregunto mientras ambos nos levantamos. «Claro, ¿Por qué no? ¡Encerraos en vuestras habitaciones y dejad que el sistema os controle a través de esa mierda tecnológica! Buajajajaja» me contesta él siguiendo con esas histéricas carcajadas que nos hacen acelerar el paso:

– Está como una puta cabra – dice ella mientras subimos en la escalera.
– No te preocupes, no parece peligroso. Es sólo un anciano al que se le está yendo un poco la pinza.
– Pablo, no es ningún anciano. Por los datos que nos ha dado… ¡No llega a los 55!
– Será por la vida en el campo o yo que sé. Tú tranquila. Mira, estaremos aquí el menor tiempo necesario, pero aquí al menos estamos a salvo, ni siquiera desde el aire podrían localizarnos…
– Vale, de todas formas, por la noche cerramos la puerta de este piso, ¿Vale?
– Lo que tú quieras mujer, ahora vamos a lo que vamos – digo tratando de zanjar el tema para que su paranoia no llegue a un nivel crónico.
– ¿Para qué querías ver la caja?
– Ahora lo verás…

Capítulo 12

Con ayuda de sus largas uñas, conseguimos abrir la dichosa caja. Pone su brazo sobre mi hombre y espera a que vaya sacando su contenido. Está llena de virutas de corcho y a simple vista no se ve nada en ella, sin embargo, al introducir mis manos en ella noto diferentes «cacharros» en su interior. Voy sacándolos con cuidado, intentando ensuciar lo menos posible el suelo con las dichosas virutas. Conseguimos una CPU obsoleta y una pantalla de la quinta de mi ordenador a la que alguna utilidad le encontraremos. Vuelvo a requerir de las manos de mi camarada para abrir la segunda caja, mucho más pequeña y liviana.

En ésta no hay más que una pequeña carcasa de cartón en la que ajusta a la perfección un teléfono móvil táctil y su cargador:
– Nunca he usado uno de estos, ni siquiera sé cómo funcionan.
– En el sitio donde vivía teníamos alguno, yo no llegué a utilizarlos pero son bastante intuitivos, no nos costará.
– ¿Le encontraremos alguna utilidad a esto? – pregunto un tanto desorientado.
– ¿Bromeas? – dice extrañada – Esto es casi como un ordenador, aparte de poder usar las ya en desuso redes móviles para comunicarnos sin necesidad de conectarnos a Internet. En la colonia los usábamos para conectarnos con los proveedores y con aquellos que, como mi padre, salían de allí. De hecho, él lleva consigo uno de ellos, quizá incluso pueda hablar con él.
– Eso estaría genial, mira, dejo el teléfono a tu cargo, yo de momento no lo quiero.
– ¿Estás seguro? Quizá Silvia lleve uno con ella, si es que no se la han… bueno, ya sabes – sonríe nerviosamente.
– No creo, me lo habría dicho.
– También es verdad – me guiña el ojo y vuelve al piso de abajo. Desde la ventana observo a Diego, que anda de un lado hacia otro sin aparente justificación y hablando sólo. Definitivamente, a este hombre le falta un hervor, pero más que miedo lo que produce es ternura.

26 de Octubre

– ¿Has conseguido algo? – me pregunta Cintia, que se despierta a eso de las 11 de la mañana junto a mí. Hemos seguido descubriendo cosas de este anciano de voz temblorosa y ojos claros que nos hace mantener la distancia. Decidimos por común acuerdo que lo más seguro para los dos sería hacerlo así, y más teniendo en cuenta que por la noche saca alguna de sus botellas de vodka que él mismo destila y se pone a rememorar momentos de su vida anterior con la escopeta en la mano.
– No, sigo sin encontrar una mierda, la deep web no tiene nada que ver con el Internet normal…
– ¿Y eso, por qué? – dice mientras se levanta de la cama y se mira en el espejo para colocar su dorada melena.
– Pues… es muy difícil encontrar cualquier cosa aquí. En la red no encuentro ningún tipo de información, me costó muchísimo encontrar el navegador y ahora es imposible conseguir algún buscador para llegar a él. Pero bueno, he conseguido alguna cosa que nos podría servir de interés, por ejemplo un enlace a una antiguo servicio hoy en día en desuso con todo el mundo visto desde el espacio, tenemos imágenes por satélite de cualquier lugar que te puedas imaginar.
– He oído hablar de él, Google Earth se llama. Mi padre me ha contado un montón de cosas del tema, al parecer Google llegó a ocupar el 80 por ciento de las visitas a nivel global, aún no entiendo qué pudo fallar para que hoy en día no quede nada de ella…
– Bueno, es extraño, como todo en este sitio. Mira, hay un par de cosas que me han llamado la atención – le digo mientras giro mi portátil para que lo vea -, son imágenes de Abril del 2045, no hay nada más reciente…
– ¿Eso es aquí?
– Sí, bueno, no en Jaén capital pero está relativamente cerca.
– ¿Y qué significa?
– Algo muy raro. ¿Qué puede llevar a un país como España en la peor crisis social de su historia a hacer algo así? Es más, creo que por aquel entonces la gente ni tan siquiera salía ya a la calle.
– Es enorme… ¿No crees?
– Es una obra titánica.
– El taller no está muy lejos de aquello, ¿Cómo es posible que no nos percatáramos? ¿Dejarían a medio construir el proyecto? ¿Has visto el tamaño de ese boquete, para qué lo haría?
– No tengo ni la más ligera idea, parece profundo. Quizá estarían extrayendo petróleo o es algún tipo de cantera.
– Pablo, no sé lo que es, pero una cantera creo que no… No sé si has visto alguna, pero ahí no hay cintas transportadoras, ni apenas camiones, ni una buena infraestructura para transportar el material a algún lado.
– ¿Crees que esa gente tiene algo que ver?
– Hay, no sé Pablo, estoy demasiado dormida para esas preguntas… no le des más vueltas, sólo será una fábrica a medio acabar o alguna prueba minera, no le des más vueltas. Creo que te estás yendo del tema, así no la encontrarás nunca.
– Llevas razón, pero no sé, es muy raro que justo cuando ordenan a todo el mundo que se meta en su casa caven un boquete en mitad de la nada del tamaño de una ciudad de 500 mil habitantes, ¿No crees?
– No – niega rotunda y categóricamente.
– Está bien… -digo en un tono apagado y triste.
– Mira Pablo – me dice rodeando mi cuello con sus manos en un tímido abrazo -, no te digo que no lleves razón, pero te estás alejando del camino. No te exijas tanto, tenemos tiempo – me da un beso en la mejilla.
– No lo tenemos, tenemos de todo menos eso, y ni siquiera he encontrado la dichosa página esa.
– ¿Cómo se llama? – me dice mientras coge el teléfono.
– TheDark no se qué…
– ¿TheDarkSmile?
– ¡Exacto! TheDarkSmile, eso es. ¿Có… Cómo lo sabes?
– Hay muchas cosas de mi que desconoces… – me mira a los ojos y hace una leve mueca en señal de decepción – Soy mucho más de lo que tú piensas, también tengo muchos recursos. No sólo vosotros sabéis de la vida.
– Yo nunca he dicho eso – digo mientras le retiro un mechón de pelo de la cara -, aquí el único que sabe muy poco de muy pocas cosas soy yo, así que no soy nadie para juzgar lo que alguien sabe o no sabe. Para mí todos sois maestros, ¿Está claro? – sonrío tratando de apaciguar los ánimos.
– Clarísimo. Puedo ayudarte con esto ¿Sabes?
– Pues no te cortes, no tengo ni puta idea y llevo cuatro días estancado en este mierda.
– ¡Pablo! Esa boca, ¡Por favor! – comienza a reírse en un tono burlón – Mira, ¿Por qué no hacemos una cosa? Tú ve a prepararme al desayuno que yo te encuentro la paginita, ¿Okey?
– Pero… ¡Es imposible! Llevo mucho tiempo buscándola.
– ¿La mermelada? Sí, está encima de la repisa de la vitrocerámica, es difícil pero no imposible ¡ah! Y procura que no se te pasen, me gustan poco hechos…
– Veo que aquí sobro y que tú vas de sobrada, así que iré a prepararme MI desayuno mientras dejo aquí el ordenador. No me lo toques ¿Eh? – sigo con mi refinado sarcasmo.

Salgo de la habitación y observo un pasillo por el que la luz de la mañana penetra de forma ordenada desde las estancias que hay a ambos lados. Al final de éste me encuentro con el baño, donde hago un pequeño «pis stop». Bajo las escaleras que hay a mano derecha y vuelvo a escuchar su voz a lo lejos: «¡Y no vale de las congeladas!». En el piso de abajo está ya nuestro chalado anfitrión, que trae en una caja de plástico un la fruta y verdura del día:

– Diego, avíseme antes de ir a por esas cosas hombre, que no está usted para tantos trotes.
– ¿Sabes chaval? – dice mientras saca una cebolla de la caja y comienza a darle bocados – Llevo ya unos añitos haciéndolo y no me pasa nada. Además, no soy tan mayor, sólo tengo unos años más que tus padres, pero la vida me ha tratado de un modo un tanto diferente… estoy enfermo, no sé qué me pasa, quizá sea por algo que he comido o sólo porque llevo décadas sin pisar una consulta. El tema es que me hago viejo a un ritmo muy alto, no sé cuánto aguantaré ni qué tengo que cambiar para no seguir así, pero te juro que hace apenas seis meses podía matar a un ruiseñor a un kilómetro de distancia sólo apuntando con esta – dice mientras agarra con fuerza de su escopeta, de la que apenas se ha separado desde que lo hemos conocido -, ahora sin embargo este temblor me está matando y mi vista apenas puede distinguir los colores, no sé que es pero no creo que aguante mucho más. Sin embargo, creo que moriré sonriendo, la vida me lo ha puesto difícil pero yo a ella se lo he puesto peor. ¿Un chupitazo hijo? – dice mientras se levanta del sofá de la cocina y va directo al mueble del horno en busca de la botella de vodka.
– No, gracias Diego. Sólo he bajado para hacer…
– ¿Unas tortitas, eh? – me interrumpe a la par que sonríe – Hazme una anda. La mía con mucho chocolate, gracias.

Medio kilo de harina, dos huevos y un litro de leche después, y tras llenar el cubo de la basura con intentos frustrados de crepes, subo de nuevo al primer piso para llevar algo que llevarse a la boca a mi ingeniera informática a tiempo parcial:

– Aquí están sus cgepes – intento fallido de acento francés – ¿Algo más?
– Nada más, aquí están sus páginas extrañas ¿Algo más?
– Bueno, si puedes buscar a un tal…
– ¿A quién?
-Nada, déjalo. En la bandeja tienes mermelada y «cocholate» – le doy un beso y me pongo a su lado.

Mientras ellas come (yo decido aplazarlo dada la importancia del hallazgo) yo me apoyo en su espalda y comienzo a indagar en lo más profundo de una red de por sí bastante siniestra. Han sido cuatro días de asquerosa realidad en formato mp3 y mp4, cuatro días en los que me he metido más allá de donde el sentido común te dice que lo hagas y donde el morbo da rienda suelta a la imaginación y el ser humano pierde su definición y se convierte en un monstruo. No esperaba encontrar recetas de cocina ni el secreto de la vida eterna, pero la relación entre información útil y mierda perturbadora es de 1 entre un millón. Sin embargo, en TheBlackSmile es diferente. Sólo hace falta echar un vistazo a sus normas de ingreso (en perfecto inglés y traducidas sobre la marcha, como no, por Cintia) para darse cuenta de que no se permiten ese tipo de cosas allí, al menos no de forma injustificada. Es una especie de oasis, extraño a la par que difícil de encontrar, como el rocío en el desierto. No puedo perder el tiempo, no hay buscadores internos y el sistema es bastante escueto y arcaico, digno de los años de universidad de Bill Gates o Steve Jobs.

Decido no perder el tiempo, pulso sobre la pestaña «registrarse» y no me pide absolutamente nada para hacerlo. Un nombre de usuario y una contraseña de mínimo un carácter. En teoría, aquí nadie puede seguirme ni hay manera posible de espiarme, sin embargo, toda precaución es poca. Decido llamarme «GTI» a secas, es lo suficiente discreto para no levantar sospechas pero a la vez da a entender mi pasión. A partir de ahí, me siento totalmente perdido en una espacio compuesto de un millón de salas que surgen en el menú de inicio de forma totalmente anárquica. Están en casi cualquier idioma que te puedas imaginar, en algunas ni siquiera identifico los caracteres que utilizan.

– ¿Cómo cojones te voy a encontrar? – pienso en alto.
– ¿Algún problema más? Creo que lo suyo es que comiences a comunicarte por señales de humo, te veo más futuro.
– Ja-ja. Me parto contigo, y tú quizás tendrías más futuro en el próspero mundo del humor irónico…
– Lo he pensado, pero ese nicho de mercado está al completo… ¿Qué necesitas?
– Un puto milagro, estoy intentando buscar a alguien, pero no sé ni por dónde empezar.
– Bueno, es complicado hacerlo. TheBlackSmile carece de buscadores internos, sólo puedes encontrar una persona si te la encuentras en un sala. Y eso es complicado.
– Buff… Y entonces ¿Qué puedo hacer?
– Bueno, una vez leí un libro de un chico que no se atrevía a entablar conversación con una chica de su clase que le gustaba. Se enteró de que le gustaba el mundo de las finanzas, así que, ni corto ni perezoso montó un negocio de venta por Internet. Cuando quiso darse cuenta, su facturación era más que suficiente para contratar un par de profesionales del mundo de la banca… Así que, ¿A qué no adivinas a quien se atrevió a llamar para ofrecerle trabajo?
– ¿Y qué, consiguió lo que quería?
– No, en realidad no. La chica tenía ya 28 años, 2 hijos y un marido. Y abandonó sus estudios en primer curso porque se quedó embarazada.
– ¿Y entonces? ¿Para qué me cuentas eso?
– Pues… no sé -comienza a reírse-, a lo que me refiero es que si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma.
– ¿Y eso qué significa?
– Mira, déjalo. Te lo explico directamente que ya veo que los acertijos no son lo tuyo. A lo que me refiero es que, si no puedes encontrar a ese usuario directamente, hazlo indirectamente. Crea salas, pégate todo el día hablando en éstas, habla con más gente… en definitiva, hazte ver. Es lo único que puedes hacer.
– ¿Y si no lo encuentro?
– ¿Y si te callas y empiezas a buscarlo ya?
– Vale chica, tranquilita ¿Eh?
– A papá mono le vas a hablar de plátanos verdes…
– Y eso, ¿Qué significa?
– Bueno, es un dicho algo rebuscado cuyo rápido análisis puede inducir a errores, por lo que el significado intrínseco del mismo ha de ser descifrado con suma cautela, pero básicamente viene a decir que te calles y empieces a buscarlo – me mira muy seria y se lleva el último trozo de crepe a la boca.

27 de Octubre


Hoy llueve, no sé si es de día o de noche y si las estrellas se pueden ver más allá de los nublos. Vuelvo a guardar dentro de esa tubería a la que podría llamar «cuarto de aseo» el único contacto posible que tengo con el exterior: mi Blackberry del 2022. Alguien camina por el pasillo, soy la única residente de este siniestro hotel, las marcas de la pared dan por hecho que más gente se ha alojado aquí antes. Sin embargo, creo que ninguna volvió a salir, al menos no con vida. Esas manchas resecas del suelo así lo atestiguan, a alguien lo mataron de espaldas a la tapia, con un único impacto de bala en la cabeza con orificio de entrada y de salida. Lo envidio. A otro se lo cargaron de un modo un poco más cruel, hay marcas en el suelo de los golpes fallidos que le dieron con una barra de hierro, estos se confunden con los restos de orina y de heces que dejó tras darle semejante paliza, dicen que dependiendo de cómo te maten tu sistema digestivo es imposible de controlar, sólo el miedo lo domina

.

Son ya muchos los días que llevo aquí, no encuentro sentido a esta larga agonía. No pueden sacar mucho más de mí, al menos no que yo sepa. Días enteros sin comer, bebiendo agua sólo y exclusivamente de la humedad de la pared y noches a varios grados bajo cero y con el tortuoso ruido de los dichosos generadores. Todo cuanto puedo hacer es esperar, esperar a que me maten, a la siguiente paliza o al próximo asqueroso que quiera desfogarse conmigo. Abren la puerta, hoy son dos los que entran. Un chino de apenas metros cincuenta y él, el mismo que llevo viendo desde la primera vez que salí a la calle con el BMW (a saber cómo está el bemeta). Esta vez no me muestra sus asquerosos dientes como de costumbre, no sonríe de forma repulsiva… esta vez está cabreado. El asiático comienza a hablarme en se idioma, ni él ni yo lo entendemos. Le da una colleja y le dice: «Habla en español hijoputa, que no te entiendo».

Entonces, él se acerca, apenas puedo moverme y tras poner su cara frente a la mía contemplo sus ojos rasgados y siento su aliento a pescado crudo:
– ¿Dónde está tu amigo? – dice sin retirar la mirada y haciendo aún más latente ese asqueroso olor.
– No lo sé – apenas me sale la voz, no les tengo miedo pero mi cuerpo ya no tiene músculo o grasa de la que alimentarse.
– Sí que lo sabes – dice la enorme y asquerosa mole que aún permanece en la puerta.
– Por favor, no lo sé – siento un dolor en el pecho -, dadme algo de comida ¡por favor!
– ¡Y una mierda! No estás en condiciones de pedir nada – se acerca y me agarra del pelo -. Mira, vamos a hacer una cosa – con la mano que le queda libre levanta mi pelo y deja a la vista la cicatriz de mi oreja. -, tú me dices donde está, y yo te dejo en paz y te doy de comer ¿Vale?
– No estoy segura pero…
– Pero… ¿Qué? – me suelta del pelo y lleva su mano a mi cuello, estrellándome contra la pared.
– Quizá este en casa – digo con la garganta completamente estrujada.

Entonces, su acompañante le agarra de la mano con fuerza para permitirme volver a respirar. Ambos salen a la puerta de hierro de esta especie de calabozo en que estoy y comienzan a discutir pensando que estoy obviando su conversación…:

– ¿Pelo qué haces? ¿No ves que la vas a matal? – dice el de baja estatura.
– ¿Qué te pasa? Ahora me vais a venir los chinos a hablarme de como interrogar a una persona… – baja mucho el tono de su voz.
– Lleva una semana aquí y sólo la has utilizado para una cosa. Hubiela sido mejor que se lo hubieras preguntado el primer día, ahora está medio muelta…
– Mira, la puta esta me ha dado igual siempre – baja aún más el tono y lo coge del cuello de la camiseta -, creíamos que lo teníamos ¿Vale?
– ¿Cómo que cleíais que lo tenías?
– Hemos ido a su casa… no había rastro de él.
– ¿Y sus padres, no os han dicho nada?
– No, estaban como la guarra esta, no han soltado prenda. «No sabemos nada, por favor no nos hagan daño» es lo más que han acertado a decir los muy subnormales.
– Volver a intelogarlos, toltularlos, lo que haga falta. Pero sacad de una vez dónde está ese maldito niño.
– Ya lo hicimos…
– ¿Y qué?
– Creo que nos pasamos, nos los cargamos a ambos.
– ¡¿Que qué?!
– Yo que sé joder… no soy médico. Comenzaron a echar espuma por la boca y no hubo forma de reanimarlos.
– Estos lusos…¡Sois tontos! – oigo sus pasos alejándose del lugar. Sin embargo, sus enormes botas no se mueven del sitio…

La puerta chirria muy despacio. Estoy destrozada, no puedo hacer ni el intento de poner mis manos para protegerme. Él sonríe otra vez, y pone esa sonrisa que tanto asco me da. Cierra al entrar para que nadie lo vea… «¿Cómo está mi chica favorita?»

Hoy ha sido largo, ha tardado casi diez minutos que bien podrían ser toda una eternidad. Llega un momento en que ya no sabes si eres una persona, si estás viva o muerta o si eres un mero objeto que pasará la eternidad en este particular purgatorio. Él se sube los pantalones y se abrocha el cinturón en el último agujero. «Tengo hambre» acierto a decir mientras lo veo salir, una lágrima brota inconsciente de mi ojo.
– ¿Es que no has comido bastante ya, perra? – dice mientras sale de nuevo afuera, alguien espera al otro lado de la puerta.
– ¿Le damos algo? – es él otro hombre, de nuevo.
– No, déjala – sigue sonriendo, en sus ojos vacíos no hay un ápice de piedad – dice que está a dieta. Que la dejen limpita.

Ambos se van y un tercer sujeto, también de rasgos asiáticos, aparece al final del pasillo con una enorme manguera. Se pone ante la puerta y agarra con fuerza el grifo de la misma. Sin embargo, la deja en el suelo y, su jefe, que parecía que ya se había marchado, vuelve. Se acerca a mí, «Otra vez no, por favor» pienso para mis adentros mientras noto su mano pasar por mi cara, marcada ya de por vida:

– ¿Sabes? Todo esto se acabaría para ti si nos dijeras dónde está el chico. No vas a salil de aquí, no te voy a engañar, pero al menos dejarías de sufrir – saca una barrita de su bolsillo y me la mete en la boca para que mastique.
– Gracias… no sé donde está – digo con aire desesperado, quiero que esto acabe ya.
– Niña, eso no está en mis manos, hasta que Mijail no quiera seguirás aquí. Si alguna vez quieres algo de comer plegunta por Bang, intentaré traerte algo – se levanta y camina hacia la puerta, donde su secuaz ya está cogiendo de nuevo la manguera.
– ¿Por qué me ayuda?
– En cierto sentido, me recuerdas a mi hija. Pero ella no se mete donde no le llaman…

Desaparece cuando aún no he terminado de comerme la barrita. El muchacho vuelve a coger el largo tubo de plástico. Sin tiempo si quiera a poner mis manos, noto como mil cuchillos se clavan en mi cuerpo. Apenas diez segundo de agua congelada son suficientes para quedar completamente empapada. Voy a la esquina y busco en las frías paredes un refugio donde guardar mi calor corporal. Cierro los ojos y aguanto la respiración, se supone que yo servía para esto…

– ¡Aaaaah! – me despierto sobresaltado en un charco de sudor.
– ¿Qué pasa? ¿Una pesadilla?
.- No… es ella, ¡Silvia!
– No te preocupes, está en buenas manos – me abraza y se pone bocabajo. Yo quedo tendido en mitad de la noche, con la oscuridad y el calor que su cuerpo me da. Otra noche que me quedaré sin dormir… los lobos aúllan desde lo más profundo del bosque y yo no consigo quitármela de la cabeza.

Capítulo 13
30 de Octubre


– ¿Quién eres?
– No, ¿Quién eres tú? Creo que no estás en posición de preguntar nada, al fin y al cabo no he sido yo el que preguntaba por ti.
– Sólo soy alguien que busca a otro alguien que conoces muy bien.
– No me vengas con jueguecitos chaval… – se siente muy poderoso tras la pantalla del ordenador -, dime qué quieres, mi tiempo es oro y mi paciencia no es muy grande. No me queda mucho de lo primero y menos de lo segundo.
– Yo no importo ahora, así que no voy a perder tiempo hablando de mí. Hace días que te estoy buscando, es por ella.
– Ella, ella… ¿Te crees que conozco a pocas?
– ¿Te dice algo el nombre de Silvia?

En mitad de un chat digno del Medievo, perdido en la inmensidad del internet profundo me encuentro cara a cara con OjosGrises50, ese tipo extraño que se hace de rogar pero que bien sé que no tiene nada mejor que hacer:

– ¿Qué le pasa a esa guarra?
– Mira, no te voy a decir lo que realmente pienso porque te necesito, pero creo que la conoces muy poco.
– Quizá seas tú el que la conoce muy poco…
– ¿A qué te refieres?
– ¿Qué quieres saber de ella? No me hagas perder el tiempo ¡Joder!
– ¿Dónde está?
– En su casa… ¡¿Y yo qué sé?!
– Por favor, ¿Qué quieres de mí? Sé que sabes mucho de ella y que habéis hablado largo y tendido de según qué cosas. Te daré lo que quieras, pero necesito encontrarla.
– ¿Por qué?
– Ni yo lo sé, pero no soportaría perderla.
– Está bien, pero aún no me fío del todo de ti… ¿Cuál es tu nombre?
– No te lo pienso decir, me buscan, no quiero dar más pistas de las necesarias.
– ¿Dónde la conociste?
– Una mañana la escuché salir con su coche, yo cogí el de mi padre y la seguí.
– Me basta con eso Pablo, ¿Has averiguado algo más desde su desaparición?
– ¿Cómo sabes mi nombre? Nada, sólo sé lo que tú le contaste y de lo que dejó constancia.
– Entonces, ya sabes más o menos por dónde va el tema… El resto lo descubrirás por ti mismo.
– ¿A qué te refieres?
– Quieres recuperarla, ¿Verdad?
– Evidentemente.
– Yo no sé donde está, pero si me cuentas qué sucedió… quizá (no te hagas ilusiones) pueda ayudarte.
– Todo fue muy rápido, una mañana estábamos en el taller y sin apenas darme cuenta, entraron y se la llevaron a punta de pistola.
– Creo que no me estás contando toda la verdad aún…
– No sé qué más puedo contarte. Bueno, hay algo que quizá quieras saber, pero aún no confío en ti.
– ¿Por qué no?
– No te conozco de nada, no aún. Podrías ser uno de ellos.
– Mira gordito, o te fías de mí o no la vas a volver en la vida, así de claro.
– ¿Cómo sabes eso?
– ¿El qué?
– Lo de gordito, ¡¿Cómo coño lo sabes?!
– Sé muchas cosas de ti. Te tengo que dejar, espero que la próxima vez que hablemos estés más receptivo.
•Ojosgrises50 última conexión hoy a las 10:30

Bajo las escaleras y vuelvo a salir al exterior del caserón de madera. El Sol sigue vigente en el cielo como lo ha hecho estas últimas dos semanas y el Verano se resiste a irse. Diego se ha pasado toda la noche en vela, y ahora apoya su cabeza sobre la mesa de madera donde comemos intentando llevar su resaca de la mejor forma posible. Cintia está junto al Panda, tiene el motor levantado y parece que le está haciendo una revisión a fondo:

– ¿Qué haces «manitas»?
– Este coche no está nada «al día», en cualquier momento lo dejará tirado en algún secarral de la zona – me contesta mientras introduce los brazos hasta la altura del codo por un hueco del diminuto motor.
– ¿Es grave, doctora?
– Un poco sí, yo creo que le falta una buena puesta a punto, es un utilitario que lleva 70 años siendo usado como un todoterreno, no sé cómo este motor lo ha soportado.
– Es enano ¿Qué tendrá…40 caballos?
– Lo dudo, esos tendría al salir de casa, ahora le quedarán 15 – comienza a reír -, con la cantidad de fugas y de puntos por los que pierde presión y temperatura, puede ser incluso que su potencia sea negativa.
– Quizá… cuando todo esto acabe, podríamos dejarle el Land Rover, nos ha acogido en su casa sin conocernos de nada, y después a saber si lo volveremos a utilizar.
– ¡¿Quéeeee….?! Ni loca.
– ¿Por qué?
– Mi padre nos mataría, ¿Eres consciente de lo valioso que es un coche así y en ese estado hoy en día?
– Pues no sé, entonces ¿Qué podemos hacerle? Me siento en deuda con él.
– Yo creo que deberíamos de apretarle las tuercas al cacharrete – golpea la chapa de color granate oxidada y desteñida.
– ¿Tendremos piezas de recambio en el taller?
– ¿Bromeas? De esta cosa sólo se puede aprovecha el bloque motor… y seguramente ni eso.
– No lo entiendo, Diego decía que iba perfecto.
– ¿Diego? ¿De verdad das veracidad a algo que salga de su boca?
– Te eshcuchado niñia, leugo me dishes que quiere’ come’ – dice el viejo, incapaz de levantar su cabeza y desparramando el poco vodka que le queda en la botella sobre la mesa redonda.
– Creo que la has liado jejeje…
– ¿Tú crees? De aquí a dos minutos no se acuerda – me contesta la rubia platino.
– ¿Qué noooo, esquerosa? Ya verah como macuerdo de to’ – vuelve a replicarle moviendo sólo y exclusivamente su mano izquierda de forma bastante cómica.
– Y entonces… ¿Qué propones?
– No sé, le vamos a hacer algo grande, lo vamos a dejar listo para que pueda cruzar el desierto del Sahara si fuera necesario. Empezaremos por un buen swap.
– Y eso… ¿Qué es exactamente?
– Ya lo verás, tú pídele las llaves al «señor» que yo me encargo del resto – va hacia el Defender y saca una cable aparentemente resistente (a mí se me van los ojos hacia cierto sitio).
– La tentación es fuehte – Diego ha conseguido erguir su cuerpo, darse media vuelta y pillarme mirando donde no debo. Mientras se limpia las babas con el brazo pronuncia tan profunda frase y vuelve a fijar sus ojos grises en lo más profundo de su estado etílico -, te he vishto hehehehe…

Tras unos segundos de inestable conciencia, el alcohol le puede y cae al suelo sobre su brazo izquierdo. No se queja y sigue con su estúpida carcajada de borracho mayor. Me acerco a él con cierto tacto y le digo:

– Mira Dieguito, nos vamos a llevar a la tartana para arreglarle un par de cosas, volveremos esta misma tarde.
– ¿Qué disis hijoooputas? – arrastra las palabras mientras patalea torpemente para levantarse – El Panda va de la oooooooshtia, no te loh vah a llevah ni mieda.

Intenta acercarse a Cintia levantando el polvo del camino con sus pies y llevando su mirada hacia ella, que busca el gancho delantero del panda para poder remolcarlo:

– ¡¡Que te he dicho que nooo lo toqueee’!! – sin tiempo de terminar la frase, su tobillo se tuerce al pisar una piedra y la gravedad hace el resto. Como por arte de magia, se queda allí tirado sin decir nada más. Aprieta sus párpados e intenta dormir.
– ¡Ala! Pues ya ha encallao’ – dice ella con un inesperado acento sureño – ¡Nos vamos!
– Pero espera mujer, ¿Lo vamos a dejar aquí? – digo convencido.
– Tienes razón – se pone frente a mí y me mira directo a los ojos con ese tono azulado tan bonito, un gesto muy serio, sarcásticamente serio diría yo… – no se puede quedar así.

Vuelve a la casa rauda y veloz. Entra mientras yo me quedo observándolo. «Míralo que a gusto está el jodío ahí tirado, tiene que molar eso de beber…» pienso para mí mismo en un momento de inteligencia sobrenatural. Él sigue con los ojos cerrados, el Parkinson ha desaparecido, mueve su boca como si estuviera masticando un chicle y hace una extraña mueca, casi como si riera. Parece estar feliz. Cintia sale de la casa con algo de tela entre las manos. Cuando baja las escaleras del porche me percato de que se trata de una manta. Se pone a su altura y con mucha soltura la desdobla y coloca sobre Diego, que sigue en estado vegetal:

– Con esta solanera, cualquiera lo deja «a pelo» aquí. Lo dicho corazón, ¡a dormir la mona! – dice mientras va hacia el todoterreno británico.
– Hijo puta, mi coshe! – y así, cual cadáver de película policíaca, su voz y su cordura quedan protegidas por la manta.
– No te preocupes – me dice -, él solito habrá salido de muchas peores. Para cuando volvamos nos habrá cocinado algo y todo el buen hombre.
– Si tú lo dices… Por cierto ¡Me pido piloto!
– ¿Qué? Sí claro, y yo te hago aire mientras. ¿Alguna vez has remolcado un coche? Y más este que está en un estado tan delicado, te dejo a ti al mando y cuando lleguemos está en el chasis. Tú tira para la lata de atún y deja el trabajo de hombres a la señorita.

Y así, sin comerlo ni beberlo, me encuentro en el interior de la peor cosa que he podido conducir jamás (el GTI a su lado es un coche premium). Su acabado en tela roñosa, sus salpicadero cargadísimo de detalles y su dirección intuitiva (intuyo que está dura como una roca y que me la voy a pegar), hacen que esté sudando sin aún haber arrancado.»Mete punto muerto y quita el freno de mano. El tiempo es oro, iremos lentos y por caminos de tierra, así no nos interceptarán» me grita ya montada en su elegante montura (si lo comparamos con la latita con ruedas).

Los kilómetros de polvo y olivos abandonados se intercalan con la velocidad, casi negativa, del exquisito convoy que formamos. El volante parece estar soldado, antes de cada curva me da un ataque de pánico al ver como Cintia traza sin mayores complicaciones mientras yo apuro el exterior del giro, dejando incluso las ruedas metidas en la cuneta que, por suerte, está completamente tapada gracias a años de barro y porquería acumulada que nadie se ha encargado de quitar. Tiro del freno de mano para bajar la velocidad (es inútil, el poderío del V8 hace que ni siquiera se percate de que llevo el tren trasero bloqueado) y tras ver como es imposible hacer nada por reducir la velocidad, bajo la ventanilla, saco la mano y le hago un gesto para que reduzca la marcha; viene una horquilla muy cerrada y a pesar de no llevar velocímetro creo que de los 40 o 50 no bajamos. Veo su sonrisa maliciosa por el retrovisor (cada vez me recuerda más a cierta persona), me dedica una peineta y aprieta los 8 cilindros a todo lo que pueden ofrecer. Los dos metros de cuerda que nos separan hacen que muy pronto ésta se ponga tensa y la trepidante aceleración me deje pegado al simple y tosco asiento. No sé si ella se percatará de que vamos muy pasados (al menos para las capacidades de «mi máquina») pero la velocidad a bordo de esta cosa se siente, y mucho.

Agarro el freno de mano con exigencia, el pequeño utilitario derrapa y se desliza de medio lado, yo contravolanteo como mejor sé pero tengo la sensación de que si no lo hiciera, el Land Rover seguiría tirando del morro con fuerza y lo mantendría de igual forma sobre el camino. La curva a derechas se aproxima, yo sigo de lado y Cintia espera hasta el último segundo para levantar el pedal del acelerador. Frena levemente y se lanza al interior machacando piedras, arbustos y todo cuanto encuentra en los cantones con sus enormes neumáticos. Yo suelto la palanca y coloco las dos manos sobre el volante, intentando evitar lo inevitable. Trato de seguir su estela apurando el vértice de la horquilla, pero a diferencia del mastodonte (que parece ir sobre raíles), el Panda apenas tiene agarre (los neumáticos son diminutos y seguramente estén completamente cristalizados) y en vez de continuar con la trazada perfecta hace un recto que me conduce directo al tronco de un almendro. Suelto el volante y pongo los brazos en forma de X protegiendo mi cara, dejando un pequeño resquicio para que mi ojo derecho pueda ver cómo me estampo. Nos aproximamos… apenas 30 metros de subviraje y otros tantos de cuneta para terminar hecho un acordeón. Y entonces… ¡Plas! Un tirón del gancho del Seat y la dirección soluciona el problema de irnos de morros con una violencia digna de un buen accidente, se va de culo y comienza a derrapar con las ruedas traseras metidas de lleno en la cuneta levantando polvo y trazando de lado no menos de 100 metros.

Vuelvo a poner las manos en el volante, lo giro a la izquierda todo cuanto puedo para no forzarlo más de lo que ya está y rezo a la cuerda para que no se rompa, la pobre está aprendiendo el principio de «acción y reacción» de la forma más tortuosa y dolorosa posible. Recuerdo las palabras de Cintia «No te preocupes, aguantará de sobra, soporta hasta 1500 kg», no sé si sabe algo de física elemental, pero no sé si antes de hacer la gracia tuvo en cuenca eso de que el Land Rover quisiera ir hacia Jaén a 80 km/h mientras que el Panda tiraba en dirección a Cuenca a unos 60 por hora y en sentido inverso. La enorme horquilla parece llegar a su fin y con ella el sudor a borbotones que brota por cada poro de mi piel. Esta mujer ha elevado a un nuevo nivel la descripción de miedo, las cosas de Silvia a su lado parecen un juego de niños. Saca la mano por la ventana mientras reduce a segunda para salvar la enorme pendiente, me hace un gesto de aprobación mientras se parte a carcajada limpia y vuelve a poner su vista en el frente mientras que al fondo, en lo más hondo del valle, se intuye el reflejo del Sol incidiendo en el tejado del taller. «Tengo que dejar de pegarme estos sustos, mi corazón me lo agradecerá» me digo a mí mismo:


– ¿Te has «acojonao» mucho o qué? – me pregunta entre risas justo al bajar del coche.
– ¡¿Yo?! ¡Qué dices! Sabía que el cable aguantaría, pero vamos, que la próxima vez conduzco yo, aunque espero que no haya una próxima jejeje…
– Tranquilo que no la habrá… Por cierto, ¿Quieres otra camiseta?
– ¿Otra? ¿Por qué?
– No sé, ¿Porque la tienes empapada?
– Ah, lo dices por lo de los sobacos. Nada, da igual, es que hace un poco de calor, eso es todo.
– 18 grados en manga corta, ahora llaman calor a eso – vuelve a reír mientras entra directa a la campa del desguace, sin tan siquiera esperarme.

Pasa la segunda y tercera fila de coches amontonados de tres en tres, ignorando incluso un Seat Panda que, a pesar de no ser el 4X4, bien podría tener más de una pieza interesante para la chatarrilla. Tras andar como minuto y medio sin detenerse, llegamos a la octava hilera (la última del recinto), donde se interesa especialmente por un pequeño utilitario de color blanco con un gran golpe en la parte de atrás y completamente desmenuzado, apenas queda chasis y carrocería de él:

– Estoy segura de que mi padre guardo el motor de este, los Fire van muy bien en bajas y daban unos 60 caballos si mal no recuerdo, más que de sobra para el viejo y el peso del Panda. Además, siempre podemos darle un poco de alegría.
– Pero… si ni siquiera es un Seat, ¿Cómo vas a hacerlo?
– Fiat y Seat compartían muchas piezas en esa época, donde yo vivo tenemos cacharros de este estilo para movernos gastando poco y son lo mejor, los conozco bastante bien, no te preocupes. Este Punto nos viene de perlas.
– Está bien, aquí la que entiendes de mecánica eres tú.
– Pablo – se calla mientras observa muy seria el morro vacío del Punto.
– ¿Qué? – espero cualquier cosa de esta chica…
– Vamos al almacén.

Un par de minutos entre las estanterías es suficiente para localizar el diminuto 1200 entre enormes y potentes bloques de 6 y 8 cilindros. Empujamos sin dificultad (es muy ligera) la tartana hasta el interior del taller tras hacer hueco entre el Calibra y el 928 oscuro. Me quedo un rato mirando al segundo, tiene un gran porte (podría pasar por uno de ellos) y clase, y la verdad que aunque el cambio automático no me agrade demasiado, tengo curiosidad por catarlo. Si terminamos pronto me daré una vuelta… «Ni se te ocurra, ahora mismo somos los más buscados de la provincia, debemos evitar a toda costa las carreteras asfaltadas» me dice Cintia sin yo haber pronunciado una palabra.

Con ayuda de una pequeña grúa, de un elevador y de unas cuantas sogas conseguimos en no más de tres horas quitar el motor antiguo y asegurar el nuevo. Otra hora más para conectar la electrónica y todos los conductos y…:

– ¡Toma ya! ¡Funciona! Creo que es la primera vez que me arranca un coche a la primera después de hacerle un swap.
– ¡Estupendo! ¿Puedo ir a darme una vuelta en el Porsche ya? – le pregunto mientras veo como el Sol entra directo por el cristal del techo.
– ¿Que qué? No hemos acaba aún…
– ¿Ah no? ¿Y qué más quieres que le hagamos?
– ¿Bromeas? Mira, como mínimo le tenemos que dar un poco de alegría al motor este, a parte, prepárate para cambiar suspensión (ya tengo localizada una que le quedará perfecta jejeje), ruedas, asientos… y reza para que no se me antoje un grupo corto, que sino no salimos de aquí hasta la noche.

Mis tripas resuenan a última hora de la tarde suplicando algo de qué alimentarse, su diminuto estómago parece poder aguantar días de ayuno pero yo aún soy un gordo que necesita muchas calorías para rendir. Por suerte esta es la última rueda, después de eso sólo habrá que limpiarse las manos de sangre, echar un poco de alcohol a las heridas y volver a casa a comer algo:

– Se ha quedado impresionante, no parece el mismo coche ¿Qué opinas? – a ella aún le quedan fuerzas para hablar.
– La verdad que ha merecido la pena el curro… pero creo que hacerlo todo en un día no es sano, ¿No podríamos haberlo hecho un poco más despacio?
– ¡No! Cuanto menos vengamos aquí mejor, y además si viniéramos varios días antes o después nos pillarían. Pasar siempre por el mismo sitio es lo primero que no debes hacer si quieres seguir vivo. Ya descansarás y comerás esta noche.
– Llevas razón, no te voy a engañar – le guiño el ojo -, lo único…
– ¿Qué? – dice ella sin retirarme la mirada.
– ¿No crees que un baquet no es la mejor opción para una persona mayor?
– ¿Y qué propones?
– Espera un segundo.

La dejo sola en el taller y me marcho a buscar algún asiento más «interesante». Hay muchos que tienen muy buena pinta, mucho mejor que los que traía de serie. La idea de los baquets es un poco estúpida, quiere un coche para ir al huerto, no para hacer la antigua «Paris-Dakar». Así que, tras un rato de indecisión (la variedad en el almacén es brutal y algunos están prácticamente nuevos) me decanto por el más grande, cómodo y aparentemente caro de la estantería. De cuero marrón y pesando un quintal, lo arrastro hasta la zona de trabajo donde me espera ella con no muy buena cara y las manos apoyadas en su cintura:

– ¿Qué? ¿A que este está mejor? – muestro una leve sonrisa, tratando de enfriar el ambiente.
– El asiento de un Mercedes Clase S en un Seat Panda… muy maduro – nótese el sarcasmo.
– ¿A qué mola? Tiene para hacer masajes y todo…
– Pesa ¿Verdad?
– Un poco, pero estoy fuerte jejejeje… – no muestra ni una leve sonrisa.
– Sabes que lleva masaje y que todo es electrónico ¿No?
– Sí, claro, si por eso lo he cogido.
– Necesitamos otro motor sólo para darle corriente a la cosa esta.
– Yo creo que a Diego le gustaría.
– Más que un ayudante eres una cruz, lo sabes ¿Verdad? Anda, búscame una buena batería y no se te ocurra tener ni un sólo caprichito más. Y mientras que yo me pongo con el asiento tú le instalarás el snorkel.
– Pero…
– ¡Y no quiero peros!

Se pone a sacar el baquet a martillazo limpio y de su frente brotan las gotas de sudor como no lo han hecho en todo el día. Yo la observo desde el techo, desde donde fijo la parte más alta de la «trompa» para que la chatarrita respire hasta debajo del agua. Sonrío y ella me manda otro corte de mangas; aún recuerdo el episodio de esta mañana y no siento el más mínimo remordimiento.

Tras hora y media más de sudores y de «cagarse en todo lo cagable», Cintia de por concluido su trabajo en el Panda, yo acabo diez minutos después aunque según ella tendría que haberme dado tiempo a ponerlo y quitarlo tres veces. «Ahora somos libres» dice tras arrancar el Land Rover. Hago lo propio en el Panda y siento por primera vez lo que es arrancar un cacharro de 700 kilos y casi 100 caballos (según la jefa) con escape libre. Ella sale delante, se para en la puerta y apaga el automático de la nave, todas las luces se apagan y yo me encargo de cerrar el enorme portón. Tras un día de tensa actividad, ambos nos quedamos un segundo mirando a la puerta, observando los coches amontonados en total penumbra y escuchando el ruido de zorros, jabalís y demás animales que en nuestra ausencia son los amos y señores de esta tierra. Ella, por fin, muestra una lacónica sonrisa, se da la vuelta y nos miramos. A ambos nos apetece darnos un abrazo y es lo que hacemos, noto su espalda mojada y seguro que también ella nota la mía. «Nos vamos a casa» le digo después de chocarnos la mano.

El Land Rover abre el séquito, sin embargo su V8 queda en un susurro al lado del 1200 anabolizado que le precede. En los apenas dos kilómetros de carretera aprovecho para probar un poco más el asiento de lujo que con tan buen ojo he escogido. Noto una especie de rodillo subiendo de arriba a abajo por mi espalda, una sensación muy extraña a la par que relajante. Regulo la altura e inclinación con otro botón e incluso tengo la opción de ajustar el reposacabezas. Es una delicia a pesar del estremecedor ruido que mis tímpanos soportan y que, a pesar de ir en la última marcha del coche y a muy bajo régimen lo hace completamente insoportable. «Mañana volveré a por un tubo de escape» pienso decidido. Y entonces, del techo del Defender brota un enorme manantial de luz, casi como si un cachito de Sol estuviera concentrado en la baca del mismo. Una parrilla con faros extremadamente potentes ilumina el camino que muy pronto se convertirá en camino. Al llegar a la primera intersección, y viendo con claridad todo cuanto hay delante gracias a los focos, noto como reduce de marcha y el Land Rover sube su régimen de revoluciones hasta su par máximo. «Esta tía me la va a jugar de nuevo», reduzco a tercera y un ensordecedor pero excitante estruendo me empuja hacia su guardabarros trasero. Pone el intermitente a la derecha y se mete por un carril de cabras pegando un gran salto sobre un primer cambio de rasante. Supongo que se ha tomado la reducción de marcha como una provocación y está enseñándome quien manda, pero quizá sea yo y esta máquina de masajes los que le demos el hachazo final…

En la primera recta sus enormes neumáticos le hacen saltar sobre pedruscos y baches sin mayor complicaciones, yo la sigo cada vez más distanciado y esquivando todo lo que puedo. Cada vez que piso algo el Panda se queda a dos ruedas y el motor Fiat apretado hasta el límite emite unos berridos de dolor. Sin embargo en las curvas el enorme ballenato tiene que tomárselo con bastante precaución debido a las inercias, cosa que con la chatarrita no hay que tener en cuenta, además siempre puedo tirar del freno de mano (al que le he cogido muy bien el tacto esta mañana). El viaje se me antoja muy corto volando a 80 por hora entre olivos y árboles frutales, jugándonos el pescuezo en cada curva y viendo los grandes ciervos cruzar asustados a apenas unos metros. Las curvas son más divertidas de lado, así que mientras el mastodóntico y aburrido Land Rover se dedica a meter su morro por el interior, yo me dedico a pasear el tren trasero por las cunetas, levantando polvo y ayudándome de frenazos y golpes de gas para llevar el coche por donde quiera (lo bueno de que sea tan simple es que tienes la sensación de que todo está bajo tu control, nada depende de terceros y de electrónica innecesaria).

El reloj marca las nueve y media de la noche cuando nos dignamos a aparecer por casa de Diego (espero que le guste la sorpresa). Un Jabalí asándose en la barbacoa con un palo que lo atraviesa desde sus partes más íntimas hasta la boca nos recibe, del que no hay rastro es de DrinkingMan, pero el animalito nos da la ligera esperanza de que ha superado la resaca. Dejo el Panda en la misma puerta para que pueda verlo al salir. Nos acercamos a la fiera que comienza a soltar un olorcito nada desagradable, soy un poco reacio a comer demasiada carne (no somos los dueños de nada y los animales, por tanto, no nos pertenecen) pero hoy mi estómago y yo haremos una excepción:

– ¡Hombre chicos! Estaba preocupados, iba a salir a por vosotros pero no sabía cómo, porque no me dejasteis nada ¡Buajajaja! – aparece de la nada, su risa malévola delata que no está muy contento con nosotros y la cuadragésima botella de Vodka que lleva en la mano augura otra noche larga…
– ¿Qué? ¿Le gusta su coche nuevo? – pregunta Cintia.
– ¡Bendito sea el poder de Cristo! – se lleva las manos a la cabeza y comienza a rodearlo – Pero ¿Qué le habéis hecho? Mi coche era mucho más…
– Lento, pesado, obsoleto, bajo, inseguro y un largo etcétera de cosas – interrumpo yo -; y lo mejor está dentro, ¡No se corte! Entre, entre…
– ¡Dios! ¿Y este asiento? – se sienta y comienza a tocar botones, hasta que consigue darle al del masaje – Me cago en mi puta vida buajajajaja, yo de aquí no me muevo, ¡Pa’ vosotros la cena, el vodka y su puta madre!
– No olvide arrancar el coche de vez en cuando, o se quedará sin batería – le dice ella.

Nos alejamos corriendo hacia la mesa, nuestro hambre bien podría matar una vaca a bocados, pero como tenemos un cochinillo bien grande la dejaremos vivir una noche más. «¿No hay otra cosa que no sea vodka?» pregunta mientras apura el primer trozo de costilla. Niego con la cabeza y sigo sin dejar descanso a mi mandíbula, que se pelea por un lado con medio kilo de solomillo y por el otro con una pata de jamón de la que (en condiciones normales) podría estar alimentándome un mes. «Una noche es una noche» digo un rato después mientras preparo mi primer chupitazo. Ella hace lo propio y se busca un vaso aún más grande.

Diego continúa allí sentado con los ojos cerrados, mi vejiga está pidiendo una pequeña tregua así que subo al segundo piso a echar una meada. Paso por nuestra habitación y observo de reojo el chivato del portátil parpadeando. Tras dejar medio litro de etílica orina en el wc hago una parada y trato de buscar el origen de la parpadeante luz. Lo abro y descubro que mi bandeja de entrada está repleta de nuevos mensajes: «Recibido hoy a las 20:34. Remitente: OjosGrises50». Trago un poco de saliva, el alcohol hace que apenas pueda leer lo que pone en la pantalla, pero soy consciente de que quizá no haya sido tan buena idea lo de ausentarme todo el día, y menos lo de ponerme hasta el culo de bebida sin haber probado una gota de alcohol en mi vida. La oigo subir las escaleras:

– Pablo, ¡Qué se te endfría el Vozzzka!
– Un momentito, tengo un menzaje de…
– ¿¿Del Ojos grizes de los cohones?? ¡Que le den!
– Quizá tenga alguna novedad de Silvia – se me pasa toda la «mierda» al pensar en ella.
– ¡Que da igual! Puede esperar, baja y nosss echamos otra.
– Está bien… luego lo miro – me levanto y ella me toca el culo, ambos bajamos al piso de abajo con más roce de la cuenta.

Capítulo 14

«Belleza», ese concepto abstracto, salido de alguna palabra latina o griega y oculta en ese lugar que menos te esperas. Evoca recuerdos en mi mente, me atormenta cada vez que parpadeo con su pelo castaño o cuando intento llorar por las noches cuando ella se duerme. Te abduce en cualquier momento, puede ser al contemplar un paisaje, al ver la foto de un RSR Turbo Type 934 destripado o sentado ante alguien que hasta ahora, a pesar de ser objetivamente bella, nunca te había atraído. Decimoquinto trago de la noche, el sonido del asiento del panda de fondo y las pequeñas explosiones de las brasas que quedan en la barbacoa es lo único que interfiere entre mi mirada fija (a la par que perdida) y sus ojos azules, dilatados por la oscuridad de la noche. Ella parece ignorar que la observo, ignora que ya no la miro como antes… pero entonces vuelve su rostro hacia mí y me mira directamente:

– ¿Qué?
– Nada – le respondo.
– Estás un poco lejos ¿No?

Se levanta de su silla tras tomar otro chupitazo. Rodea la mesa y se acerca a mí, apoya su mano en mi hombro y, tras unos segundos, clava sus infinitos ojos azules en los míos (algo más tristes y terrenales). Noto un calor inusual, una extraña forma que acaricia mi cuello y hace al sudor frío deslizarse por mi espalda. Sus vaqueros ajustados rozan mi brazo y por un momento, hay un pequeño remanso de paz que me hace olvidar toda miseria que me rodea. Soy (o era) un muerto en vida, alguien que sabe poco de sentimientos, de emociones, de la vida… mas ahora todo eso parece no existir, mi autismo social se disipa entre el canto de los grillos y la noche estrellada. Entre reflexiones cercanas a la empalagosa prosa de Neruda, ella se sienta en mis piernas y apega su cara a la mía. Me atrevo a cogerla de la cintura y comienzo a oler su pelo, que desprende un cierto aroma embaucador.

No hay más palabras que puedan estorbar a lo que percibimos en ese instante, sé que lo que hacemos no está bien y que hay alguien que ahora mira al techo y se pregunta qué estoy haciendo para ayudarle. El tiempo se detiene y lo que parece una vida por delante se queda en la última noche antes del fin, algo me dice que nos queda poco tiempo y ninguna esperanza, algo me dice que sea lo que sea, acabará pronto. Así pues, noto el aire de los pulmones salir por su nariz y chocar contra mi arco de Cupido. El momento llega, no hay amor ni sentimientos por medio, al menos no por mi parte. Pero este maldito vodka hace de nosotros un par de animales que no controlan sus instintos más básicos y a los que nos importa nada. Ella no parece preocupada por el hecho de que mi mano se encuentre en algún punto que apenas identifico bajo su camiseta, a mí tampoco me alarma su mano recorriendo mi muslo. Está a años luz de mí, aún así se rebaja a mi mundo y sucumbe a mi escaso atractivo, acerca sus labios a los míos y mi inocencia comienza a marchar ríos abajo tras 20 años de tediosa compañía. Al principio es un tímido beso que ambos recibimos con los ojos cerrados, luego es un segundo bastante más agudo en el que comienzo a abrir la boca sutilmente. En el tercero no dejamos de medias verdades y sólo nuestra respiración marca el inicio y el fin de las acometidas. «Así que era esto…» pienso mientras vuelvo a abrir los ojos y la observo entregándose, mientras yo presto ya más atención a los árboles del bosque a ella.

Subimos las escaleras comiéndonos a besos e incluso tiramos un jarrón del pasillo por nuestra desaforada pasión y la caraja que llevamos encima. Chocamos contra todas las puertas: la del baño, la de la despensa, la del resto de habitaciones… llegamos a la que ha sido nuestra estancia estos últimos… ¿Cuántos? ¿6 o 7 días? Me empuja hacia la cama sin preguntarme tan siquiera si estoy preparado. Vuelven las dudas, no sé si lo estoy y la confianza de la que era víctima hace un momento ha desaparecido. Vuelvo a ver a ella como una especie de ángel que ha venido a encontrarse con el más ogro de todos los terrícolas. Además, en mi mente se dibuja otro ángel que nada tiene que ver con ella. Se pone encima de mí, el vodka y la rabia acumulada hace que lleve esto de una forma demasiado «apasionada», violenta incluso. Apenas si se ha quitado la camiseta cuando comienza con la mía. Me la quita de un movimiento y comienza a besarme el cuello mientras me restriega su cuerpo atlético. Noto sus pechos y la agarro de la cintura mientras ella sigue con su contoneo, no sé qué me ve, pero a pesar de querer hacerlo más que nada en este mundo, no puedo dejarla que siga. Con cierto tacto comienzo a girar la cara para que nuestros fluidos no entren en contacto ni una vez más, ella parece no darse por aludida y sigue con su ritual agarrándome de los brazos y desabrochándose los vaqueros:

– ¡Para! No puedo hacerlo…
– ¿Qué? ¿Qué dices? ¿Te pasa algo tío?
– No… es sólo que…
– Es ella, ¿Verdad? – dice mientras se quita de encima y busca su camiseta.
– No, no la metas en esto, no tienes nada que ver.
– Seguro que no – dice con un tono a medio camino entre el sarcasmo de House y la rabia de un perro – no catarás otra así en tu vida, ¡qué lo sepas!
– De eso sí estoy seguro – digo mientras me siento en la cama y termino de colocarme la mochila y trato de apaciguar los nervios de «el de ahí abajo».
– ¡Que te den por culo Pablo! Te arrepentirás de esto, no busques más ayuda en mi porque no la habrá, me vuelvo a casa – aunque la borrachera que lleva encima es bastante superior a la mía (comparando peso y chupitos consumidos las cuentas no me salen), no vacila lo más mínimo al decir eso.

Cierra de un portazo y se va no sé a dónde con evidentes lágrimas en sus ojos. No he sido un caballero ni estoy orgulloso de lo que acabo de hacer, pero no quiero estar torturándome el tiempo que le quede a esto. Es una decisión errónea, de eso estoy seguro, pero a veces hay que dejar el realismo a un lado y ser sincero con uno mismo, después de todo lo que ha hecho no podría hacerlo poniéndole la cara de Silvia.

Me tapo y me doy media vuelta mientras intento que mi testosterona vuelva a sus niveles normales. El sudor cae por mi frente y aún siento el calor sofocante de ella sobre mi cintura. Cierro los ojos y noto como mis retinas se acostumbran a la oscuridad asfixiante de una noche que comienza a nublarse. Percibo las sombre de la habitación incluso con mis párpados de por medio, los años de ordenador y penumbra hacen que mi visión se asemeje más a la de un búho que a la de un humano, el Sol aún me ciega por las mañanas. Concilio el sueño pensando en una melena marrón que se pierde al final de un pasillo, que corre en mitad de la noche por un lugar viejo y maloliente, con una gran cantidad de humedad y con unos charcos que humedecen todo el suelo. Siento el frío que ella desprende: está muerta. A punto de dormirme y en un estado de vigilia más cercano al Nirvana que al mundo real, un destello de luz me despierta, como un faro en mita de la mar.

Abro los ojos y trato de identificar la fuente de ese derroche de albor, viene de mi derecha, allá donde dejé mi portátil al medio día. Compruebo con incredulidad que ese potente faro no es más que el chivato del ordenador: tengo un nuevo mensaje.

«Comienzo a plantearme si alguna vez volveré a ver la luz del día. Llega un momento en el que es difícil saber si es de día o de noche o si las horas pasan o el tiempo corre hacia atrás. Por suerte (por decirlo de alguna manera) el móvil aún funciona, puedo saber al menos si el Sol ha salido o no. Sin embargo ellos parecen no tener tiempo para mí, tengo hambre, frío y sed pero no les preocupa lo más mínimo. Me he bañado en lagos helados pero fuera me esperaban con una toalla y un chocolate caliente. ¡Oh sí! Aquello sí eran buenos tiempos, recuerdo la última vez que vi a mi padre, ya había perdido aquel rostro de bonachón con el que lo conocí, para él tampoco era fácil, de eso estoy segura. Me dijo: «Quizá vuelvas siendo toda una heroína, podré presumir de hija lo que me queda de vida. Quizá no, pero eso no cambiará nada porque ya lo hago. En cualquier caso, vuelve, sólo eso te pido». No sé qué diría si supiera donde estoy ahora y lo que me están haciendo. Tras tantos días sin un sólo resquicio de esperanza, sin un mínimo de piedad por parte de ellos y con cientos de mensajes aún no contestados no sé a quién acudir. He comenzado a rezarle a Dios, nunca he sido creyente pero creo que esto me dará unas horas más de vida, es como una droga que me aísla de la realidad durante unos minutos, lo justo para que vuelvan ellos. Dejo el último mensaje de la noche antes de que abran la puerta, espero una contestación que no llega, hasta Pablo me ha abandonado:

– No te queda mucho tiempo, ¿Me vas a decir dónde está o te voy a tener que alimentar un día más?
– Como si me estuvieras alimentando, hijo de puta – le digo casi susurrando. Para que él no me escuche.
– Mira guapa. Bueno, por decirte algo porque da asco verte – me agarra de la cara y acerca la suya, vuelvo a oler su aliento putrefacto, digno de cualquier lonja a última hora de la tarde -. Me he cansado de ti, ya no me sirves ni para «relajarme», así que no me calientes que lo mismo no llegas a mañana. El reloj sigue contando, te quedan 45 horas en este mundo.

Ha dejado la puerta de la habitación abierta, algo que me tranquiliza. Siento que mi cuerpo no aguantaría otra de las suyas, apenas tengo fuerzas para moverme.

– Mátame ya, no sé donde está y… si lo supiera, tampoco te diría una mierda.
– ¡Ahhh! – entra en cólera – ¡¿Una puta como tú se va a reír de mí?! ¿Quieres que te enseñe cómo acabó la última que osó a hacerlo, eh, lo quieres ver? – comienza a reírse de forma estridente y se da la vuelta.

Agarra una de las tuberías de cobre que hay colgando de la pared (en teoría llevan el agua hasta mi lavabo, en la práctica sólo sirve para que una gotita me tenga desquiciada día y noche) e intenta arrancarla. No quiero imaginarme qué viene después ni me voy a quedar para comprobarlo. Con las fuerzas justas para seguir viva, me levanto apoyada no sé por qué fuerza y camino hacia la puerta arrastrando mis pies descalzos. Él sigue obcecado por desgajar aquel conducto; valiente mierda, no le vales sus 120 kilos para acabar conmigo sino que además necesita la ayudita de una barra metálica.

Corro hacia la puerta sabiendo que será la última oportunidad que tengo de salir de aquí, no hay más, o lo hago o moriré, nadie vendrá a buscarme. Hace tanto ruido que ni tan siquiera nota que paso a centímetros de su espalda, encaro un pasillo al que no había salido en la vida (cuando desperté ya estaba aquí dentro) y debo decidirme rápido: «¿Izquierda o derecha?» ¡Izquierda! Un halo de luz al fondo se abre como si fuera una puerta hacia la liberta. No es una luz normal, es blanca como la vía láctea en una noche despejada, no parece algo terrenal. ¿Será Dios? Sonrío y dejo caer el pequeño alambre con el que consigo sacar el móvil del agujero. Camino hacia ella, me siento mejor de lo que lo había hecho en días ¡La liberta me espera! Pronto estaré en casa, esto no será más que un mal recuerdo que suprimir de la historia que le cuente a papá frente a la chimenea. Soy muy ligera por lo que no me cuesta andar rápido, casi puedo oler el chocolate. Poco antes de llegar al pasillo lo oigo gritar en la habitación, «¿Ya te has dado cuenta? Maldito bastardo…» pienso mientras giro la esquina:

– ¡Eh, eh! ¿Dónde vas amiguita? – me encuentro a Pablo al otro lado. Me sonríe.
– Me voy a casa…
– Tú no vas a ningún sitio – ¡Pum! Un golpe en la espalda me desgarra la piel con el cobre desmembrado. El dolor me devuelve a la realidad, el chino de metro cincuenta discute con la mole rusa.
– Ele tonto… ¿Cómo se te ha escapao’?
– La he dejado que saliera a tomar el aire, listillo.
– Sí clalo, y voy yo y me lo cleo. Vete a tomar un café, ya la llevo yo de vuelta.

Sus botas del número 46 o 47 desaparecen escaleras arriba, tiene que abrir un par de puertas de hierro antes de llegar al piso de arriba. Contemplo la luz de una tubo fluorescente y una estrella que tímida aparece por un pequeño resquicio de la ventana. Su mano me agarra del brazo y me recoge del suelo, ahora sí que se acabo. He desperdiciado mi último aliento en un paso en falso, si estuviera en una partida de ajedrez yo sería el último peón, que acorralado en una esquina del tablero espera a que el alfil o el rey acaben con él, si la certeza no lo hace antes.

Me lleva hasta la habitación arrastrándome por el suelo:
– Levántate niña, no me lo hagas más difícil.
-No puedo señor, ¡No puedo! -ahogada en lágrimas, lo único que puedo sentir en este momentos es dolor, mi cuerpo pesa toneladas y mi mente, por fin, descansa en paz.

Me deja en una esquina de la habitación, sobre el suelo empapado. No recuerdo la última vez que estuve seca ni recuerdo otro olor que no sea el de la humedad. Llevo lustros en este caldo de cultivos de bacterias, hongos y mil mierdas, no sé cómo no me ha matado alguna enfermedad ya. «Espera un segundo» me dice él mientras me limito a llorar en la esquina más alejada de la puerta. Vuelve a los pocos minutos con algo en una bolsa: «Es mi cena de hoy, es para ti. Voy a cerrar la puerta ¿Vale? Así no podrá entrar. No hagas ninguna locura más y deja de llorar, es lo mejor para todos».

La deja justo a la entrada. No puedo darle las gracias, ni tengo fuerzas ni quiero dárselas, lo haría si me sacara de aquí o me matara ya. La herida de la espalda me hierve, el sudor cae mezclándose con el agua sucia, ambos forman una potente sustancia que me produce un escozor aún más intenso. Espero unos minutos con la puerta cerrada comprobando que nadie más pasa por el pasillo; una ver recupero las pulsaciones (que no el apetito) comienzo a moverme dando gracias a Dios (qué ironía ¿Verdad?) porque la barra no tocó mi columna vertebral y mi sistema nervioso sigue intacto.

Como un animal salvaje que se acerca con recelo a su presa, yo rodeo varias veces la bolsa sin atreverme a mirar en su interior. Cuando me atrevo a dar el paso encuentro en su interior un menú de lo más variado. Me recuerda a los fines de semana en que papá nos llevaba al restaurante chino a comer. Pollo con almendras y un par de rollitos de Primavera es todo cuanto hay, aparte de un cartón de zumo con inscripciones en un alfabeto oriental que no consigo descifrar. El primer bocado sabe a gloria, en mi lengua marchita surgen sabores perdidos entre el pan rancio y el agua llena de cal. El olor me hace bolar más allá de las rejas y la masa de trigo se entremezcla con el pollo con salsa agridulce (hace mucho que no lo comía) dándole al conjunto un gusto exquisito (quizá sea el hambre el que habla por mí).

Al terminar me siento con fuerzas para aguantar unos cuantos embistes más, o quizá haya llegado el momento de tirar la toalla… podría interpretar esto como mi última cena. Miro a mi alrededor, las paredes vacías y las manchas de moho no parecen querer acabar con mi vida. Observo con atención la tubería (ahora rota) que tanto le costó arrancar. Una bombilla se enciende en mi cerebro, si soportó tan bien sus no menos de 150 kilos tirando de ella con fuerza… ¿Por qué no iban a soportar unos escasos 55 kilos y unas reservas de energía bajo mínimos pataleando durante 15 segundos?

A estas alturas no hay lágrimas que valgan, es ahora cuando hay que ser fuerte, prometí irme de este mundo sonriendo. Tiro de lo que queda de lavabo con todas mis fuerzas. Apenas se mueve; me subo en él y la deteriorada porcelana comienza a ceder. Los remaches de la pared pierden su rigidez y no soportarán el peso mucho más. A duras penas consigo sacarlos de cuajo para arrastrarlo hasta la zona donde el tubo de cobre deja caer el chorrito de agua que esta noche no me atormentará. Tras un breve vistazo, encuentro una de mis zapatillas (esas que hace unos días volvían a ser jóvenes posándose sobre los pedales desgastados de un M3 E30) y la cojo viendo en ella la solución a todos mis problemas. Le saco el cordón, y no, esta vez no lo usaré para recogerme el pelo.

Rodeo la tubería con él, casi de puntillas y ayudada por la altura extra que me da el lavabo (o lo que queda de él) al ponerlo de canto. Será sencillo: me subo, rodeo mi cuello y le pego una patada. Caerá al suelo pero no lo haré yo con él, ¡Adiós mundo cruel! Suerte que llevo mucho sin comer, incluso un roñoso cordón podrá aguantar mi peso unos minutos. Dicen que es una muerte horrible (hay historias muy desagradables por ahí)… ¿Pero acaso esto no lo es? Cuanto antes acabe antes podrá descansar todo el mundo, cuando eliges la no existencia como única alternativa es que las cosas van realmente mal. No quiero que mis últimas palabras sean de rencor hacia aquellos que no hicieron nada por sacarme de aquí, prefiero cerrar los ojos y pensar en todo lo que nunca hice bien, nada como ser crítica con una misma para atreverse a dar el paso. Me corto el pie con un filo desquebrajado del sanitario, me recuerda a aquella noche en aquella cala… Agarro con fuerza de cordón y levanto mi cabeza para poder meterla por debajo del nudo que tirará de mi garganta para no dejarme caer

-«Brrrr, Brrrr»- mensaje de última hora, como en el desenlace de una película, mi BlackBerry vibra bajo el urinario.

Entre el agua y la humedad aún hay hueco para la esperanza. ¿Qué posibilidades hay de que una viejo móvil de 30 años aguante con un cinco por ciento de batería a ese envite que me haga permanecer en este lado cinco minutos más? Diría que muy pocas, aunque la matemática estadística nunca ha sido mi fuerte. Saco la cabeza de la soga, habrá que ir a echar un vistazo.»

Recibido hoy a las 18:42 (OjosGrises50)

– No le queda mucho más, ni ella aguantará ni ellos tienes más paciencia. Pero creo que aún hay algo que podrías hacer por Silvia.

El mensaje me deja blanco, la borrachera pasa como el agua del río que se va y nunca vuelve, sólo tengo sentidos para mi aliado cibernético. La luz verde de su avatar me hace ver que continúa conectado, no debe tener mucha vida el pobre…

– Haré lo que sea, sólo dime donde está y yo iré a buscarla.
– ¿Cómo sé que lo harás? ¿Cómo sé que no nos estás haciendo perder el tiempo y la paciencia a mí y a ella?
– Porque la necesito, es más, me acabo de dar cuenta de que la quiero.
– ¿Lo dices en serio, pringao?
– Me da igual lo que me digas, no he sido más sincero en la vida…
– Está bien, lee con atención, ¿Conoces la película de «Promesas del Este»?

4 de Noviembre

El espejo está ennegrecido por la suciedad, mi figura se distorsiona y me hace creer que es mi vista la que no marcha bien. Suerte que la tengo cerca…:

– ¿Tú crees que este traje me queda bien?
– Hombre… aunque aún te queda un poco para ser todo un yogurín, la verdad buena percha sí que tienes. No es demasiado difícil encontrar algo que te quede bien. Pero creo que vas demasiado oscuro, ellos suelen llevar una camisa blanca.

Con un agradable tacto me coloca el cuello, cierro los ojos e imagino que es otra persona. El primer día después de «el episodio» fue un tanto extraño, ella no hablaba mucho y yo preferí no hacerlo. Creo que no se acordaba bien de lo sucedido pero evidentemente sabía que algo no fue bien.

– ¿Y tú qué te pondrás?
– ¿Yo? Cualquier cosa, sólo tengo que pasarme por alguien normal jejeje…
– Eres muy valiente, que lo sepas. Pero no te preocupes que todo saldrá bien – la agarro de la mejilla y con suavidad le doy un pellizco. Me pongo muy serio al recordar por qué estamos aquí.

Las 7 plantas de lo que en su día fue «El Corte Inglés» ahora son el paraíso del saqueador. En las zonas de compra apenas queda nada, se lo han llevado todo; alguna pierna de maniquí y los últimos restos de cañerías que no pudieron arrancar es todo cuanto se puede ver a parte de los muros pintarrajeados y las escaleras mecánicas. Faltan algunos paneles de las paredes por los que pasa el Sol de la mañana y consigue iluminar toda la planta. Sin embargo, los almacenes son aún un tesoro sin descubrir, yo apenas me llevo lo necesario para esta noche pero ella parece no tener nunca demasiado, coge todo cuanto puede (y bien que hace). Con esta chaqueta de Emilio Tucci me siento poderoso, parecería incluso alguien importante para quien no me conociera…

Echamos un último vistazo al resto de plantas, tenemos tiempo aún. Sabemos que a ellos no les gusta madrugar demasiado, su punto álgido es cuando el Sol se va, ahí es donde realmente se crecen y se convierten en verdaderos depredadores. En la planta de informática nos llevamos una pantalla de 60 pulgadas, una videoconsola y algunos juegos. De la de alimentación nos hacemos con algún vino y licor para Diego y también nos acordamos de mis padres, les llevaré algún detallito de la sección de hogar y cogeré muchos folletos de viajes, a ver si consigo hacerlos entrar en razón.

El Defender, a diferencia del M es una máquina de devorar kilómetros bacheados, tras sacarlo de la plaza donde lo hemos dejado aparcado (esquivando el enorme árbol de Navidad que nadie se encargó de quitar) ponemos rumbo al taller. Hoy nos llevaremos una montura nueva, una que me otorgará la potencia necesaria para no perderlos y la suficiente discreción para pasar desapercibido. Ella se encarga de conducir mientras yo dejo el traje con su funda en los asientos de atrás, en el maletero apenas entra nada, Cintia lo ha llenado hasta arriba de cosas. «Nadie es perfecto» dice ella al verme mirando el enorme montón de ropa. Le sonrío y le doy la razón.

Al llegar al desguace nos encontramos con que nada por allí ha cambiado, cada herramienta está donde la dejamos estratégicamente colocada y el olor ha cerrado garantiza que nadie ha abierto aquello en un puñado de días:
-De una vez por todas se han olvidado de nosotros, ¿Estás seguro de lo que vamos a hacer?
– El plan está más que claro, todos los pormenores desmenuzados y vamos a dejar muy poco al azar. No he estado tan seguro de nada antes – me acerco al 928 S4 y le quito la funda con la que lo protegí el último día – lo haremos pasada la medianoche.

Capítulo 15
5 de Noviembre


Mi Bvlgari recién adquirido marca un cuarto de hora pasado de las 12. El empuje del S4 es brutal cuando lo soltamos sobre las carreteras de ancho asfalto radiales a Jaén (las principales aún conservan un buen asfalto). Recuerdo las palabras de Cintia este mediodía mientras comíamos resguardados de miradas ajenas bajo la presa del Quiebrajano; entonces se le veía bastante animada, ahora apenas hablar; estos últimos momentos se los guarda para ella misma:

– ¿Estás segura de lo que vas a hacer? – tiré una piedra al agua sin conseguir que rebotara más de una ve – Te he exigido mucho últimamente sin tener derecho a ella, pero esto está a otro nivel, sólo tú puedes decidir en estos momentos.
– Sé que no puedes vivir sin ella, lo acepté aquella noche – me atraganto con el pan al darme cuenta que se acuerda de lo que pasó -. Además, soy de las que piensan que todo ocurre por una razón. Seguro que hay alguien que me ayuda desde arriba – miró al cielo e hizo lo propio con su piedra, sólo que a ella le dio hasta 4 saltos sin esforzarse lo más mínimo.
– Yo soy de los que piensan que estamos solos. Nadie mira por nosotros.
– A mí mi abuelo me contó que mi abuela hablaba con el por las noche. Dijo que ella lo protegía. En su lecho de muerte me dijo que él se encargaría de protegerme a mí como su mujer hizo con él.
– Yo no conocí a mis abuelos – arranqué una rama del suelo. Ya no tenía más hambre -. Todos murieron de lo mismo…
– Infarto… ¿Verdad? – dijo mientras una abeja se posó en su mano sin asustarse lo más mínimo.
– Sí, tenían las putas arterias colapsadas, el corazón dejó de bombear sangre y… ¡Boom!
– Tú ibas por el mismo camino ¿Cómo cambiaste el «chip» de un día para otro?
– Bueno, soy un deportista frustrado en el cuerpo de un regordete jejeje… Mis padres nunca me motivaron para llevar una vida más sana. Siempre estaban con sus ordenadores y sus mierdas. Pero el día que dejaron de prestarme atención comencé a tomar decisiones por mí mismo.
– Eres alguien muy especial, demasiado especial diría yo…
– ¿Yo? ¿Por qué? – pregunté extrañado.
– Es complicado, digamos que esta sociedad no fue diseñada para crear sujetos como tú, con inquietudes. Tienes algún defecto o virtud en tu genética o personalidad, llámalo X, que ellos no tuvieron en cuenta cuando naciste. Si lo hubieran hecho te habrían matado.
– ¿Pero qué dices? ¡Estás loca!
– No es ninguna locura – se puso muy seria y comenzó a observar sus uñas, con una manicura perfectamente hecha (el tiempo sobra por estas tierras) -, piénsalo. ¿Sabes por qué ella sigue viva?
– Pues no… ¿Por qué?
– Porque te quieren a ti. No te voy a engañar, cuando os conocí pensé que eras simplemente su marioneta (en algunos aspectos aún lo eres) – frunció el ceño con cierto «celo» -, pero estos días he visto tu iniciativa, y ellos también – miró al cielo.
– ¿Insinúas que…?
– No insinúo nada Pablo – comenzó a reírse irónicamente -, lo confirmo. No hay nada más interesante que nosotros dos y estos bocadillos de salchichón en 100 kilómetros a la redonda.
– ¿Satélites?
– Supongo… Árbol, garaje o túnel que veas, ahí que tienes que ir si no quieres que te cuenten hasta los pelos de la cabeza.
– Y entonces… ¿Qué me quieres decir con lo de que tengo iniciativa?

– Las posibilidades de que dos personas como tú compartan un mismo bloque de edificios es muy baja, la de que uno duerma debajo del otro es casi nula… sois un capricho del destino o del futuro, alguien quiere que las cosas cambien. Dicen que el aleteo de una mariposa en El Amazonas puede provocar la tormenta del siglo en la otra parte del mundo. Las grandes guerras, los mayores imperios de la historia y las grandes injusticias de la desdicha del ser humano en este planeta se vinieron abajo por pequeñas cosas: un papel extraviado, un chivato, un amor imposible… Vosotros sois esa mariposa, algo me dice que ella está viva, es más, la necesitan a ella para localizarte a ti. Hace días que no hablas con el hombre ese raro de la Deep Web, sin embargo no has perdido la esperanza. No harán que ella contacte contigo directamente, saben que sois más listo que eso.
– Jejeje, yo no soy listo – digo tratando de quitar algo de mérito al asunto.
– Pablo – me agarró de las manos y me miró directamente a los ojos, ametrallándome con ese tono azulado que jamás me había observado con tanta sinceridad -, sois la última esperanza que queda en esta país.
– ¿Y… – se entrecortan mis palabras – y tú qué papel juegas en todo esto?
– ¿Yo? ¡Ninguno! No sé si te lo he dicho antes, pero no suelo creer en las casualidades. Sin embargo en esta ocasión haré una excepción conmigo misma.
– No digas tontería, ¿Eres consciente de lo que vas a hacer esta noche? – giré la vista un segundo de sus preciosos ojos. Jamás había empatizado tanto con ella como en ese momento. Miré al pepino estilizado de color negro y sonreí al ver el emblema de Stuttgart.
– Soy una herramienta, nada más. Sin mí también habrías sacado alguna otra forma de hacerlo. Mi sitio no está aquí, lo mío es tomar algo con mi padre mientras vemos los cacharros pasar por el Jarama, lo mío no es enfrentarme a «los malos» sino girar la vista al verlos pasar…
– Me has hablado muy poco de ese sitio… no entiendo como aquí matan a una persona por estar en la calle y allí os respetan.
– Bueno, las cosas van diferentes por Madrid. Yo lo tenía claro desde hace mucho, pero después de leer lo que dejó Silvia, lo tengo aún más claro. La población es cada vez más vieja… apenas se pueden levantar de la cama, así que como para pensar en que se reproduzcan. Nosotros somos como una pequeña colonia, supongo que habrá más, si nos dejan vivir es porque somos la única esperanza de que la raza no se extinga, es algo extraño pero creo que ese es justo nuestro cometido.
– ¿Y qué hay de ti? ¿Has encontrado al padre de tus hijos?
– Cuando hablo de que soy una casualidad no me refiero sólo al presente. Vosotros sois las ovejas negras del rebaño, pero sois dos al fin y al cabo. Yo soy la oveja negra del mío, pero no hay ningún borreguito más, no sé si me entiendes…
– Bueno – dije para tratar de animarla. La conversación estaba pasando de castaño a oscuro – quizá un día aparezca un príncipe azul de la nada.
– Pablo, aquí la casualidad soy yo. No habrá más casualidades, la gente no aparece de la nada, al menos no en mitad del secarral en el que vivimos. ¿Sabes? Echaré mucho de menos esto cuando me vaya…
– No tienes por qué irte, podríamos vivir muy bien los tres juntos (o los cuatro contando a Diego).
– No sois una casualidad ¿Recuerdas? Las cosas cambiarán pronto gracias a vuestro ligero aleteo… «Tuya es la tierra y sus codiciados frutos» dice un poema de Rudyar Kipling. Dejará de serla en poco, tendrás que compartirla; sin embargo, como dice al final de ese manuscrito: «Serás un hombre, hijo mío» – sus ojos le brillaban desde hacía minutos. Su emoción se contagiaba hasta en el canto de los pájaros y el brío del agua que llegaba de las montañas – Tenéis la responsabilidad de cambiar el mundo, espero que estéis a la altura.
– Escucha, tú de aquí no te mueves. Nuestro oficio será cuidar el taller de tu padre y buscar gasolina. Te prometo que después de esta noche, antes de las 4 de la mañana, estaremos los tres comiendo un pollito asado cortesía del viejo – miré el reloj – Se nos hace tarde, ¿Nos vamos?

Ella me vuelve a colocar el cuello de la camisa tras su largo silencio. «Si vas hecho un zarrapastroso no pasarás desapercibido» me dice mientras me dedica una pequeña sonrisa. La dirección del Porsche es dura y nada intuitiva, me hace tener todos mis sentidos en la carretera y en el pedal derecho, y más al llegar al centro urbano, que no es precisamente su ambiente natural. El petardeo del V8 es como una orquesta sinfónica interpretando una nana, me entran unas ganas locas de volver a MI casa, meterme en la cama y cerrar los ojos con los ronquidos de mi padre de fondo. A los diez minutos ella encendería el ordenador y se pondría a dar vueltas a Nürburgring mientras la escucho y analizo el tiempo por vuelta. Recuerdo lo que nos ha dicho Diego antes de irnos y tras contarle todo lo que íbamos a hacer (siempre tuve la sensación de que Ojosgrises50 era él, de hecho aún lo pienso) se despidió de nosotros con pocas palabras pero con un cálido abrazo que demuestra el cariño que nos tiene. Debe de ser duro pensar que en unos días volverás a una soledad con la que has convivido los últimos 15 o 20 años. Avanzar con el 928 por el camino no fue fácil, íbamos muy lentos, lo suficiente como para ver sus ojos grisáceos envueltos en lágrimas por el espejo. «Y recordad que a las 4 lo tendréis hecho, con sus patatas y guarnición como os gusta a vosotros» fue lo último que gritó antes de que desapareciéramos tras la primera curva, levantó su azada y como un perro al que abandonas, siguió andando a su ritmo a pesar de que no nos alcanzaría:

– Por última vez, ¿Estás segura de lo que vamos a hacer? ¿Tienes miedo? Todavía puedes echarte atrás, no me voy a cabrear ni nada…
– Sí, sí, estoy convencidísima – sus manos le tiemblan y los gallos de su voz indican que está envuelta en el pánico.

Le agarro las manos, no digo nada durante un buen rato. El frío de la noche tiene que estar congelándola (yo con mi traje no noto nada), así que incluso las caliento con el vaho de mi boca. «Esperaremos todo el tiempo del mundo, no hay prisa». Meto el coche de culo bajo una enorme arboleda junto a la plaza de las batallas. En su día fue punto de reunión para yonkis, maleantes, y ancianos que llevaban a los nietos al parque a darle de comer a los patos. Hoy en día es una ciénaga en la que paloma que cae, paloma que muere. Sin embargo, si no corre mucho el aire y los animales salvajes dan un respiro, es el lugar ideal para pasear bajo los enormes sauces y pisar las hojas en el Otoño. Me encantaría salir a pasear con ella y dejar encendida alguna farola… pero ese no es mi cometido hoy, hay que camuflarse en la oscuridad (ojalá algún día las luces se vuelvan a encender). El V8 deja de rugir al girar la llave de contacto y los faros mueren con este. Total oscuridad en mitad de la ciudad es todo cuanto queda (a excepción de sus ojos, que cada día parece que brillen más).

– Estás muerta de frío, ¿Quieres mi chaqueta? – le digo al ver sus manos temblorosas. Los cristales se empañan por segundos y ninguno de los dos quiere que se baje del coche.
– No es frío lo que tengo – me mira mientras aprovecha el sofoco de su aliento para calentarse las manos.
– Te lo he dicho mil veces, creo que no tengo que repetírtelo más.
– Una cosa no quita la otra. A veces tenemos que hacer algo que no nos gusta para valorar lo que tenemos o, al menos, teníamos.

Sus manos se separan. La derecha busca el tirador de la puerta. No se despide, ni tan siquiera un «hasta luego» o un leve gesto positivo que me pueda dar un poco de esperanza… ¡nada! Se nota que no es la mejor noche de su vida, la mía tampoco. Me agarro al volante y la observo deambulando de un lado a otro, haciendo todo lo posible para no alejarse del estanque donde un día se bañaban los patos, haciendo todo lo posible para que todo aquel que pase por allí (que no son muchos) la pueda ver. Lo que a partir de este momento es 50 por ciento suerte 50 por ciento trabajo. Recuerdo aquella noche con Silvia durmiendo en su Recaro de carbono, le tapé los oídos para que no oyera como otra mujer más desaparecía de este mundo sin dejar huella. Tengo la pistola sobre mis partes, la agarro con la mano izquierda mientras con la derecha toco la llave para poder girarla de inmediato llegado el momento. Su olor se pierde y comienza a fundirse con el del cuero deshidratado, su pelo se mueve al son de la brisa nocturna que debe estar congelándola. Las axilas me sudan con la chaqueta y aunque su calor ya se ha disipado yo sigo templando la temperatura, allá afuera nadie lo hace…

Es complicado encontrar el romanticismo en mitad de una noche oscura, sólo alumbrada por la tenue Luna que se niega a aparecer tras las nubes y rota por el ruido de sus zapatillas pisando las hojas de los árboles. Al fondo, sobre otro de esos enormes bloques de hormigón desteñido una persiana se abre dejando entrever un brazo obeso y descuidado a base de alimentación hipocalórica y sedentarismo absoluto. Debe ser el más valiente de todo el edificio, o al menos el más cotilla. A pesar de hacer como el resto (es otro de tantos que se esconde en su guarida de amenazas fantasmas, protegidos por una conexión a internet y un poco de electricidad), tiene la suficiente curiosidad como para levantarse de la cama y observar que en el parque «de los patos» algo ha cambiado. En cierto sentido representa una esperanza a ser vistos, una pequeña luz que nos haga pensar que esto servirá para algo más que pillar un buen resfriado en el caso de Cintia.

Continúa caminando de un lado a otro para no enfriarse demasiado, los minutos corren pero no hay un más mínimo ápice de vida en 10 kilómetros a la redonda además de esa ventana que tras unos segundos de infinita paciencia se ha vuelto a bajar. Es increíble ¿Verdad? Cuando queremos pasar desapercibidos es imposible hacerlo, sólo queríamos vivir en paz pero no nos dejaron. Sin embargo ahora somos nosotros los que los buscamos, tengo una responsabilidad y me pienso dejar en esto hasta el último aliento. La aguja pequeña se aproxima con rapidez a la 1 de la mañana, a mí se me pasa rápido el tiempo pero sé que para ella cada segundo supone una eternidad. Su gorro de lana y su melena blanquecina que se distingue en la oscuridad no pueden protegerla mucho más. «Es inútil, volveremos a intentarlo mañana».

Son casi las 1:15 am cuando me decido a darle al contacto del Porsche. Ella está en el extremo opuesto del parque, mucho más allá del kiosco y la zona de juegos infantil; parece haber olvidado su cometido principal de esta noche para dedicarse a mantener su calor corporal explorando todos los resquicios de aquel lugar. De vez en cuando se agacha, coge algo del suelo, lo observa y lo vuelve a soltar. Supongo que habrá de todo por ahí, estas calles pueden hablarte sólo con los restos que en ellas quedan, desde los panfletos informativos sobre la contaminación extrema y las formas de protegerse de ella (permanecer en casa, básicamente) hasta la publicidad del último restaurante chino con servicio a domicilio… supongo que haría su Agosto en aquel momento. Pero ahora todos son recuerdos que ya no significan nada, sólo son trozos de plástico o papel que los más mayores recordarán con nostalgia y otros, como yo, ni tan siquiera recuerdan. Y Cintia se convertirá en otro recuerdo si no vuelve pronto al coche, me decido a abdicar por hoy, aunque no sea lo más recomendable pues, a ella, le queda muy poco… Cansado y confundido, enciendo la radio, toco el claxon y le doy a los limpiaparabrisas antes de atinar a darle un par de ráfagas para que vuelva y pueda descongelarse un poco.

Su rostro (más blanco aún) resplandece como una luminaria al final de la calle, a más de trescientos metros de distancia sólo ella da vida a un paisaje inerte donde una marquesina aburrida atestigua la dureza del Otoño que se aproxima. A un ritmo lento, con la cabeza agachada y dejando entrever el vaho que sale de sus labios morados al borde de la hipotermia. Ambos, ella como presa y yo como cazador, hemos fallado. Quizá nuestro plan brillante no fuera más que otro paso en falso hacia el fracaso, de cualquier forma se ha ganado un día más la definición de heroína. Yo apenas llego aún a la definición de persona con el sudor que me corre por la frente y espalda.

Sólo han hecho falta dos ráfagas para que se diera cuenta de que la estaba llamando, cuando quedan apenas 100 metros levanta la vista y se queda quieta, mirándome muy seria y con evidentes síntomas de cabreo. Tras 10 segundo al borde del llanto, pausada en mitad de la Avenida de la Estación, agarro el tirados de la puerta y me dispongo a abrir la puerta para ir en su ayuda. Muestra una pequeña sonrisa picarona y mueve sin mucho acierto su cabeza hacia ambos lados («¿Qué cojones hace?»). Y así, como la luz de la Luna que hoy se niega a aparecer (para mi desgracia), su rostro se ilumina nuevamente como si de una antorcha humana se tratara. Miro mis manos y miro el cuadro del coche: no son mis luces. Comienzo a ponerme nervio, ¿Qué narices es esa luz?

Miro a la izquierda, unos xenón de color azul claro me sacan de la duda, sonríe nuevamente y retira su vista del S4, es evidente que no quiere que me vean. Vuelve sobre sus pasos y deambula otra vez hacia el parque. Aún están lejos pero ya se puede sentir el ronroneo del V8 avanzando lentamente por la avenida, van patrullando las calles. Me agacho al ver que uno de ellos lleva medio cuerpo fuera y porta una linterna en brazo. Cierro los ojos con fuerza y rezo, mis oídos se encargan de analizar la distancia a la que ellos están por el escaso sonido que producen. Noto como se aproximan, están a un par de manzanas y puedo ver el reflejo de las luces entrando por los cristales y chocando contra el techo. Agarro la palanca de cambio para salir de allí en un santiamén en caso de ser necesario, subo con lentitud mi cabeza y observo por encima del salpicadero con impaciencia. La enorme berlina está parada frente a mí, creo que ni siquiera se han percatado de mi presencia, y si lo han hecho creo que hay algo que les inquieta más. Bajan del coche y se dirigen hacia la profundidad de los sauces, a lo lejos su tenue piel vaga como un alma en pena que perdió el Norte en alguna situación traumática.

La linterna no la cohíbe y continúa andando de espaldas a ellos, como si estuviera ajena a su presencia. Agarro la pistola con fuerza al ver que no se han dado cuenta de que los observo, abro la ventanilla y trato de adivinar la trayectoria de un hipotético disparo. Pero creo que en esta ocasión ella es demasiado valiosa como para hacerla desaparecer del mapa, no le haría ese favor. Veo como uno de ellos la agarra de boca y de las manos para que no pueda defenderse. Ella apenas hace nada por impedir su captura. Primera fase completada: el pez ha mordido el anzuelo.

Ahora sí, me agacho por completo para que no se fijen en mí, mi resaca de emociones no sabría decir si esto me produce miedo, alegría o indiferencia. Dicen que la venganza es un plato que se sirve bien frío y esta noche es de todo menos cálida. Oigo los pasos de los dos individuos acercase a la potente berlina alemana, de ella apenas se puede percibir el fino roce que produce la suela de sus zapatillas al llevarle en volandas. En las plazas traseras no encuentran un buen lugar para ella, así que ni cortos ni perezosos prefieren meterla en el maletero. Ahí es cuando ella despierta de la catarsis y comienza a golpear como loca la carrocería; hay pocas cosas a las que tema, pero los espacios cerrados es una de ellas. Apenas un leve hilo de voz se intuye allí dentro, su garganta helada y los tres o cuatro centímetros de blindaje crean un cóctel poco favorecedor para ella. Después abren puerta de acompañante y conductor y tras un par de acelerones en vacío, salen a toda prisa por el mismo sitio que vinieron. Observo el humo que levantan los neumáticos y las marcas que han dejado sobre los raíles de una tranvía que nunca se usó.

Espero unos segundos prudenciales, van realmente rápido y la «cazaría» parece finalizada por esta noche. Engrano la directa del 928 y cuando desaparecen por una pequeña calle a izquierdas me dispongo a avanzar tras ellos como un fantasma invisible: sin luces y enmudeciendo su fantástico propulsor, casi como levitara en su avance. Ahora soy un funambulista, dueño de la cuerda floja donde habita la vida de un par de «criaturas» que me han convertido en persona y me han rescatado de la más estricta soledad, en este mismo instante comienza mi parte del trabajo, esta es la forma en la que agradeceré todo cuanto por mi han hecho. Es imposible callar a esta bestia, en la primera curva (con pendiente incluida) el tren trasero desliza sus encantos y comienza a chirriar como el monstruo que es, al salvar la esquina un golpe de gas prematuro convierte el sobreviraje en una derrapada monumental por las calles adoquinadas de Jaén. «¡Mierda Pablo! Concéntrate o te pillarán», es imposible ser discreto y a la vez intentar ir rápido.

El Audi S8 me gana terreno incluso en el casco urbano, a unos trescientos metros de distancia y con el menor rastro de mí a parte de las estrellas reflejadas en la chapa oscura, confío en que su espejo retrovisor juegue en mi equipo esta noche. Salimos a carretera abierta, aquí dejamos de correr para volar rápido. La enorme nacional se me queda pequeña para volar a 230 en todas las curvas, mientras que ellos apenas pisan el freno en ningún lugar a mí me toca jugar a ser Dios en cada curva. No conozco para nada este cacharro, una pena tener el M3 en dique seco, quizá con él podría haber hecho algo más interesante; o quizá no porque en cada apretón del pedal derecho acelero cual Interprise a la hora del despegue.

Los kilómetros pasan y los faros, aunque lejanos, aún son visibles. Lo complicado es ir evitando los bultos que se acumulan en el arcén, de noche esto es territorio animal y no es extraño cruzarse con un jabalí o un lince buscando alimento. Lo que aún no me explico es como ellos se atreven a ir tan fuertes «por gusto»; un mal golpe con uno de esos bichos y adiós. Cuando el aceite del motor llega a los 120 grados se hace latente que su vigorosa figura tiene los músculos «al dente»; un petardazo al levantar gas, un cambio cerca del corte al llegar al final de tercera, un soplo de gasolina en alguna de sus 32 válvulas. Dejamos atrás la nacional y nos metemos en la autovía, allí los 230 kilómetros por hora de antes me saben a poco, se nota que alguien le ha puesto «chuches» a esta cosa, por desgracia o por suerte ellos tampoco bajan el ritmo, así que las líneas del centro corren como una centella en lo que posiblemente sea mi último viaje. Cuando vamos casi a 270 por hora (y con el cacharro aún empujando) el S8 abre sus enormes ojos rojos de la trasera y se clava en mitad de la vía. En no más de dos metros ha reducido a un cuarto su velocidad sin inmutarse mientras yo doy volantazos y me peleo con las ruedas bloqueadas para no irme directo al guardarraíl.

Una curva de 200 grados a derechas y cogemos un pequeño carril dirección a «Las Infantas» según leo en un oxidado cartel. «¿Será allí donde la tienen?» me pregunto a mí mismo mientras trato de salvar las distancias al ver que él ha bajado mucho el ritmo. Tras el calentón todo el interior huele un poco a gasolina y la aguja del depósito si ha merendado casi un quinto del depósito en poco más de 40 kilómetros. Me miro en el retrovisor y veo mi cara roja como un tomate y asándose en su propio jugo. Doy asco… ¿A quién voy a engañar así? Y entonces, algo me hace volver a centrarme: por primera vez y sin que sirva de precedente el Audi pone su intermitente derecho para indicar (en teoría a nadie, creo que no me ha descubierto) que va a girar a la izquierda. Si el cartel de antes estaba mal, este entre la suciedad y la marca de las balas apenas es inteligible, y más teniendo en cuenta que voy con el pequeño handicap de llevar las luces apagadas…

«Centro Penitenciario» leo al pasar de largo unos 20 segundos tras ellos. Evidentemente no los sigo al ver que se trata de un camino sin salida, lo observo parado frente a una enorme puerta de hierro macizo que se abre con lentitud al hacerle ráfagas desde fuera. Continúo con mi camino y pasados un par de kilómetros paro en el arcén, tomo el aire y me preparo física y psicológicamente para lo que voy a hacer, el fresquito de la ya madrugada aunado con el aullido de algún lobo en la lejanía provocan que mi sudor desaparezca casi milagrosamente. «Ha sido un placer conocerte» digo en voz alta justo antes de subirme en el coche.


Enciendo las luces y con toda la cautela del mundo vuelvo sobre mis pasos, deshaciendo camino hasta llegar de nuevo a ese dichoso cartel agujereado. Trago saliva y busco la valentía en la guantera, apoyo la pistola en el bolsillo de atrás de mis pantalones y paro frente a la puerta. Silencio, durante 10 o 12 segundos disfruto del fino canto del deportivo, sus escapes flatulentos son todo cuanto advierten de nuestra paciencia. Agarro el volante y me dejo los dedos apretándolo, cierro los ojos, respiro hondo y los vuelvo a abrir. Agarro la maneta y doy un par de ráfagas, un sonido metálico surge al otro lado, las puertas comienzan abrirse y el destello de la luz contra la pared se acaba para dar paso a un enorme parking lleno de coche negros e inmaculados. Los veo en las últimas plazas del recinto con el maletero abierto. Nadie me apunta con una pistola y parece que mi traje de Emilio Tucci ha surgido efecto: Fase 2, el topo está en la madriguera.

Capítulo 16

Mi corazón hace tiempo que abandonó el régimen de las 100 pulsaciones por minuto. Hay hombres enchaquetados por todas partes y, desde la torre más alta del recinto, unos cuantos subfusiles vigilan que nadie escape a su control. Los tubos de escape siguen dando petardazos y lo harán durante un rato hasta que se enfríen. Apago el motor tras dejar el morro de «ojos saltones» pegado a un Mercedes S600 de la última generación que llegó a estos lares y, por tanto, que conozco. Rolls-Royce, Bentley, Maybach e incluso algún Aston Martin dejan en mal lugar a los coches que durante días nos han perseguido. Trago saliva; esto es mucho más grande de lo que yo pensaba, esperaba una nave o una gran casa, pero no un centro de operaciones del tamaño de 10 campos de fútbol ¿Para qué querrán tanto espacio…? Aquellos que nos han molestado no son más que meros asalariados, pero aquí está «la crème de la crème».

Los veo caminar hacia un pasillo tirando de ella mientras la agarran de los brazos como en una especie de Pasión de Cristo. «Cintia, lo estás haciendo de puta madre, el papel de tu vida» pienso para mis adentros como si realmente le estuviera hablando. Aunque no sé si sus gritos serán fingidos… siguiendo los consejos de «OjosGrises50» y sacando frialdad y calma de donde no las hay, me bajo con naturalidad del gran turismo y disfruto de los característicos crujidos de sus conductos dilatándose y encogiéndose. Hay dos de ellos (uno de piel oscura y otro rubio y de tez blanca) echándose un cigarro tras la puerta que me ha visto entrar. Recordando lo que pasó en el taller, me decanto por no abrir el pico y saludarlos con un tímido movimiento de cabeza. Ellos responden dejando de inhalar «esa mierda» mientras vocalizan un «¡Ehhh…!». Sigo sin saber en qué idioma hablan pues su primitivo saludo no me da muchas pistas. Pero es una buena señal, el topo sigue pasando por un cerdo.


Otra cosa que me llama poderosamente la atención es la existencia de farolas encendidas, las brillantes carrocerías parecen emitir luz propia luz propia con su reflejo. Es algo bello, jamás había visto semejante cantidad de máquinas/obras de arte juntas, pero todo lo empaña saber que el dinero con el que los han conseguido está manchado de sangre. No son coches, son un medio más del que se benefician exterminadores sin escrúpulos.

Sin tiempo que perder, camino decidido y sorprendido conmigo mismo (es increíble cómo el cuerpo humano es capaz de camuflar según qué emociones cuando es su vida lo que arriesga), voy tras ellos y los gritos de Cintia, vestido de incógnito y ocultándome entre luz y luz para ser ajenos a sus constantes miradas hacia atrás. A ambos lados del pasillo se extienden otros corredores aún más grandes, en las paredes cuelgan cuadros de temática cercana a la propaganda de la dictadura norcoreana de los Kim Jong. Los carteles rezan cosas como (en perfecto inglés): «Your products will be perfect with our tests» o «We do not use computers or stadistics, we use people». El logo es una especie de símbolo cercano a la sencillez de la publicidad de la URSS o las pancartas de la Antigua Yugoslavia, que forma en realidad unas letras (TWP), que son las siglas de «Tests With Persons». Los sigo a una distancia prudencial, a medio camino entre el pánico, el miedo escénico y la paranoia personificada. ¿Cómo es posible? ¿Dónde nos dejamos la cordura? ¿Por qué permitimos que esto suceda? No es momento de preguntas, pero es inevitable hacérselas.

Los oigo gritándole en una lengua extraña mientras desaparecen por un claustro que se extiende a la izquierda. Se hace raro pasear por un edificio iluminado e impoluto, lo deben limpiar varias veces al día para mantener este brillo y olor… Bajan las escaleras que conducen al sótano. Algo me dice que Silvia está ahí mismo, parece que al final de esta pesadilla está cerca. Me cruzo con un niño que camina sólo por la inmensidad del pasillo como un rayo de luz en mitad de la tormenta, porta un coche de juguete que hace rodar por las paredes mientras ríe. Lo observo pasando por mi lado como si no existiera, me saca una leve sonrisa y me hace volver a una infancia que no tuve. «¡Dani! Hijo, vuelve aquí…», una señora que milagrosamente habla castellano surge de algún rincón de este sitio. Tras de ella sale otro hombre, también perfectamente enchaquetado y con una pistola en la mano. Vienen hacia mí siguiendo al pequeñajo, yo retiro la vista hacia la pared para que no me vean mientras acelero el ritmo. «¡No salgas al patio!», ambos pasan por mi lado sin prestarme la más mínima atención; ella parece muy preocupada y cruza sus manos con fuerza, temblando y en posición de rezo. Él sin embargo no se acelera para nada, sigue caminando despacio mientras la mujer va tras el crío del «pelo cazo» de color rubio que seguramente no haya cumplido los 5 aún.

Va directo al parking donde dejé el 928, sigue ajeno a los gritos de su madre a la que parece acabársele el tiempo para cogerlo. Se acerca a uno de los Bentley Mulsanne que hay aparcados allí, y comienza a tocarlo con entusiasmo. Apenas le da tiempo a recorrerlo de delante a atrás una vez, ella corre mientras le sigue gritando, y de repente… ¡Pum, pum! Por suerte estoy lo suficientemente lejos como para no notar el aire que se humedece con las gotas de sangre que brotan de su diminuto cuerpo. Yace en el suelo, ella consigue (demasiado tarde) alcanzarlo, sus pantalones vaqueros se rompen y desgarran sus rodillas al tirarse al asfalto para socorrerlo. Aprieta su cuello con torpeza, sus gritos se pierden al final del pasillo, desde donde yo observo oculto, como un alma en pena al que ya nada le afecta. Era una persona noble, pero ahora, mientras la observo chillar apenas me recorre un leve escalofrío… «¡Miguel, Miguel! Di algo hijo, por favor», se queda callada ante el inerte cuerpo del pequeño, cuya pureza muere junto al charco que se pierde en una fontanilla cercana. El hombre que los perseguía llega donde está ella, les hace un gesto a los de las torres para que no vuelvan a disparar y se acerca a ella:

– Se lo dije señora – dice con acento del Este – le dije que estuviera al cuidado de él, aún no es consciente de donde está…
– Diréis que no era consciente valientes de mierda – rompe a llorar con rabia – No era consciente ¿De qué, eh? De que lleva toda su vida aquí metido sin haber hecho nada, de que iba a quedarse aquí mientras viviera. Sois unos monstruos, unos malditos monstruos – incluso aunque esté lejos puedo ver su rostro empapado en lágrimas -. Es un crío ¡joder, un maldito crío!
– El protocolo no hace excepciones, si salís de vuestro sector sabéis lo que pasa.
– ¿Sabe qué le digo? ¡A la mierda su protocolo y a la mierda este sitio! No nos van a dejar salir de aquí, ¿Verdad?
– Podría estar en casa si no hubiera metido las narices donde no la llaman. Cuando acabe el proyecto podrá salir de aquí si lo consideran oportuno.
– Llevan diciéndome esa mierda 4 años y medio – se acerca a él y lo agarra del cuello de la camisa. Es increíble la entereza que saca teniendo el cuerpo del pequeño aún caliente al lado -. No quiero vivir encarcelada, ¡ni aquí ni en mi casa!
– Pues es lo que hay.
– ¿Es lo que hay? ¿Es lo que hay? – lo agarra aún con más fuerza y le da un bofetón – ¡A la mierda con todo, me voy con mi hijo!

Él la empuja sin apenas esfuerzo, cae al suelo pero se levanta y se dirige de nuevo hacia él (esta vez con el puño cerrado). Como un ave rapaz que va a por su presa, comienza a arañarle la cara y le golpea con la rodilla en sus partes. Hace un pequeño gesto hacia atrás de dolor y la vuelve a agarrar de los hombros, la tira aún más fuerte y se golpea contra el asfalto con la cabeza. Desorientada, no le da tiempo a percatarse de que el orangután ha hecho un nuevo gesto a los que controlan desde la torre, una nueva ráfaga de tiros de pasmosa puntería acaban con ella a escaso metro y medio de éste. Madre e hijo descansan ya en algún lado, y sus cuerpos ahora sólo son restos que se degradan a pasos agigantados.

Se fuma un cigarro impasible a lo que está viendo, alguien se aproxima por el fondo y comienzan a hablar en un tono normal (yo soy incapaz de intuir qué están diciendo) . Ambos se agachan y le toman el pulso a la mujer, que aún mueve la pierna por algún tipo de impulso nervioso, pues es evidente que está muerta. Mientras acerca los dedos a su cuello gira la vista hacia el pasillo desde donde observo la grotesca escena, me ve y deja su mirada fija en mis ojos. Le hago un leve gesto con la cabeza tratando de mostrarle algo de complicidad, pero él no parece muy convencido. Así que doy media vuelta y decido seguir con… ¡mierda! Me he olvidado de Cintia… a saber dónde se habrán metido. Bajo las escaleras corriendo y llego a una planta igual de enorme, similar a la de un hospital. Tras una puerta metálica anti-incendios me encuentro con otro largo pasillo con puertas a ambos lados y muchas personas (se hace raro tratar con tanta gente acostumbrado a la soledad o a una compañía escasa) entre las que paso desapercibido. Aquí ya no sólo hay hombres enchaquetados, también hay personas con batas blancas y alguna vestida «de calle». Hablan en varios idiomas diferentes, pero el principal es el mío así que parece que no tendré problemas para comunicarme. Tras un rato vagando por los pasillos, asomándome por las ventanas de las puertas para ver qué pasaba al otro lado (la mayoría eran quirófanos, en uno una mujer daba a luz, en otro curaban la herida de un hombre con traje y en otro había varios niños bastante pequeños, famélicos y a los que un aparente doctor les estaba pinchando algo en el brazo), me decido a preguntar:

– Perdone ¿Sabe donde está «la nueva»? Tengo que hablar con ella – le pregunto a una chica que está sentada al otro lado de una mesa que sirve de recepción.
– ¿Y ese acento? No pareces…
– Sí, soy de aquí – la interrumpo, tratando de hablarle con total normalidad.
– ¡Ah, vale! Estupendo señor… Eres del bloque de aliados, ¿Verdad?
– Esto… sí – digo poco convencido de si es lo correcto.
– ¿Y qué tal la campaña por el Norte de Marruecos? Dicen que seguirá los pasos de esta tierra, la empresa se está expandiendo muchísimo, nuestro nómina lo notará en breves…
– Sí, estamos muy bien por Marruecos – digo sin saber de qué cojones está hablando -. Oiga, tengo un poco de prisa ¿Dónde está?
– Para ser un veterano está un poco perdido… – me dedica una sonrisa cómplice mientras señala con su brazo – Estará donde todos los recién llegados, vaya al final de pasillo, en la zona de admisión y selección. Verá unas escaleras, bájelas, estará en la zona de cuarentena, pero ya sabe que no puede estar allí y menos hablar con ellos, así que tenga cuidado.
– Lo tendré en cuenta, gracias – con confianza me voy hacia allí, sin importarme lo que ella me diga.

Al llegar donde la chica me ha indicado comienzo a sentir un pánico que jamás antes había percibido, ni tan siquiera cuando nos asaltaron en aquella carretera o cuando aquellos gritos rompieron el silencio de la noche en la puerta de nuestro garaje. Al bajar al segundo sótano las luces se apagan y sólo se quedan los ecos ahogados de gente que pide ayuda, que está perdida, que no sabe qué hace aquí. Alguien saca la mano por debajo de la puerta, uno de ellos, que camina de lado a lado se acerca a ella y la pisa. Detrás de la puerta, allá donde la vista no alcanza, ni tan siquiera se oye una queja. Trago saliva, un dolor de cabeza muy intenso hace que mis oídos no funcionen como deberían y apenas puedo escuchar lo que él me dice; yo, confundido, permanezco por unos segundo anonadado con el movimiento de sus labios vocalizando:

– ¡Eh, tú chaval! ¿Estás sordo o qué te pasa? ¿Qué cojones haces aquí? – recupero la audición.
– Yo, yo… vengo de la campaña de Marruecos, estoy un poco perdido, ¿Dónde está el baño? – pregunto tratando de comenzar una conversación.
– Está en el piso de arriba, aquí sólo ellos tienen baño (dentro de las celdas), bueno, baño por llamarlo de alguna forma jejeje… Lo dicho, pírate chaval que aquí no pintas nada.
– Está bien, gracias – ya volveré con alguna escusa mejor, de momento lo correcto es ser precavido y prever sus movimientos. Prefiero ser sumiso y no llamar la atención. Subo las escaleras algo desganado y con una pizca de mala leche, pisando un charco que traspasa la tela de mis zapatillas y moja el calcetín. ¿Cómo he podido perderla de vista? Ya me pasó con Silvia y ahora también he fallado con Cintia; me he quedado sólo.
– ¡Eh tío! – me recrimina el primitivo y rudo vigía que tiene a su cargo no menos de 30 personas.
– ¡¿Qué?! – le digo un poco alterado desde el último peldaño de escalera.
– Has dicho que vienes de Marruecos. Gracias por todo, menudos huevos le echáis, no debe ser fácil… ese país me recuerda a la España de hace 30 años, había que metérselo todo en la cabeza con calzador a los muy cabrones.
– Pues sí, menudo hijos de puta que están hechos, son como aquí pero en vez de interactuar con palabras lo hacen con las manos en el mejor de los casos – intuyo por donde puede ir el tema…
– Ya… pero bueno, aquí no nos diferenciamos mucho con esa gente, hay que tratarlos a base de golpes para que me hagan caso y cierren la puta boca.
– Sí, ya ves, es complicado hacerlos entrar en razón, pero bueno, y tú ¿A qué te dedicas?
– ¿Pues no me ves? Aquí, me tienen al control de los cerdos para que no se escapen…
– ¿Y por qué lo hacéis? ¿Por qué no los matáis directamente y que les den por culo?
– Tío, no será por ganas… pero pareces nuevo. ¡Joder! Vamos a ver… los que no nos sirven ni siquiera los traemos aquí, ¡Abono pa’l huerto directamente, o pa’los perros que hay por ahí! Buajajaja – ríe como un loco, a mi mente viene la imagen de una mandíbula manchada de sangre…
– Ya entiendo amigo – inspiro por la boca para no respirar el nauseabundo olor del lugar – de estos sacamos beneficio ¿No?
– Eso es, mira, la mayoría de los que traemos ni siquiera han salido de casa, hemos ido nosotros a buscarlos… ya sabes: simples sospechas, buena genética…. lo que sea. Aquí los mantenemos un tiempo, hasta que simpaticen con nosotros.
– ¿Hasta que simpaticen con nosotros, y cómo lo hacéis?
– ¡Me cago en la puta! ¿Y el control de Marruecos depende de gente como tú? Me río en tu cara muchachote… no sabes nada ¿Has oído hablar del síndrome de Estocolmo?
– Sé lo que es – miento – no soy gilipollas… Por cierto, ¿Cómo te llamas?
– Mark, soy Mark – alarga su enorme mano y sus dedos del tamaño de morcillas estrujan la mía.
– Yo… Juan, soy Juan.
– Encantado, oye, ¿Quieres ver una cosa? – dice mientras me guiña el ojo.
– Pues, no estoy muy seguro jejeje…
– Sí hombre, mira sígueme – camina hacia el fondo del corredor con celdas a ambos lados. Se asoma a la reja de las últimas de las puertas y gesticula con la mano para que vaya -. Ven hombre, que no muerdo.
– ¡Voy! – camino hacia allí con cierta reticencia, pero si quiero ganarme su confianza tendré que hacerlo así.
– Mira que preciosidad, la acaban de traer ahora, Jesús.
– ¡Juan! No Jesús – están desaprovechando un gran cerebro en este sótano…

Me deja un hueco para que pueda ver yo también quién está dentro. «¡Cintia! Por fin te encontré» pienso para mí mismo mientras la miro a los ojos. Ella me devuelve la mirada desde una esquina de la celda, continúa soltando vaho de forma incontrolada por la boca, tiene manos y piernas cruzadas para mantener el calor corporal y los labios aún más morados. Es muy valiente, ni siquiera ha cambiado su gesto cuando me ha visto, le guiño el ojo para que crea que todo está bajo control (aunque no sea cierto) y ella me devuelve el gesto en una distracción del «gordifuerte» que tengo al lado:

– Y… ¿A esta para qué la queréis?
– No sé, seguramente acabe de reproductora… ya sabes. Pero bueno, eso será de aquí a un tiempo, de momento me han dicho que no le haga nada, que quieren sacarle información. Parece ser que ella y unos amiguitos suyos se han metido donde no les llaman… ya pillaron a otra hace unas semanas y aún queda uno más.
– ¿Cómo? De eso sí que es verdad que no tenía constancia, es la primera vez que oigo algo del tema.
– Sí, a la otra la pillaron por un error estúpido, al final todos caen.
– ¿Y qué pasó con ella? ¿Sabes algo, la trajeron aquí? – noto como Cintia se echa hacia delante y pone el oído en la conversación.
– ¿Qué? No, ¡Qué va! Ella no apareció por aquí. ¿Sabes? Es la primera vez en 20 años que los noté nerviosos de verdad. Esa chica los llevó por el camino de la amargura durante meses, era un lince, se las sabía todas y la verdad que hizo un «jaque al rey». Cuando nosotros íbamos ella ya volvía de allí, y cuando se ponía tras el volante… simplemente hacía magia. Un día me tocó hacer una sustitución (un compañero se había roto una pierna y no podía hacer la ronda), como marcaba lo planificado estuvimos toda la noche dando vueltas por Jaén y los pueblos de alrededor, controlando que no hubiera nadie en la calle, lo de siempre, vamos. El caso es que a eso de las 7 de la mañana, bajando el puerto de La Pandera volviendo ya a base, ella nos adelantó. Llevaba un hierro viejo, no nos costaría mucho pillarla con un coche de 500 caballos y un montón de ayudas electrónicas…
– Volaba ¿Verdad? – muestro una sonrisa al sentirla cerca de nuevo.
– Sí – abre su boca con asombro – ¿Cómo lo sabes? Esa tía no volaba, ¡llevaba al demonio de copiloto! El chasis de nuestro Audi crujía por todos lados, las ruedas chirriaban, el motor no podía coger más vueltas… sin embargo, esa mancha roja desapareció unas cuantas curvas más tarde mientras el conductor decía «Se nos va, se nos va» y sudaba como un cerdo, se cabreó mucho consigo mismo esa noche. El problema es que no jugó sólo al ratón y al gato con nosotros, lo hizo con todos, pregúntale a quien quieras que no hay nadie que no haya sufrido en sus propias carnes a «Ghost Rider», como la llamábamos.
– ¿Y sólo por eso os la habéis cargado? – digo mientras admiro sus fechorías y controlo las ganas de meterle un puñetazo en el careto.
– No, no sólo por eso, a la tía le molaba jugar duro, nada de darse paseos y torearnos, a parte le molaba meterse donde no le llamaban: investigaba fuera del Internet civil, conocía todos nuestros procedimientos, por donde nos movíamos, cuándo… ¡Todo joder! Era una perfecta hija de puta.
– ¿Y cómo habéis conseguido cogerla?
– Bueno, digamos que trabajaba en solitario, desde que la conocemos siempre iba sola, sin embargo, es humana y un día comenzó a solidarizarse (por así decirlo). Conoció a un fulano, un vecino suyo que hasta entonces se había comportado como un ciudadano más y luego apareció una la cría esta, ambos son bastante torpes y no tardamos mucho en pillar a la castaña.
– ¿Y ellos? ¿Qué pasó con ellos?
– Los dejamos, no representan una gran amenaza.
– Y entonces… ¿Por qué la habéis cogido a ella, Mark?-observo la mesa que hay tras él, un manojo de llaves me da un par de ideas.
– Verás Jesús… – en fin, ¿Qué le vamos a hacer? – hay mucha gente (no demasiada) que vive fuera de lo legal y permisible, pero los dejamos. Hay quien lleva en sus genes la necesidad de ver la luz del día, no podemos remediarlo si no hay sangre de por medio – trago saliva -, sin embargo hay algunos que se escapan a nuestro control y a otros que, aunque controlados, los dejamos libre puesto que no entorpecen nuestra labor ni el funcionamiento del proyecto. Pero, este chico que te he comentado antes… el vecino, no sé cómo decirlo, digamos que pasa desapercibido pero mueve kilos.
– Te entiendo.
– Y está jugando a ser su amiguita y se le queda grande. Yo soy de los que pienso que deberíamos dejarlo, no tiene ni puta idea de conducir, ni de defenderse, ni de moverse, ni na’ de na’, se matará el sólo – me entran ganas de darle otro puñetazo -, pero ellos no piensan igual, así que han pillado a esta ricura y la han traído para acá. No le hemos quitado el móvil y desde luego la estamos tratando muy bien, pero si él no aparece, se arrepentirá de haber nacido como lo hizo la otra…
– Pues empieza ya hijo de puta porque no es tan gilipollas como para venir aquí, y más vale que Silvia esté bien porque sino… – Cintia interrumpe en la conversación.
– ¿Pero a ti quién te ha dado vela en este entierro, hija de puta? Mira, o te callas o vas a estar un mes sin probar bocado… – la mira con asco y vuelve la vista hacia mí – Desde luego, no sé cómo se puede ser tan zorra…
– Entonces… – trato de evitar el conflicto – la primera ya es historia ¿No?
– No lo sé, ya te digo que se la llevaron a la central directamente, pocos van allí pero ellos consideraron que era lo suficientemente importante… no sé qué habrán hecho con ella.
– ¿Y dónde…? Buena, nada – me gustaría saber dónde está esa central, pero cantaría demasiado…
– Donde… ¿Qué?
– Nada, olvídalo compañero – veo un carrito de catering empujado por otro de ellos pasar por el pasillo del piso de arriba -, te dejo con el lío. Que vaya bien la noche, me voy a buscar algo de «papeo».
– Buff… qué envidia tío – se toca su voluminosa barriga y noto como las tripas le suenan de una forma un tanto «líquida».
– Nada hombre, ya queda menos.


Vuelvo por la puerta por la que he entrado contemplando las miradas asustadas al otro lado de las rejas, sus ojos vacíos me dicen que aquello debe de ser una sensación realmente claustrofóbica y agobiante, no me gustaría verme en esa situación. Sigo al vigésimo hombre enchaquetado de la noche (éste arrastra el dichoso carrito), tras andar unos 200 metros por mitad del laberíntico lugar llega a un ascensor, yo me coloco el cuello y entro junto a él:

– ¿Piso? – pregunta.
– Al… segundo – veo que es el último.
– Perfecto.

Subimos dos pisos y él se baja en la primera planta. Yo he de seguir con el paripé así que llego a la segunda, donde todo tiene un aspecto radicalmente diferente (todo son celdas y barrotes, al más puro estilo del segundo sótano; está parcialmente abandonado, no veo a nadie). Salgo y busco la salida de emergencia, por ella consigo bajar hasta el primer piso donde todo vuelve a ser extraño, más que en una cárcel parece que esté en un hotel: sillones de cuero, suelo de madera, iluminación cálida y relajante… Escucho los chirridos de las ruedas al final de un pasillo que te invita a estar recorriéndolo toda la noche alejado de psicosis y conspiraciones varias. En varios idiomas identifico un cartel donde se lee «Comedor», así que con el sonido de los cubiertos chocando con los platos de fondo me acerco a una puerta de color rojo con una ventana en la parte de arriba: al otro lado un grupo reducido de hombres y un par de chicas con ropa «de calle» comen, repartidos por la enorme sala como si no quisieran saber nada los unos de los otros.

Me animo a entrar sin levantar la vista del suelo y con paso firme hacia lo que es mi única y patética idea para sacar de allí a Cintia y, de paso, salir yo con vida. Duele saber que has arriesgado todo en vano, duele saber que Silvia ya no está con nosotros y sobre todo duele saber que sus últimas días los ha pasado sola, aguantando sepa Dios qué y sabiendo que nadie daba un duro por ella. Y lo mejor es que no somos la simple excepción que cumple la regla, sino que somos uno más en la larga cadena de lo que todo cuanto me rodea es partícipe. Allí abajo ella no está sola, no lo está como no lo ha estado la gente que ha sido abandonada en ese mismo lugar la última pila de años. Y ahora, ¿Qué queda para que no tire ya la toalla? Pues alguien de metro sesenta y cinco, ojos azules y pelo rubio que aún tiene algo por lo que vivir, si de mí dependiera estos muslos de pollo asado (ya estoy salivando) y los filetes empanados sería lo último que vería, pero por suerte, aún no estoy sólo:

– ¿Qué quiere joven? No le he visto por aquí antes – me pregunta la señora mayor y con malla para el pelo que me atiende al otro lado del mostrador a altas horas de la madrugada. No parece peligrosa, ni siquiera mala persona, me mira de forma casi maternal y trato de pensar que no estoy donde estoy para poder continuar con la conversación.
– Sí… bueno, es que soy del frente de Marruecos – qué bien me he aprendido la historieta – ¿Me lo podría envolver con eso que hay al fondo? – digo señalando a una especie de papel metálico que veo tras ella – Es que estoy un poco ocupado…
– Claro hijo, te lo pongo en un tupper y te lo comes donde quieras. ¿Te pongo un poco de cada?
– Sí señora, pero no demasiado, no tengo mucha hambre, ¡gracias!

Y así pues, me coloca una pequeña porción de pollo acompañada de patatas y medio filete. Le doy las gracias rápidamente y me dirijo a la puerta, la abro y…:

– ¡Eh, eh! ¿Y esas prisas? ¿Qué llevas ahí? – sé quién es, no es la primera vez que lo veo e intuyo por su voluminoso tamaño y el brillo de su cabeza que fue él quien se la llevó, casi puedo ver en su enorme sonrisa los dientes manchados de sangre de su oreja…
– La comida, tengo prisa señor – trato de no mirarle a los ojos y evito el contacto visual en todo momento. El plástico de la cosa esta está muy caliente, se me escurre de las manos por segundos y mi nuca comienza a sudar. Toda la frialdad y carisma que he mantenido hasta el momento se acaban de ir.
– No me suena tu cara – pone su mano en mi pecho impidiéndome salir – ¿De dónde has salido?
– Soy… – no creo que él se lo trague – del frente de Marruecos, acabo de llegar.
– ¡Coño! ¡Qué casualidad! No serás ruso, ¿No?
– ¿Yo? ¡Qué va! Soy… – a ver qué cojones me invento – padres franceses pero criado en China.
– ¡Ah! Mucho chino por aquí… no sé como lo hacéis para comunicaros, vaya idioma raro que gastáis. No tienes acento ninguno, ¡enhorabuena! En fin, no te entretengo más que se te enfría lo que lleves ahí…
– Está bien, nos veremos con más calma – las pulsaciones han subido como la espuma en 10 segundos, comienzo a caminar visualizando el ascensor al final del pasillo.
– ¡Espera un segundo! – agarra de mi brazo con fuerza.
– ¡¿Qué pasa?! – digo un poco alterado.
– Y las mujeres por allí… ¿Qué tal, están «percutibles»? – mi puño tiene el actoreflejo de cerrarse al oírlo.
– Mire… lo mejor es que lo compruebe usted mismo – le respondo tajante y evitando sus palabras y su pestilente aliento.
– Pues sí, tendré que pasarme a visitar a esas guarras, por allí las tienen que regalar buajajaja – ando más y más deprisa para perder su voz y sus comentarios lo antes posible.

Llego de nuevo al sótano, bajo las escaleras y me encuentro de bruces con esa especie de caverna de cuyo cuidado han asignado al más patán de los patanes. «Mark, mira lo que hay hoy de menú» le digo mientras agarro el muslo y le doy un buen mordisco:

– Madre mía – comienza a absorber su propia saliva para que las babas no lleguen al suelo – ¿Me das un poquito compañero?
– ¿Qué? ¡Ni de coña! Esta es mi cena, escucha, sube a por algo que yo te cubro las espaldas – le guiño un ojo.
– Pero… si tú no tienes ni puta idea de cómo va esto, Jesús – miro a mi alrededor, la mayoría de los que hay en las celdas mugrientas y frías como el hielo están dormidos o, en su defecto, desmayados o muertos.
– No me jodas, si esto está tirao’, y los muertos de hambre estos no parecen muy conflictivos. Venga hombre, date un descanso que a saber luego lo que queda para ti.
– Vaya cabronazo estás hecho, ¡No me tientes, no me tientes…! Venga, vuelvo en un minuto, pero no le digas nada a nadie que me la estoy jugando.
– Soy una tumba, amigo.

Se levanta cual foca que va a por su ración de pescado y se agarra el pantalón para que no se le caiga. Se abrocha el cinturón dejando entrever unos calzoncillos de color blanco con multitud de manchas marrones y amarillentas y desaparece escaleras arriba con un ritmo torpe y lento. Me quedo unos segundos quieto, esperando a que el sonido de sus pasos se disipe en el silencio de la noche. Tras darle un pequeño margen de seguridad, me levanto y camino hacia la celda donde está Cintia. Sigue en la esquina, intentando aislarse todo lo posible de la corriente congelada que circula por toda la estancia. Su aliento le sirve de improvisada estufa y las contracciones fuertes y aceleradas de su abdomen me hacen sospechar que continúa despierta (por otra parte ¿Quién se dormiría en una situación así):

– Tchss, tschsss!! – levanta la cabeza, sus párpados humedecidos me dan una pista de cómo está – Escucha guapa, en media hora estarás dentro del 928 con la calefacción a tope, ¡te lo prometo!
– Pablo – brota un fino hilo de voz.
– ¿Qué?
– Dime que me vas a sacar de aquí, por favor.
– ¡Que sí mujer! Tú tranquila, limítate a hacer lo que yo te diga y métete en el papel de rehén, prisionera o como quieras llamarlo. No tengo tiempo, en dos minutos estoy contigo.

Me dirijo a la mesa de fondo, miro hacia la puerta una última vez antes de aventurarme a coger las llaves. «¡Eh, tú! Despierta, eres libre». En la celda más cercana a la mesa una mujer de pelo corto y grasiento, con los ojos desteñidos por la oscuridad y rasgos asiáticos me mira con miedo. Le abro la puerta y le hago un gesto para que salga de la «estancia». Sin hablar un ápice de castellano es complicado entendernos, así que ella se levanta y se queda en mitad del corredor como esperando a ver qué hago. Continúo abriendo celdas y más celdas, las gente sale afuera pero se muestran reticente a marcharse de allí, parece que el síndrome de Estocolmo funciona de todas, todas. Allí hay todo tipo de personas: niños, ancianos, gente joven, mujeres, hombre, occidentales, orientales… variedad por doquier. Pero todos tienen algo en común y es su insumisión ante el sistema, y eso es lo que les ha llevado hasta ahí, así que sólo hace falta que vuelvan a sacar su faceta más rebelde. Al llegar a la última de las puertas alguien me habla al otro lado:

– Eh tú, ¿Por qué nos abres, es una trampa?
– ¿Qué? No hay trampa ni cartón joder, iros lo más rápido que podáis y todos saldremos de aquí, yo tampoco soy uno de ellos – le respondo a un chico de no más de metro sesenta y pelo rizado a lo afro.
– ¿Quién eres? Trabajo para una radio clandestina, podría hablar de ti si me dejaras marchar.
– No, ni de coña. No puedes hablar de mí. Escucha, ¿Puedes comunicarte con ellos? – el resto espera en la puerta de sus mirándonos con expectación.
– Sí, bueno, al menos con los que hablen inglés.
– Vale, pues dile que tenéis que iros ya. Tenéis que subir dos pisos por las escaleras, y luego esparcios por todo el recinto. En esa planta, al llegar hasta el final del pasillo os encontraréis con la recepción, detrás del ordenador están las llaves de todos los coches del aparcamiento. Coged todas cuantas podáis y salid divididos por grupos – es de lo poco que me viene a la memoria de cuanto me contó OjosGrises50 -, a partir de ahí todo depende de vosotros, hay una enorme puerta de hierro que no tiene pinta de ser blanda precisamente, pero la mayoría de coches están blindados , son verdaderos tanques. Usad uno de ellos para derribarla y huid con el resto. Por nosotros no os preocupéis – digo mientras miro a Cintia.

– Vale, está bien ¡gracias compañero! Seas quien seas, hablaré de ti en cuanto salgamos de aquí.
– Escucha, sabes que es arriesgado, ¿Verdad?
– Lo sé, pero me da igual, y creo que a ellos también. Preferimos morir luchando que vivir encerrados, no te preocupes.

Camino hacia la única celda que está aún cerrada mientras el chico de cabello rizado comienza a movilizar al resto de gente. «Eh, ¿Estás bien?» le pregunto a ella mientras pongo mi chaqueta sobre sus hombros parcialmente cubiertos con una camiseta a la que le sobran varias tallas. Está tiritando y no dice nada, se limita a absorber la mucosidad que de su nariz brota. Tras unos segundo de discurso, el silencio se vuelve a hacer en este oscuro sótano. Comienzan a caminar en dirección a las escaleras, salen ordenadamente por la única salida y se pierden subiendo peldaños. Yo me mantengo en la esquina interior de su celda, intentando mantener su temperatura con mi calor corporal. Su aliento congela mis manos (con las que rodeo su cuerpo). «Ya mismo estamos en casa, ya verás» le digo nuevamente para ver si entra en razón, pero ella continúa demasiado congelada como para hablar. Espero medio minuto más callado hasta que unos gritos y una ráfaga de tiros sucumben con su eco en el angosto lugar. Justo después, suenan las alarmas y me levanto dejándola en el suelo. Alargo mi mano y se la ofrezco «Nos vamos».

Capítulo: 17

«¿Y qué esperabas? ¿Una vida de kilómetros de asfalto, de gasolina gratuita e inagotable, de noches en vela comiendo hasta reventar o rompiendo un escaparate para espoliar y saquear a tu libre antojo? Yo también sueño con hundir el pedal del acelerador del coche más potente que pueda existir, engranar marcha tras marcha hasta el primer cambio de rasante, volar y despreocuparme de todo lo que no sea mi vida durante unos segundo, lo justo para volver a aterrizar y clavar frenos para no salirme en la siguiente curva.
Sin embargo… aquí me tienes, sola. Y es que rara vez conseguirás lo que quieres, y mucho menos lo que necesitas. Pero no te preocupes porque la vida es dura para todo el mundo, así que nadie se preocupará de ti o de mí. Ya puedo verme desde afuera, mi cuerpo y mi rostro poco tienen que ver con el que conociste… ¿Sabes? Creo que me esperan allá arriba, sólo un consejo: corre y no esperes nada de esto, mejor llevarse una sorpresa que una desilusión, yo solo soy la vigésima de éstas en tu vida. Adiós»

Y así, a 10 metros bajo el suelo, me despido y converso por última vez con Silvia. Su mano congelada me hace volver a la realidad, mi brazo se pone tenso al levantarla y siento su frío hasta en el último de mis huesos. Le doy mi chaqueta y se la pone con la misma celeridad con que yo la saco de la celda. Agarra el cuello de la misma y trata de usarlo de improvisada bufanda, pero su aliento bajo cero no hará mayor acción que la de dejarla sin aire:

-Escucha, ¿Dónde vas? – le pregunto viéndola subir las escaleras por su cuenta.
– ¡Vámonos! ¿No? – dice un tanto irritada.
– Tú sola ahí arriba y con esas pintas – observo la punta de su nariz roja como un tomate – no aguantarías ni medio minuto… Espera un segundo ¡Anda!

Cintia aguanta a duras penas en vertical, para en el penúltimo peldaño de escalera hacia lo incierto con las piernas engarrotadas bajo sus vaqueros ajustados y con todo el cuerpo temblando entre escalofríos. Agarro sus manos (aprovecho para que entren en calor) y las pongo en su espalda. Justo entonces, unos pasos torpes y pesados se escuchan al final del pasillo, fingiendo algo que no es la agarro del pelo con un poco de violencia y le hablo: «No digas nada, ¿Vale?». Ella se calla y se limita a soltar un leve quejido de dolor al que yo respondo regulando mis fuerzas.

Mark aparece delante de ella al instante, sudando como un cerdo y portando una pistola de mínimo un calibre 22 en su mano. Sin tiempo de reacción, intenta agarrarla alargando el brazo que le queda libre, pero yo doy media vuelta y un paso hacia atrás, fallando éste en su intento:

– Pero… ¿Qué coño ha pasado, Juan? Te dejo diez minutos al cargo y revientas el trabajo que durante tantos años he hecho de forma ejemplar. ¿Dónde están el resto? ¿Sólo la has pillado a ella?
– Jódete, hijo de la grandísima puta, no mereces ni vivir así que no esperas que haga tu trabajo – justo eso es lo que me apetece decirle -. Tío… no sé qué cojones ha pasado, me he dado la vuelta un segundo y alguien me ha golpeado en la cabeza. Me he caído al instante, me han despertado la alarma y el ruido de ella gritando, es la única a la que no han abierto las puertas.
– Pero… ¿Y dónde se han ido, cómo han salido de su aislamiento?
– Joder, pues ni puta idea tío, creo que no es el momento de averiguarlo. Si consigues pillarlos aún tendrás alguna posibilidad de seguir por aquí… pero creo que ambos estamos en un buen lío – dibujo una mueca de preocupación en mi rostro mientras tiro un poco más de su pelo para que no sospeche.
– ¿Y con esta que pretendes que hagamos? – pregunta mientras la mira con cara de odio.
– De ella no te preocupes, que ya me encargo yo – vuelvo a tirar de su melena rubia, esta vez con más fuerza que nunca, para que grite.
– ¿Estás seguro? No sé cómo voy a salir de esta..- se limpia el sudor de la frente con la mano.
– Mark coño, ¡Ve a ayudar joder! De la rubia me ocupo yo – mientras sus ojos empiezan a llorar, no sé muy bien por qué razón, rozo mis dedos con los suyos para que sepa que sigo de su lado.
– ¡Vale, vale! – el corpulento y vulgar (a pesar del traje) muchacho, se da media vuelta y comienza a correr al trote para no ahogarse con la pistola en la mano. Desaparece tras las escaleras y nos volvemos a quedar solos.
– ¡Ey, ey! ¿Estás bien? – le pregunto, le doy media vuelta y agarro su fino rostro con mis manos, retiro con mi dedo pulgar un par de lágrimas que deslizan por su rostro.
– Sí, sí – asiente con la cabeza mientras palpa mis manos con las suyas, para ella en estos momentos soy como una estufa; cierra los ojos y sonríe -, pero sácame de aquí ya, por favor.
– Para eso tú me tienes que sacar a mí antes. Escucha, no me gusta hacerte llorar, pero hemos de seguir con el plan… ¿Podrás soportarlo unos minutos más?
– ¿Bromeas? ¿De verdad piensas que me estás haciendo daño? – comienza a reírse, incluso suelta una tímida carcajada – Si hay algo que se me da mejor que mentir, eso es actuar. No te preocupes que podría estar llorando toda la noche, soy una fuente.
– Entonces, ¿A qué esperamos?

Se da media vuelta y continuamos con el papel de víctima/opresor. Al principio todo es silencio, nadie más que el carcelero baja allí, a excepción de cuando alguien le baja el cuenco de arroz a lo que ellos llaman comida. Pero al llegar al primer sótano todo cambia (y todo pasa bastante rápido). Su cuello se estira hacia atrás mientras yo tiro hacia mí de su pelo. Apenas ve por dónde camina, sus pasos torpes a veces son coordinados por un puntapié de mis zapatos en el talón de sus zapatillas de trapo. Como buena actriz que es, cada vez que nos acercamos a alguien suelta algún grito o deja escapar de sus ojos otra lágrima. Al llegar a la recepción donde me atendió la chica anteriormente, vuelvo a divisar su estilizada figura que camina intranquila de un lado hacia otro y resopla fatigada mientras sus brazos descansan en su cintura. Al llegar a su lado se dirige a nosotros:

– ¿Es una de ellos? – pregunta mientras retira con cierta delicadeza solícita el único mechón rubio que le queda en el rostro.
– Sí, he conseguido cogerla. De momento la vigilaré yo, esas celdas ya no son seguras, podría volver a escaparse.
– Muy bien, si encuentras a alguno más avísame. He intentado pararlos pero a esta hora no hay casi nadie por aquí, y yo sola he sido incapaz de contenerlos – su piel roja da fe del bochorno que está pasando.
– No te preocupes, aparecerán todos, de aquí es imposible que escapen… – digo con cierto tintineo.
– Bueno, no estés tan seguro.

Doy por concluida la conversación y seguimos caminando por una planta que, a excepción de aquella chica y las personas que hay encerradas en las diferentes habitaciones, está completamente vacía. Sólo las alarmas rompen el silencio imperante, sólo ellas se atreven a hablar frente al mayor fallo en la seguridad de la historia de este lugar. Las luces comienzan a encenderse y a apagarse, las subidas de tensión harán que en no mucho tiempo todo el sistema se venga abajo, algo está fallando…

Subimos como una inspiración al piso de arriba, en la planta baja el resultado es más o menos el mismo, trago saliva al recordar el episodio de la madre y el hijo, sus cuerpos aún deben estar calientes. Sin embargo, al girar la esquina que nos conduce al parking algo estremece nuestros huesos: un grito, dos disparos y todas las luces se apagan, como por arte de magia. Una pequeña explosión la precede y yo suelto de inmediato a Cintia, ya no la agarro del pelo ni de los brazos, ahora me limito a darle mi mano y caminar con cautela por un lugar que se sume en la completa oscuridad. Oiga a la chica de la recepción del sótano gritar mientras que en la del primer piso sólo queda alguna llave tirada en el suelo y la caja donde se guardaban el resto abierta de par en par. Unas gotas de sangre me hacen intuir que algo no marcha bien en este sórdido lugar, seguimos avanzando por un pasillo que ahora me parece tres veces más largo de lo que lo fue a la ida, se hace interminable. Ella mira al frente mientras yo le cubro las espaldas, ahora yo también tiemblo y ambos sentimos de nuevo el calor de nuestra piel, que hierve de miedo y se ruboriza a cada ínfimo ruido que oye.

Con las manos apoyadas en la pared y con la cautela necesaria para no hacer el más mínimo ruido, continuamos avanzando cautivados por la luz que se ve al final del túnel, la única que ilumina nuestros pasos y que apenas percibimos con nuestras retinas reducidas a la nada, creo que hasta ella tienen miedo a ver lo que hay ante nosotros, se refugian del pánico y del frío tras las córneas que les sirven de abrigo. «¿Qué está pasando, qué pasa?» le digo a ella casi susurrando pero completamente aterrado. Mi extraño papel de dominante ha pasado a ser el de asustadizo sumiso en apenas unos segundos, los que han separado al luz de la oscuridad. «No te preocupes Pablo, que no pasa nada, será alguna tontería» me guiña uno de sus ojos azules e ilumina la lobreguez del corredor con su mirada mientras tira de mi. Diez metros más adelante, y sin perder su pasional ritmo, salta el cuerpo inerte de uno de los rehenes que hemos dejado escapar, «No te sientas culpable, son cosas que pasan» me dice mientras lo ignora por completo. Yo giro el cuello y esos rasgos asiáticos me recuerdan a una de las mujeres de las primeras celdas, si salimos de aquí la recordaremos como a una heroína.

Nos quedan apenas 10 metros para llegar, Cintia para en seco al ver el percal que se intuye al otro lado. «¡Corre, volvemos a hacer lo de antes!» le digo mientras la vuelvo a agarrar de las manos. Como en una escena post-apocalíptica de alguna producción casposa-hollywoodiense, el aparcamiento luce un aspecto más cercano al de un campo de batalla. La agarro del pelo y miro directo a la torre de control, sin bacilar lo más mínimo. Con mi pulgar les muestro el símbolo de la victoria, no los veo pero estoy seguro que ellos a mí sí; de hecho, si aún no tenemos un tiro en el estómago es porque ellos se lo han tragado: «El topo se va de la madriguera». Un clase S muestra sus luces intermitentes traseras mientras de su vano motor chorrea aceite y fluidos a borbotones, como un guerrero que yace herido de muerte con una espada clavada en el pecho. Sonrío al ver la puerta de salida reventada por su morro, la puerta del conductor está abierta y faltan varios coches, no hay un sólo resto de sangre que me indique que algo ha salido mal, sólo marcas de balas perdidas que han impactado contra un precioso Maserati Quattroporte y un Aston Martin Rapide. La aleta lateral de «ojos saltones» está golpeada, algo me dice que la huída, aparte de fructífera ha sido ciertamente violenta. Abro la puerta del acompañante y la tiro sin la más mínima consideración, la señalo con el dedo para que vean que soy un malote y me acerco a mi asiento. Antes de sentarme, toco las marcas de neumático que han pasado rozando al 928 y que entre otras cosas han dejado los restos de un faro de color rojo en el suelo tirado: aún están calientes, deben de estar cerca.


Nuestra mayor incertidumbre ahora es si sólo los que estaban en las celdas han salido de aquí o, si por el contrario, alguien ha ido ya tras ellos. Conecto la calefacción al máximo y los cristales se empañan muy rápido, sin tan siquiera haberme dado tiempo a emprender la marcha ya está con una buena capa de vaho. «¡Eh! ¿Estás bien, te he hecho daño» le pregunto mientras meto la directa y comienzo a pisar el pedal del acelerador con el ronroneo pausado del V8 de fondo. «Tío, que no estás tan fuerte jejeje, venga, vámonos ya que no me gusta nada como nos miran esos dos», dice observando a aquellos que me crucé a la entrada y que apuraban sus pulmones al resguardo de un pitillo incandescente. Acelero a fondo y salgo de medio lado del recinto, ambos se quedan embobados al vernos pasar por su lado sin la más mínima intención de parar; siguen con su festival de nicotina, con la diferencia de que sus caras ahora reflejan una gran preocupación.

Me despido del cartel de «Centro Penitenciario» con el Clase S en el retrovisor destrozado contra la puerta de acero y con marcas de neumático que delatan hacia dónde han huido el reducido grupo de aliados. El motor V8 vuelve a rugir entre los olivos y ahora incluso uso las luces para guiarme un poco mejor a esa hora en la que la aurora te deja ver pero no te deja observar con claridad. Un par de curvas a izquierdas sobre la gran nacional que brota ante nosotros como una especie de estela de color oscuro y olor intenso y el marcador del Porsche ya supera los 180 kilómetros por hora. Por un momento pensé que no volvería a sentir esta sensación de velocidad, por un segundo sentí lo que Silvia sintió durante tanto tiempo antes de su muerte…

Ansío bajar la ventanilla y sentir el rocío de la mañana mojando mi cara, pero pienso en la que va al lado y sé que no debo hacerlo:

– Ey, ¿Cómo lo llevas? – la observo con «mi» chaqueta puesta y las manos aún blancas como la leche.
– Bien, bien – sonríe tímidamente -, dicen que el frío es bueno para la piel, yo esta noche me he hecho un lifting para los próximos 20 años.
– Jejeje, pues sí, no te digo que no, ahora estás más guapa – miento, da miedo verla. Sus ojos más que azules son rojos, sus labios están agrietados como las carrocería de los coches del desguace y su piel es paliducha y ha perdido todo su brillo, pero eso ahora es secundario, y mi aspecto tampoco debe ser el mejor.
– Y tú, ¿Cómo estás? – su gesto adquiere un tono aún más grave.
– No sé a qué te refieres…
– Lo sabes perfectamente – su mano (ya un poco templada) se agarra a la mía, que se aburre sobre el volante ante una larga recta sin mayor novedad que un cartel de «Próxima gasolinera a 4 kilómetros».
– Bueno, creo que he gastado la última bala de la recámara. Hay que saber cuándo parar y hay que saber aceptar una derrota, y creo que es el momento de pegarse la ostia con la realidad – una lágrima involuntaria brota de mi ojo izquierdo, por suerte su ángulo de visión hace que para ella sea imperceptible.
– Aún te queda mucho por lo que seguir adelante, recuerda que hace muy poco que saliste de casa, mira todo lo que has vivido en un mes ¡imagina lo que aún te queda por hacer! – parece olvidar todo por lo que la he hecho pasar.
– Lo siento.
– ¿Por qué?
– He puesto en serio peligro tu vida por un capricho tonto.
– ¿Eres consciente de lo que acabamos de hacer?
– Sí, por mi culpa han matado a esa chica y hemos firmado (una vez más) nuestra sentencia de muerte.
– No digas tonterías, esa mujer ya estaba muerta antes de que le abrieras la puerta. ¿Recuerdas lo que te dijo aquel chaval de pelo rizado? Esa gente lucha por sus ideales, para ellos la mayor derrota es estar allí encerrados sin poder hacer nada. ¿Sabes que creo?
– ¿Qué?
– ¡Que acabas de abrir la caja de Pandora! Mira, esto es un bola que se va haciendo más y más grande, hasta que un día se rompa por su propio peso. Acabas de encender la mecha que hará que todo explote – sus ojos se iluminan y parece que su precioso rostro vuelve a germinar desde ese demacrado perfil.
– Eso me asusta a la par que me… – agarra con fuerza de mi mano e interrumpe lo que le estaba diciendo.
– ¡Para, para, para! Mira ahí, detrás de esa nave.

Clavo frenos y aparco en la cuneta, «No hace falta que bajes, iré yo a echar un vistazo. No quiero que cojas frío», con un gesto negativo que deja poca opción a réplica abre la puerta antes de que yo lo haga. Los primeros rayos de luz se reflejan en una pared de hormigón construida a base de paneles, es increíble la vista que esta chica tiene. Sus carrocerías señoriales, más cercanas a lo maravillo que a lo humano, se hacen un poco más terrenales al estar salpicadas por el barro y hundidas unos diez centímetros en el suelo de lo que alguna vez fue un huerto. Aún están arrancados, con las llaves puestas y con algunas puertas abiertas:

– ¿Por qué los habrán dejado aquí? – le pregunto intentando que ella me abra los ojos.
– Es evidente, estos coches están monitorizados, los podrían localizar vía satélite en cualquier parte del mundo. Ahora seguirán con su camino a pie, espero que les vaya bien y tengan suerte, les hará falta. Y creo que nosotros deberíamos hacer lo mismo.

Y así pues, con las mismas nos volvemos sin poder evitar girar la vista al ver esas verdaderas maravillas de la ingeniería, construidas durante cientos y cientos de horas por las manos de los mejores artesanos abandonadas a merced del destino y de una baliza localizadora, quietas junto a una nave industrial que algún día dio trabajo y gozó de vida. Son dos Rolls Royce (un Phantom y un Ghost), un Maybach 57S y un Bentley Mulsanne los que abollados y maltratados en los apenas cinco kilómetros de trayecto han servido a esas personas de válvula de escape, sinceramente, yo no lo podría haber hecho mejor. Ahora son «libres» dentro de este gran zoológico, yo sin embargo sigo atrapado en un letargo de sentimientos encontrados, abrumado por las responsabilidades que no acaté y las promesas que no cumplí: «Yo no dejaré que te hagan daño, pero tú tienes que jurarme a mí lo mismo» me dijo aquella noche en la playa. Hoy es el agua salada la que ansío oler y su destino el que trato de conocer, espero que al menos no sufriera más de lo necesario y que quede alguien en este mundo (que no sea yo) para mantener vivo su recuerdo.

Los kilómetros pasan, y apenas a los tres minutos de retomar la marcha levanto de nuevo el acelerador para rellenar el depósito. Como tras una larga noche de alcohol y fiesta, lo que queda ahora es una resaca de emociones que no sé muy bien como canalizar. Otra gasolinera fantasmagórica con revistas porno tiradas por el suelo y los carteles del precio de los combustibles el último día que estuvo abierta (a casi tres euros cincuenta el litro de Diesel más barato). Absorbo con todas mis fuerzas de la manguera que conduce al enorme depósito de gasolina de 98 octanos, con ayuda de una enorme garrafa consigo llenarle hasta los tranques en cuatro o cinco viajes, y con todo listo, emprendemos de nuevo ruta hacia casa de Diego, que a estas horas nos debe estar dando por muertos.

La calma viene tras la tormenta, y con el Sol incidiendo en las ventanillas del coche y la calefacción a tope, parece que Cintia vuelve a recuperar su brillo natural. Ya no corro más de lo necesario, al contrario, me apetece ir tranquilo observando el paisaje, disfrutado del cambio automático y del agradable tacto del coche con sólo acariciar el acelerador. «Mira, ¿No es ese con el que hablaste antes?» me dice ella señalando por la ventana. Reduzco la velocidad hasta quedarnos casi parados junto a él. Abre la ventanilla y cruza sus brazos apoyándolos sobre la puerta mientras lo observa:

– Ey chico, ¿Quieres que te llevemos a algún sitio? – el joven de pelo rizado y baja estatura camina por el arcén llevando sobre sus hombros una camisa a cuadros.
– No gracias, no os conozco, seguiré andando hasta donde voy.
– ¿Sabes que andar cerca de las carreteras no es nada seguro? – me meto en la conversación.
– Claro que lo sé… ¿Pero qué queréis que haga? Campo a través me perdería.
– Queremos que subas, te llevaremos donde quieras. Si te hemos sacado de allí hace un rato no vamos a hacerte daño ahora…

Se para en seco, a lo que yo respondo con un frenazo y moviendo la palanca del cambio hasta la posición P. Cintia se baja del coche, mueve su asiento hacia delante, se sienta atrás y vuelve a colocar bien su asiento. Así pues, ahora llevo de copiloto a un completo desconocido que, por su olor, diría que llevaba más tiempo de la cuenta metido allá adentro. Durante unos instantes todo es silencio, nadie se atreve a romper el hielo y todo cuanto él hace es tocas el tirador de la puerta y el salpicadero mientras yo inicio la marcha:

– Y los otros… ¿Dónde están? – pregunta ella finalmente para romper el hielo.
– Ni lo sé, ni me importa, si os digo la verdad. Ninguno goza de mi especial interés, la mayoría son simples espías que, como todos los que por aquí, antes o después caen. Conforme nos bajamos de los coches todos se desperdigaron por mitad del campo sin saber si quiera donde iban, tampoco se preocuparon por mí ni por estas tierras… así que… me dan igual – noto cierta resignación en sus palabras.
– ¿Y tú… quién eres? ¿Por qué estabas allí? – pregunta Cintia nuevamente.
– Bueno… digamos que cuando se transformó en una gran red digital se olvidaron por completo del mundo analógico (televisión, radio… etcétera), así que un buen día unos amigos y yo decidimos hacer algo para cambiar esta situación, tenemos contactos que viven al otro lado y nos cuentan cómo van las cosas afuera, gracias a eso mantenemos un pequeño hilo de novedades que dar en nuestra emisora.
– ¡Joder! Pues qué raro… nunca había escuchado nada de lo vuestro.
– ¿En qué frecuencia emitís? -interrumpe ella.
– En toda la banda visible de AM y FM, y claro que nunca no has escuchado… ¿Has probado a poner la radio alguna vez?
– Pues no… para qué te voy a engañar – contesto algo avergonzado. Conecto el viejo equipo de sonido del 928 (que se conserva pasmosamente bien) y sintonizo la FM. Un hilo musical relajado y calmado suena de fondo por los pocos altavoces que aún funcionan. Mi limitada cultura no me hace estar muy seguro, pero me atrevería a decir que es Jazz…
– Ahora no emitimos nada, del equipo que comenzó con todo esto (éramos unos diez) sólo quedábamos cinco cuando me pillaron yendo una noche desde casa hasta el estudio. Mi padre fue ingeniero de telecomunicaciones en el pasado y soy el único capaz de usar con cierta soltura la vieja antena que usamos para retransmitir señal en directo. Ahora tenemos unas 24 horas de hilo musical que se repiten una y otra vez. Espero que los chicos no hayan abandonado el proyecto, porque el bombazo que esta vez traigo va a ser digno de ovación, todo cuanto me hace falta es contar mi historia y cómo logré salir de allí, gracias por todo chicos.
– De nosotros no hables, por favor. Ni de nosotros ni de nuestro coche ni de nada que pueda darles una pista acerca de nuestro paradero – Cintia se pone muy seria -, y por cierto ¿Dónde quieres que te llevemos?
– Con nuestra escasa audiencia de 30 o 40 personas no creo que ellos se encuentres entre nuestros oyentes, pero bueno, no os preocupéis que seré discreto en cuanto a vosotros, de igual forma esto se puede considerar un antes y un después en nuestra lucha. Sabemos quiénes son y cómo actúan. Y respecto a dónde dejarme… no os preocupéis por mí, prometimos que nadie más sabría del emplazamiento de la emisora, y así lo vamos a hacer, dejadme en cualquier parte de Jaén que ya iré andando hasta donde sea, esta vez tendré más cuidado y no me pillarán, no es preocupéis por eso, jejeje.

El camino hacia la capital nos lo pasamos entre risas y alguna broma cansada y fatigada por el sueño, casi sin quererlo la «rubia platino» se ha quedado frita en el asiento de atrás, supongo que los más de 30 grados que hay dentro del habitáculo ayudan a ello. Ninguno de los dos se quejarán después del frío que han pasado, pero las axilas de mi camiseta hace tiempo que se saltaron la definición de membrana para evolucionar a la de manantial, el cerco del sudor baja por la camisa hasta llegar prácticamente hasta los pantalones de pinzas mientras el chico (al que no le he preguntado nombre ni se lo voy a preguntar) me mira con cierta incredulidad. Lo extraño de él es que no parece haber cogido ni siquiera un simple catarro, debe estar hecho de otra pasta.

Llegamos al centro, cruzamos la plaza de las batallas y subimos una larga avenida partida en dos por los raíles del tranvía, apenas acaricio el acelerador y trato de conducir lo más suave posible, ella se ha ganado un buen descanso y no voy a arrebatárselo. Es increíble lo manso y sosegado que puede ser este coche cuando quiere, aún así me he quedado con ganas de probar alguna de sus monturas, ese Rapide tenía una pintaza… Paro frente a la puerta de la catedral, con cierta pena (sabiendo que es la primera y última vez que nos vemos) me despido de aquel loco de metro sesenta que algún día (antes o después) vivirá como se merece o, en su defecto, será recordado como un héroe:

– Sois aún muy jóvenes para meteros en estos follones, es evidente que sois muy buenos pero aún así esta noche todos hemos tenido una flor en el culo, pero la buena suerte no llama dos veces a la misma puerta, así que tened mucho cuidado.
– Está bien tío, lo tendremos en cuenta – se lo digo casi susurrando para no romper el silencio -, pero aunque sólo me tenga a mí mismo, seguiré luchando, prefiero morir en el intento que pegarme toda la vida entre cuatro paredes.
– Mira, hablas como un novato – sonríe de forma casi fraternal – pero tienes una valentía con la que te podrías abrir puertas mil veces mayores que las que has abierto esta noche. Yo llevo años viviendo de forma clandestina, así que sé de lo que hablo: defiende tus ideales, pero mira mil veces a cada lado antes de dar un paso, la prudencia es lo único que os mantendrá vivos, te lo digo por experiencia. Ojala tengas mucha suerte y entre ambos acabemos con esto, espero que las próxima vez que nos veamos sea tomando un café en ese bar que hace esquina, como lo hacían nuestros padres – vuelve a sonreír.
– Lo mismo digo, mucha suerte y fuerza, os escucharé desde donde esté, habéis ganado tres nuevos oyentes… bueno, dos – saco su lápiz de ojos del bolsillo y lo manipulo con nostalgia, como Diego cuando recordaba a sus hijas.

Se disipa sin más en apenas unos segundos, las enormes columnas exteriores del templo de Vandelvira le sirven de refugio y como nos lo encontramos hace unos minutos en la orilla de una calzada perdida, desaparece sin dejar más huella de su existencia que el extraño lugar que Cintia ocupa en el coche. Miro por el espejo retrovisor la esquina de ese bar del que ha hablado, me recuerda que aún no estoy sólo. El viejo seguro que sigue en vela, preocupa y ofuscado porque la comida se está enfriando, pero en mi lista de prioridades está la de darle un beso a dos de yo me sé. Doy media vuela en mitad de la enorme plaza, en ella hasta un portaviones podría virar a babor o estribor y completar un ángulo de 180 grados sin tan siquiera rozar una fachada.


Se despierta cuando aparco frente a la plaza donde el Sirocco R de sus últimos coletazos de vida, uno de mis primeros recuerdos es el de papá jugando al tetris para meter todos los cacharros de la playa, eran las 8 de la mañana y aún conservaba la costumbre de salir a primera hora para no pillar atasco, aunque hiciera años que la televisión no daba un sólo parte de retenciones o incidencias en el tráfico. Mientras que ambos subimos las escaleras un dolor en el pecho se hace intenso y más intenso, son recuerdos oscuros los que me provoca este lugar, como una noche de invierno en la que sólo algunas estrellas brillan para recordarnos que seguimos vivos. Esa estrella brilla al final de los peldaños que ahora subo, es Silvia, junto a la que vuelvo de otra tarde intensa en el taller. Por debajo de la puerta de casa brilla otra de ellas, es mamá que, en una orilla completamente desierta, agarraba de mi brazo para que no me metiera en el agua más allá de donde me cubriera.

Y es que hubo un día en el que esos trozos de carne con ojos aún tenían sentimientos y emociones, hubo un día en el que ellos también combatieron contra el sistema que poco a poco limitó su día a día a cuatro paredes, y es que ellos fueron los últimos en dejar de vivir. Ahora son meros seres de oscuridad, cuyos ronquidos y tos son su única señal de vida, si de mí dependiera daría todo cuanto tengo (que no es mucho) por verlos salir de casa de nuevo. Sé que no fueron unos cobardes, y nunca se sometieron a las normas, sin embargo tenían alguien de por medio a quien proteger, alguien que a día de hoy se ha convertido en un hombre gracias a su ley del hielo y exclusión, indirectamente creo que me estaban educando para ser quien soy. Sólo por eso se merecen que vaya a hablar con ellos, le debo más de una explicación que estoy seguro que quieren escuchar.

«¿Me disculpas un momento?» le digo a Cintia, que como de costumbre trata de entrar con total naturalidad a mi piso. Esta vez cruzo en solitario la puerta, como de costumbre el reflejo del televisor choca con la pared desde la puerta entreabierta de su habitación. El volumen a todo trapo y un extraño olor a «nada» es todo cuanto se percibe en el pasillo. Me percato de que el dolor de mi pecho no estaba provocado por la oscuridad del portal, ni por los recuerdos que se amontonan en mi cerebro atrofiado, no, este sentimiento ya lo he percibido ante, y se llama pena. Abro la puerta y es la realidad la que me golpea en la cara, los ojos y el estómago. Una cama vacía y un mando tirado en el suelo es todo cuanto de ellos queda. Todos los cajones están abiertos, me recuerda a cuando desvalijamos medio centro comercial para encontrar un traje a mi medida.

Sobre la cama, unas gotas de sangre y una mancha de pólvora me recuerdan que no sólo soy un asesino directo, sino también indirecto. Me recuerda que como un juego de rol en el que tu partida va mal, lo poco que tengo a mi lado lo estoy perdiendo definitivamente, y así, una vez apagada la tele y en total penumbra, me percato de que sólo un silencio sepulcral cubre «mi hogar». No habrá más noches con ellos roncando de fondo, el sonido de una vuelta rápida a Nürburgring desde su casa no retumbara nunca más sobre mi cuarto, ahora no tengo a nadie más que a esa chica que espera en la puerta y que, con un poco de suerte, marchará junto a su padre de aquí a unos días. Las lágrimas me hacen de inesperadas compañeras, no son de miedo ni de rabia, son de tristeza, y a esa no hay forma de calmarla. Sobre la mesita de noche, una nota de ellos (los poderosos, los carceleros, lo que todo lo ven) me dice en qué punto estoy: «Tu soledad comienza».

Capítulo 18


Me agarro a la tapa del water como quien lo hace al filo de un precipicio. En mi interior alguien exprime con sus manos mi estómago y me hace vomitar una y otra vez con enormes sacudidas. Mi cabeza me aturde de forma casi esquizofrénica, una voz me grita al oído a unos decibelios francamente insoportables: «Eres el culpable, tú los mataste a ellos, a Silvia, a los rehenes, al niño, ¡A todos, maldito malnacido!». Sólo son unas gotas de sangre, unos rastros de pólvora y una nota, es el testamento que ellos me han dejado antes de marcharse forzosamente. «¡Buagggg!» Una nueva arcada exprime lo poco que de mí puede quedar ya en el sistema digestivo, los restos de comida semidigerida han dado paso a una bilis amarillenta, densa y pestilenta que cubre con su hedor todo el cuarto de baño. ¿Cómo he podido estar tan ciego? ¿Cómo he podido acabar así? ¿Cómo he llegado a este punto?

Su todavía mano congelada me despierta de la vorágine autodestructiva que mi cabeza de mí ha hecho, pisa sin importarle los restos de fluidos que han caído al suelo. Ella también llora, aunque lo hace más por solidaridad que por pena, ella apenas los conocía y yo… bueno, yo nunca fui un experto en la materia. Es ahora cuando predicas en tierra de infieles, tratas de encontrar el discurso barato de «he desperdiciado el tiempo a su lado o eran unas bellísimas personas», es la forma más hipócrita de eludir mi responsabilidad:
– ¿Estás bien? – me pregunta con la voz temblorosa, su aspecto resulta casi angelical al lado de mi cara desencajada.
– No, no lo estoy – me levanto del suelo calmado por su aliento, con la manga de la camisa me limpio los restos de mi boca.
Ella, sin decir nada, me abraza; es la que se encarga de consolarme ahora. Intento mantenerme fuerte y altivo a su gesto, pero me es imposible. Sin más, me agarro de su cintura y dejo que mis lágrimas caigan sobre sus hombros, me agarra de la cabeza de un modo tan delicado que apenas alcanza la definición de roce. Su cuerpo aún congelado parece no querer coger temperatura, apenas puedo intuir un fino ápice de calor dentro de su estómago. Me quedo absorto mirando en el espejo mi cara, su cuerpo y el pelo dorado que cubre su espalda hasta confundirse con mis manos. Así es como todo acaba, así es como uno pasa de ser un crío a hacerse adulto y perderse en ese círculo de soledad y desilusión. Así es como alguien que con un mando de la Play y una recreación digital de un circuito se convertía en una persona feliz cada vez que superaba su propio tiempo se convierte en un don nadie, oscuro y derrotado por la vejez interior, que lo tuvo todo y perdió más, que pasó de tener una colección de coches a su disposición, una chica de belleza casi milagrosa (y no sólo exterior) y gente que lo esperaba en casa, a estar sólo aún apegado a quien lo aprecia.

Mis manos se cansan de tenerla, se cansan de no poder ofrecer más que pena y fracaso a quien aún tiene algo por lo que vivir. El cariño se convierte en rutina y no hago más que ponerle otro cuerpo y otro rostro diferente, sin más, todo parece llegar a un punto de no retorno, con las horas contadas y el reloj de los míos ya parado, todo cuanto puedo es alejarla de mí y esperar a que sean ellos los que decidan cómo, cuándo y de qué forma he de morir. Mi destino, como el de cualquiera que ellos tengan en su lista negra, está escrito, por suerte no tengo testamento ni más enseres que un coche aún por afinar y cuantos pocos recuerdos conservo:

– Por favor Silvia…
– ¡¿Qué?! – corta por lo sano su abrazo.
– Cintia, perdón. ¿Puedes dejarme un momento a solas? Necesito aclarar mis ideas; y no te acomodes demasiado, te llevaré donde nadie pueda hacerte daño.

Ella, complaciente como siempre y agotada como nunca, abandona la habitación sumando a su lista de batallas perdidas contra el mal humor una nueva fecha y un nuevo lugar. Con los codos apoyados en el lavabo, levanto la cara y miro con recelo a ese rostro desquiciado que me mira directo a los ojos. Maquillo esta locura con una sonrisa nostálgica, recuerdos que se acumulan como perfectos momentos, sólo unas semanas hacen falta para echar por tierra toda una vida, sin embargo una vida no alcanza para vivir lo que yo quería conseguir. Y es que los errores pueden ser muy caros: reiniciar una partida, perder un fichero importante, que alguien se cabree contigo una noche o tener que vivir el resto de tu vida huyendo de quien ha acabado con todo cuanto tenías. Sólo hay una diferencia entre quien se defiende y quien ataca, y es que el segundo no goza de la valentía suficiente para que sea el otro quien dé el primer golpe.

Yo, nosotros, ellos, fuimos los valientes, no comenzamos la pelea pero nos atrevimos a defender nuestras creencias, nuestra pasión y nuestras inquietudes, y cuando eso pasa nos convertimos en soñadores y contamos con el recurso más importante: nuestro sueño. Así pues, postrado frente a un espejo cuya imagen me devuelve algo que no quiero ver, la puerta de su habitación entreabierta y la ausencia del reflejo de la televisión me hacen ver que no estoy en mi mejor momento, sin embargo, nuestros días de gloria se acercan y sólo quien luche podrá verlos. Ahora que lo tengo todo perdido sólo me queda acabar conmigo de una vez por todas o resurgir como el ave Fénix que nunca fui y volar lejos de mi anterior vida. Agarro con fuerza el vaso que un día contuvo mi cepillo de dientes y los de papá y mamá. Está sucio y con restos de dentífrico y gotas de cal secas. Aprieto como si del cuello del último de ellos se tratara, por mi mente recorren episodios convulsos de mi corta «vida»: es ella alejándose en un coche negro a toda velocidad, son ellos disparándoles a bocajarro mientras piden clemencia indefensos desde la cama, son las miles (quizá millones) de personas que han pasado el final de su vida entre cuatro paredes y una reja… ¡Pum! El vaso se rompe, el cristal desgarra mi piel y de esta brota la sangre como si de una fuente se tratase. No siento dolor, no grito ni me asusto. Dejo las lágrimas caer y simplemente libero todo cuanto por dentro me ha matado, a los que me hicieron daño yo les deseo el doble por haber jodido un corazón noble.

En el lavabo, sangre y lágrimas se funden, éstas últimas crean pequeños regueros translúcidos en mitad de un rojizo y denso fluido, representa metafóricamente el punto en que me encuentro. Y así, la puerta se vuelve abrir, el único reguero translúcido que me queda se abre paso y me agarra de la espalda. Ahora llora aterrada por lo que sus ojos ven:

– ¿Pero qué haces? ¿De verdad crees que así vas a arreglar algo? Estamos jodidos, realmente jodidos, y tú no tienes nada mejor que hacer que autolesionarte ¿Qué quieres? ¿Matarte, agotar tus fuerzas? Recuerdas que no eres el único que queda en este lado… me dejarías sola – su mirada azul me dice que no ha entendido lo que estoy haciendo.
– Estas, Cintia, serán las últimas gotas de sangre que se derramen por esta causa. Estoy cansado de herir y de que me hieran, estoy hasta los cojones de que algo tan simple como mi libertad dependa de tantos factores, volveré a mi cuarto y jugaré a la Play hasta que muera o vengan a por mí, lo que pase antes. Desde luego tú no estarás por medio y yo seré el único que sufra de aquí en adelante – busco una toalla en el cajón que hay bajo el lavabo -. Nos vamos al taller en un ratito, quiero hacerle un par de cosas al coche de Silvia… Y despedirme de ti.
– Aún pensando en coches… la cabra siempre tira al monte. No te voy a decir que no, pero ya te digo que de mí no te vas a librar tan fácil. ¡Anda! Ven para acá que te curo eso, ¡que te me vas a desangrar con la tontería! – sonríe, dando un poco de luz a tan sombría situación.

Me agarra del brazo que no está herido y me lleva hasta mi habitación. Su piel está de nuevo con ese tono a medio camino entre el color de la madera y la miel. Abre la persiana hasta el máximo: amo esta hora del día, el aire fresco de primera hora de la mañana se funde con el amanecer que tiñe de naranja su rostro y el mío. El reguero de sangre ha dado paso a un pequeño (pero constante) goteo que se cuela a través de mi puño cerrado. «A ver, ábrelo que yo lo vea» me dice Cintia. Con la delicadeza que la caracteriza en los momentos más difíciles, abre ella misma la palma de mi mano mientras tapona con sus dedos la herida. No puedo evitar dar un corto pero intenso quejido, noto el dolor que no he sentido a la hora de cortarme; la adrenalina y la rabia, como el nivel de sangre en el cuerpo, ha descendido drásticamente. Coloca mi mano zocata al lado de ésta, con ambas abiertas se queda un rato mirándolas mientras yo la observo algo perplejo. Tras unos segundos muda, se atreve a hablar: «Mira, ¿Ves esta línea de aquí?» dice mientras coloca su pulgar sobre ella «Dicen que es la línea de la vida, y en esta mano te la has atravesado… así que, técnicamente estás muerto». Comienza a reír con intensidad y me mira a los ojos: «Pero no te preocupes, que le encontraré una solución. Aunque no va a ser ni la más profesional ni la más placentera, eso te lo aseguro». Yo, aún callado, sonámbulo de su mirada, la observo. Cierra su párpado derecho en señal de complicidad, y desaparece de la habitación acompañada de unas contoneantes caderas que muestran toda su feminidad a cada paso que da.

Vuelve a los dos minutos, tras haberla escuchado rebuscando en los muebles del salón y del baño. En una mano, una botella de agua oxigenada y vendaje, en la otra, aguja e hilo. Me agarra de nuevo, esta vez por la muñeca. Se quita de su pelo la cinta que se lo recoge y la anuda en ella, a modo de torniquete. «Creo que así te dolerá menos, pero no estoy muy segura»; sin tiempo a que reaccione, su brazo se gira y vierte no menos de medio bote sobre mi castigado corte, de él brota una especie de espuma blanca que es como fuego para mi sistema nervioso. Comienzo a gritar como un cochinillo mientras ella me agarra con una fuerza brutal para su tamaño, tras unos segundos de indescriptible dolor comienza a soplar la herida desde bien cerca; es entonces cuando se intercalan momentos de dolor y placer extremos. Cuando el aire intercede con mi mano la sensación es realmente agradable, como si me estuviera echando una bocanada de fresca brisa desde lo más alto del Everest. Sin embargo, cuando sus pulmones se agotan vuelvo a tener ese penetrante y asfixiante ardor que me deja sin respiración.

Retira la espuma rosada con ayuda de la venda y de la manta que cubre mi cama, si lo de antes era dolor lo que está a punto de suceder tiene pinta de superar con creces el umbral humanamente aguantable del mismo. «Túmbate y mira para otro lado, y por favor no te muevas ni hagas movimientos con las piernas porque es una zona muy delicada y no he hecho esto en mi puta vida, ni siquiera sobre tela. Te podría atravesar un tendón y dejarte la mano «tonta» toda tu vida», su rostro no vacila y su brillo en la mirada da fe de que está casi más asustada que yo. Me doy la vuelta, cruzo las piernas para que sean ellas mismas las que descarguen la tensión en los puntos de mayor sufrimiento y muerdo la almohada para repeler las ganas de darme la vuelta y morderla a ella. Aprieto los dientes, cierro los ojos y espero el primer pinchazo como si de una circuncisión sin anestesia se tratase, sus dedos me cierran la mano con un cuidado frágil hasta la mitad, luego noto la aguja penetrando mi piel y, aunque no es precisamente como un masaje en la espalda, la verdad es que me duele más la cabeza de estar acumulando ahí todo el estrés que las propias molestias de la «operación». Sin más, comienzo a relajarme un poco mientras continúa con la costura, apretando los dientes y cerrando el puño que me queda libre consigue terminar los primeros cinco o seis puntos sin mayor complicación y con una profesionalidad digna de un cirujano.


Agarra el bote de agua oxigenada y lo vierte sobre mi mano, repleta de sangre seca pero en la que parece haber cesado la hemorragia. De las minúsculas brechas que quedan entre punto y punto vuelve a surgir esa espuma que quema mis entrañas. Por suerte, no tarda en colocar una venda sobre ésta, lo que hace que el efecto de tan desagradable líquido se inhiba casi al instante. Presiona el revés de mi mano junto a la venda y comienza a rodearlo con ésta.

Cuando quiero darme cuenta, el fino tejido se ha convertido en una sólida estructura que ha hecho desparecer por completo la articulación. «Así no se te volverá a abrir la herida, tardará menos en cicatrizar», yo le sonrío sin decir nada, le doy un beso de agradecimiento y me voy a la habitación de mamá y papá: aún tengo que digerir lo que acaba de pasar. Me siento sobre su cama, paso la mano sobre unas sábanas que no están en su mejor momento y trato de recuperar su aroma original entre ese hedor a sudor y somnolencia. No hay lágrimas, se acabaron ya, pero algo me dice que la procesión que llevo por dentro no me traerá nada bueno, aunque… a estas alturas, ¿A quién le importa eso?

Se sienta al lado y pone su mano sobre mi espalda:

– Recuerda que no tienes la culpa de nada, y cuando digo de nada es de ¡nada! ¿Te has enterao’? – me agarra con mayor firmeza.
– Me da igual eso ahora, el problema es que ya no les queda nadie a por quien ir, la siguiente serás tú.
– ¿Yo? No creo… – sonríe confiada – tranquilo que no te tienes que preocupar por mí. Pero escucha lo que te tengo que decir – su voz se vuelve seria y firme.
– ¿Qué?
– ¿Recuerdas la promesa que me hiciste?
– Sí… aquella en la que crucé los dedos – digo con resignación.
– Me suda la polla (aunque no tenga), sólo te lo voy a decir una vez: cuando te quedes sólo no olvides lo que me prometiste.
– No me voy a quedar sólo, me niego.
– No tienes nada que objetar, es algo que no te incumbe y desde luego que no depende de ti. No es una opción, es un hecho. Y vámonos ya, que no tengo ganas de seguir hablando de esto.

En la calle, el 928 rompe el silencio de la mañana, en el asiento del acompañante y con ella tras el volante, contemplo a los ruiseñores que vuelan ajenos a la miseria que bajo ellos aflora. Añoro la sensación de libertad que tuve el primer día que salí de casa (creo que no la he vuelto a sentir, al menos no con esa intensidad), aquel día que comprobé que lo único real y peligroso eran mis miedos infundados. No había contaminación, no había animales peligrosos… sólo niebla y cielo azul conforme ganábamos altura. Ahora no tengo miedo a nada, he aprendido (a base de golpes) a vivir el presente y esperar a la siguiente artimaña del destino con una frialdad aristotélica y amparándome en sus ojos azules o en el recuerdo de su pelo castaño. Recuerdo a mi amigo del pelo rizado y miro mi mano vendada «¿Pero cómo soy tan gilipollas?», ahora soy un inválido de cara a ellos… Busco en el equipo de música oxidado y deteriorado por el tiempo el botón de la corriente, tras encontrarlo un disco rayado percute nuestros tímpanos tortuosamente, suerte que Cintia conoce su funcionamiento y pronto lo pone en la banda FM:

» Bueno compañeros, después de unos días con nuestro ingeniero de telecomunicaciones desaparecido del mapa, él ha vuelto hasta aquí ayudado por dos ángeles de nombre, edad y procedencia desconocida, pero con un coraje que no tiene límites; gracias a ellos, hemos sido capaces de volver a transmitir. Así que antes de nada, gracias personajes misteriosos por habernos permitido seguir con nuestra labor, estén donde estén les deseamos muy buena suerte, somos pocos pero existimos. Y mientras quede un sólo oyente, seguiremos al pie del cañón, contándoos desde la clandestinidad aquello que ni la televisión ni Internet se atreven a decirnos.
Y es que estamos pagando este servicio con nuestras almas, pero de lo contrario viviríamos muertos en vida, ya sabéis que esa es nuestro estilo de vida, y si estáis escuchando esto es porque también es el vuestro. Así que, ¿A quién le importa? Lo que os traemos en esta ocasión no es una mera filtración, no son cavilaciones de otro loco anterior a «la gran mentira»… No, este vez lo vivido es el resultado de la experiencia que Antonio ha vivido allá adentro desde que se lo llevaron. Ahora se encuentra descansando, pero en cuanto se recupere os prometo que vendrá él de primera mano a contaros todo lo que ya nos ha contado y ha trastocado nuestra conciencia; aún se me eriza el pelo al pensarlo.

Pero bueno, eso será más tarde, así que ahora y de momento, para que todos nos relajemos un poco después de tanta excitación y emoción, os dejamos con unos minutos musicales de la mano de toda una leyenda: Coldplay. Es una de mis canciones favoritas… ¿Y la vuestra?»

No sé lo que dice, pero casi puedo intuir por dónde van los tiros (malditos tiros…). Me gusta mirar por la ventanilla, apoyar el codo en el marco de la puerta y observar el paisaje que, a pesar de cambiar poco, se mantiene móvil y caduco: nunca es igual y nunca es lo suficientemente diferente. ¿Es un cambio lo que necesitamos o una paz rutinaria? ¿Nos habríamos cansado Silvia y yo de dar vueltas por estas carreteras, de absorber gasolina con mangueras, de girar el volante y cambiar pastillas de freno…? ¡Bendito cansancio! El castillo de Santa Catalina y su silueta desaparecen bajo la atenta mirada de la demoledora cruz: un armatoste de hormigón armado con un recubrimiento de cal que se divisa prácticamente desde cualquier punto de la capital del Santo Reino:

– ¿Le puedo dar caña? Es que me apetece desfogarme un poco… – rompe el silencio tras varios minutos de recomposición interior.
– ¿Bromeas? ¿Me has visto cara de agente de la ley? – le digo con cierta indiferencia – Písale lo que quieras, la carretera es nuestra.
– Perfecto, ¡Agárrate!

Hunde el pedal del acelerador, el motor y caja de cambios pasan a un modo más agresivo y comienzo a sentir como me pego al asiento. No es un coche con demasiado genio, por lo que tampoco te deja sin aliento con el primer achuchón… sin embargo y sólo cuando te aproximas a la altura de la primera curva, eres consciente de lo fácil que lo tiene para ganar velocidad. Ella no habla, no ríe ni hace mueca alguna de excitación, está concentrada en conducir y yo en sujetarme de la mejor forma posible para no dañarme la mano cuya herida ya noto resecándose. Primer giro a derechas, no más de 110 kilómetros por hora en una carretera por donde no pasarían dos coches pero con un firme sorprendentemente en buen estado. Brilla con los rayos del Sol, lo que hace presagiar que el rocío puede hacer de las suyas humedeciendo todo cuanto con su piel toca, incluyendo las estelas de alquitrán que se intercalan entre los olivos y los enormes zapatos traseros del GT. Irremediablemente, el tren trasero hace de las suyas y se escapa buscando la cuneta; Cintia acelera y hace que las ruedas patinen y pierdan aún más tracción. A golpe de volante endereza de nuevo el morro y relaja por un momento el pedal derecho, cuando las revoluciones vuelven a su régimen ideal para la velocidad que llevamos vuelve a estrujar a fondo el V8 buscando la siguiente horquilla.

Como en una partida de Curling, todo es escurridizo y volátil, aunque ella parece ignorarlo. Cada nuevo giro se convierte en una lucha con el volante y las ruedas traseras que se pasean por el arcén levantando el ramón de los olivos, cada cambio de rasante es otro retorcijón en nuestros famélicos estómagos… sin embargo, no me importa. Es esa sensación por la que podría firmar ahora mismo: una vuelta y otra por esta carretera, todos los días de mi vida: hasta mi último aliento. Y es que no hay nada mejor que ver un tronco centenario rozando a 150 kilómetros por hora la carrocería del Porsche para sentirse vivo, apenas ruge antes de llegar al corte y al subir de marcha se inicia de nuevo el ritual de sentir 300 caballos de potencia «de la de antes» tirando de tus piernas y catapultándote hacia una muerte casi segura. Con pasmosa agilidad, y como si estuviera conduciendo un kart en vez de un coche, consigue hacerse con la situación en cada momento, nada como reducir de marcha en el último momento para hacernos creer que vamos a morder el polvo. Un viejo sabueso nos mira de forma altiva y superior desde un carril que surge al margen derecho, sonrío confiado de que no va a pasar y seguro de que hoy no nos la pegamos. Parece un perro de agua, uno de tantos que pasea por la Sierra Sur a sus anchas, sin duda, son ellos los grandes beneficiados de la satírica situación.

Con su lengua agotada y sus rizos enredados, desaparece por el espejo retrovisor tras cruzar la carretera de un lado a otro. Una zona bacheada me hace volver la vista al frente: ¡ya casi hemos llegado! Hace muy poco tiempo desde la última vez que estuvimos… pero lo echaba tanto de menos. Como una monumento al mesías escéptico, una oda de acero y bloques de cemento a la irracionalidad surgen de entre los terrones secos y los olivares infinitos. «Ahórrate las fuerzas para apretar tornillos, que ni por estas te vas a librar» dice Cintia mientras busca el petardazo fácil con los pisotones en vacío. Meto el dedo en el tubito de plástico que hay junto a la puerta, las llaves caen casi solas… no recordaba haberlas dejado tan «a la vista». Ella me mira también un poco extrañada pero tampoco le damos mayor importancia, han sido varios días fuera con viento, lluvia y mil mierdas, lo raro es que aún estén dentro… Al dejar ceder el pestillo y abrir el enorme portón con la delicadeza justa que éste requiere, surgen al otro lado bellas (y no tan bellas) damiselas que cubren sus encantos con una fina capa de polvo y algunos charcos de grasa. El M3 de Silvia continúa tristón sin su parrilla delantera y con los rasquillazos que el enorme S8 y el culito del GTI le dejaron… de éste mejor no hablar, es como el amigo simplón que nunca tuve pero que siempre estará ahí, no te exige cariño y te acercas a él más por pena que otra cosa, aunque sus bujías tiemblen cada vez que lo haga. Y en primera fila, y esperando ser otra vez domado en el perfecto equilibrio que la tecnología y la tradición le otorgan: el Serie 1 M con su rostro rejuvenecido por los años que le quedan por vivir y por el blanco perlado que tan bien le sienta para realzar sus aristas y curvas… buff…a veces soy demasiado románico pero estas maravillas sacan mi lado patético-empalagoso a flote.

Desde la ventana del cuarto de baño, puedo ver la chatarra que se oxida un poco más con la humedad de la mañana y que oculta y camufla como puede las cosas que aún merecen la pena. La puerta del almacén continúa abierta, ¡cuánto queda aún por hacer, y cuántas piezas quedan aún para «ingertar»! Estoy seguro de que si Ferdinand Porsche o Enzo Ferrari levantaran la cabeza se tirarían de los pelos al ver la redefinición que de ingeniería automotriz hacemos a este lado de Europa. El Panda no podría haber acabado en peores manos… sin embargo para haberlo terminado en un día nos podemos dar con un canto en los dientes si cuando volvamos a ver a Diego aún no le ha metido fuego a ese engendro. «Y hoy, en la clínica de los horrores (o errores, como quieran llamarlo), tenemos a una nueva top model que quiere pasar por las manos del doctor y la doctora Frankenstein… ¿Qué saldrá esta vez? ¿Un monster truck, la caravana más rápida del mundo o quizá el aborto bastardo de lo que pudo haber sido el coito entre un M3 y un Opel Calibra? ¡Nadie lo sabe! A última hora de la tarde hallaremos respuestas, quédense con nosotros para seguirlo en directo o por si necesitamos tener un extintor a mano», observo con incredulidad a Cintia, a la que parece habérsele ido de las manos la bromita, pasando de la gracieta al terreno prohibido de lo ridículo:

– ¡No! Nada de eso, a ella le encantaban los coches clásicos, y cuanto más original quede mejor que mejor. Sólo necesita una capa de masilla bien echada, algo de pintura y las piezas necesarias para convertirlo en la máquina definitiva antes de anochezca.
– Y digo yo… Pablito de mi alma y de mi corazón: ¿Y para eso no tenemos ya a la puta máquina definitiva? – dirige sus manos a la archiconocida «bala blanca».
– Sí pero… tuve muchas conversaciones con ella. ¿Sabes cuál era su mayor frustración?
– ¿Cuál?
– Que no había nacido 60 años antes para poder vivir los años dorados de los Rallys, ya sabes: el Grupo B, M3 preparados a tope para volar, el público a escasos centímetros de los coches…
– Amm… pues yo soy más de control de estabilidad y GPS – dice celosa.
– ¿Ah sí…? Pues tu sonrisa cuando te has bajado del 928 no decía lo mismo jeje…
– Mi sonrisa es una fulana que se vende a la primera emoción que pasa por muy poco, no le hagas mucho caso porque no es más que una cortesana al servicio del fastidio – ni ella misma se cree lo que acaba de soltar.
– Joder, hablas como el cantautor ese que se fumaba los cigarros por cajetillas…
– ¿Sabina? – pregunta sin mucha confianza en su propuesta.
– ¡Sí, ese!
– Un gran genio… me gustaría haberlo conocido. Nos llevaríamos bien.
– Sí, dos mentes obcecadas en verle el lado oscuro a todas las cosas juntas… buen hilo para escribir una buena novela negra.
– Habló el premio Nobel a la concordia y el «buenrollismo».
– Por lo menos yo no desayuno hierbas «medicinales» – simulo unas comillas con mis dedos.
– Al menos yo no…
– ¡Vamos a parar ya, coño! Jejeje – ambos comenzamos a reír.
– Vaaaale, pero que sepas que iba ganando.
– Lo que tú quieras – digo con la resignación que la no-experiencia me otorga.
– Bueno ¿Por dónde íbamos…? ¡Ah, sí! ¿Qué quieres hacerle al colorao’?
– Pues… no sé, había pensado en algo para hacerlo muuuy rápido, ¿Qué tal llevas el tema de la preparación para Rallys?
– ¿Rallys? Buah… perfecto. Si no preparo un coche cada los días no me acuesto tranquila.
– Perfecto entonces… yo había pensado en algo seguro y no muy sofisticado. Una bajadita, quizá algo de caída pero sin llevarla al límite (que se come los neumáticos y no nos sobran), línea de escape y… algo para darle alegría al motor. Y por supuesto, unos buenos faros para meter miedo a esta gentuza por la noche.
– Pues… yo, lo veo perfecto. ¿Quiere algo más el señor?
– Sí, un café sólo – le alargo la mano «buena» y espero a que me la choque. Se da media vuelta y me deja con las ganas.

Con la poca conciencia que me deja el insomnio, dejo a Cintia moviendo de sitio el M3, llevándolo hasta el elevador donde comenzará a desmembrarlo y le dará una segunda vida. Salgo por la puerta del lateral, esa que conecta directamente con la campa, y diviso como de costumbre esa montaña de hierros y óxido que aún aguarda alguna sorpresa y protege a los fantasmas del pasado de miradas ajenas. Sus carrocerías te cuentan historias, cada golpe, cada arañazo o cada airbag saltado tienen detrás algo que contar, algo que en muchos casos a acabado de la forma más grotesca y sórdida posible. En otros no son más que meras retiradas espirituales, aquí disfrutan tomando el Sol, esperando a que la naturaleza acabe con sus chasis; al fin y al cabo son los alumnos aventajados, aquellos que se libraron de terminar hechos un cubo al final de una cinta. El suelo se convierte por momentos en barro, el rocío ha estado empapándolo durante toda la noche y lo ha reblandecido, en algunos momentos las suelas de mis zapatos se hunden hasta desaparecer por completo.

Fila por fila, me encargo de ojear uno por uno los coches, nunca sabes lo que te puedes encontrar y lo que te puede servir de utilidad. Bajo la humilde carrocería de un 206 te puedes encontrar unos frenos Brembo y en los bajos de cualquier berlina puedes dar con la línea de escape más deportiva de su época. Y es que, como ya he dicho, sin hablar, lo que queda de estos coches te narra cómo eran sus dueños; algunos parece que han sufrido más de una penuria a lo largo de su vida, sus motores gripados o sus esquinas llenas de arañazos atestiguan el maltrato al que fueron sometidos antes de llegar a la jubilación. Otros aún parecen recién salidos del concesionario si no fuera por algún golpe que los declaró como «siniestro total», me imagino la cara de sus afortunados conductores al dejarlos aquí… no debió ser fácil. De todos ellos me llama poderosamente la atención uno: ese que está en la cuarta fila a mano izquierda, descansando entre un Renault Clio de tercera generación y un Honda Civic que yace ahí sin pena ni gloria. Aunque no lo reconozco a simple vista, el negro metalizado y las costuras de sus asientos me hacen ver que no es uno más, sino uno mejor. Abro el enorme portón que queda como a metro y medio del suelo sobre el utilitario francés y echo un vistazo al interior. Como si de un libro abierto por la última página se tratase, este Hyundai Génesis me cuenta qué paso justo antes de que lo dejaran aquí… un golpe en el lateral derecho (la puerta contraria a la que he abierto) fue el culpable: el chasis doblado casi hasta la altura de la palanca de cambios, olor a cuero recién salido de fábrica, unas zapatillas en el asiento de atrás y restos de sangre en el salpicadero… en fin, una más y uno menos.

Cierro y me dirijo al morro del coche, alguien se encargó de levantar el capó por mí así que me ahorro el esfuerzo… sin duda se trata del 3.8, se podría probar a hacer un injerto a cualquier otro coche, aunque desde luego el Evo II no es el candidato para ello, su 2.3 le basta y le sobra para todo cuanto le exigiremos, otra cosa sería un sacrilegio. Así pues, memorizo el lugar donde queda el coreano, quizá algún día tenga una segunda oportunidad, sino él, al menos su alma. Camino esquivando las zonas de tierra más blanda, los pantalones de vestir hace rato que perdieron su elegancia y el toque que la camisa blanca me daba se ve ahora ennegrecido por la grasa de motor. Otro coupé de color rojo llama mi atención al final de la misma fila, como alma que lleva el diablo, acelero el ritmo y me dirijo a la bella máquina que aún no consigo identificar pero que muy de seguro llevará más de un detalle «sorprendente». Sin embargo, algo me hace parar en seco, mis pies se hunden y la tela de seda de Emilio Tucci se levanta por la acción de mi vello; sin embargo, poco o nada me importan ninguno de los dos acontecimientos en estos momentos.

«No esperaba visita justo ahora» pienso mientras escucho el ronroneo de un aletargado V12 que se aproxima con toda la parsimonia del mundo hacia el taller. Entre los olivos se intuye la presencia de algo «gordo» y… sinceramente, no hay mucho aficionado al automovilismo por aquí. Cintia debe de seguir a lo suyo dentro de la nave, y yo no estoy lo suficientemente cerca como para llegar antes que ellos. Apresuro el ritmo justo en dirección contraria, me alejo todo lo que los propios límites del recinto me permiten y espero agazapado tras varias carrocerías que me observan sin más pena ni gloria que su mera presencia. Sea lo que sea, atraviesa la verja de la entrada (que hemos dejado abierta) y se introduce en el interior de la nave como si lo hiciese a diario. El sonido del motor se magnifica bajo los techos de uralita, y una especie de remanso de paz se extiende en diez kilómetros a la redonda al apagarlo. Vuelve el silencio a la solitaria campa, no sé lo que pasará a lo lejos y no estoy seguro de si quiero ir a averiguarlo. Sin embargo, es mi cobardía la que me ha traído hasta aquí, ahora tengo que sacar coraje o, al menos nobleza, para que no sea ella la vigésima víctima de esta cacería. Me levanto y me acerco a la valla de no menos de tres metros que se levanta rodeándolo todo, como envolviendo las columnas de coches apilados con una fina red. Sin grandes delirios de grandeza, pero sin dejar que el miedo se apodere de mí, escalo por encima de un Patrol, un Citroën C4 y un BMW E36; desde lo alto, y dejando la valla a medio metro de distancia, salto procurando no partirme algo al caer sobre el duro asfalto del carril que bordea la valla por el lado sur (el mismo de la puerta principal).

Ya al otro lado, y tras romper la suela rígida del zapato en la caída, comienzo a caminar con cautela y agachado medio metro por debajo de mi estatura normal. Serán no más de 200 metros lo que queda hasta la puerta de la entrada y ya empiezo a escucharlos hablar. De momento no identifico ninguna voz femenina, lo que me hace pensar que aún no la han encontrado. Acelero el ritmo y tropiezo varias veces por mi zapato roto, que se engancha en las irregularidades del asfalto sobre el que arrastro el pie, que me duele un poco después del salto. Me acerco a la columna de la entrada, construida a base de ladrillos y cemento intercalado y que sujeta con suma profesionalidad la puerta metálica y pesada que me toca abrir y cerrar cada vez que vamos o venimos. Diviso el 928 a escaso metro y medio de mí, y a un (¡cómo no!) hombre enchaquetado que habla por su teléfono móvil en un tanto ofuscado. Con la calma que el momento precisa, espero a que se aleje un poco mientras sigue abonado a su oído derecho, sordo y ciego de lo que pasa a su alrededor. El tirador de la puerta derecha se me resiste, y tras unos segundos eternos de forcejeo consigo abrirla y coger de la guantera ese artilugio que tan poco me gusta y que deja mis manos con olor a pólvora cada vez que la uso. Ya con ella en mi poder, y con el extraño alejándose en la profundidad de la nave, me levanto raudo y diviso junto a un flamante Aston Martin Rapide algo que jamás me habría imaginado: es Juan, el padre de Cintia. Con la tranquilidad de estar en su propio taller y de trabajar para un cliente común, observa una abolladura en la aleta trasera del buque británico, que si la memoria no me falla ha tenido «marcha» esta noche.

El señor del teléfono vuelve y se acerca a él con total naturalidad:
– ¿Qué, Juan? ¿Hay mucho trabajo ahí o qué?
– Hombre… es una carrocería delicada, el aluminio hay que saber tratarlo para que recupere su forma – dice mientras pasa su mano llena de callos sobre la chapa agrietada.
– ¡Tú! Hijo de puta, no te muevas de ahí – salgo de la nada sin pensármelo dos veces, cuantas más vueltas le dé más difícil me será encontrar las fuerzas para salir.
– ¡Eh, eh! Chaval tranquilízate que no sabes lo que tienes en las manos – pone sus brazos delante de su pecho, como protegiéndolo de un posible disparo. Sin pedírselo, se acerca a la altura de Juan, que está de cara al coche y con los brazos en alto.
– ¡¿Qué no, qué no?! Ya me he cargado a más de uno y no dudaré en hacerlo otra vez.
– Pablo, relájate, no sabes lo que estás haciendo, ¡no es lo que parece!- dice Juan.
– ¿Qué no es lo que parece? ¡¿Qué no es lo que parece?! – continúo apuntándole a la cabeza, sin vacilar lo más mínimo – ¿Ahora trabajas para ellos? ¡Joder, eres igual o más culpable que ellos de esta situación! – aún intento salir de mi asombro.
– No es tan fácil como parece, algún día, cuando crezcas, te darás cuenta de que la vida no es como quisiéramos que fuera.
– Pero joder, es que… ¡Dios! Esto no puede ser – acerca aún más el cañón a su cogote. La ira me ciega. Miro hacia derecha e izquierda, Cintia no está en ningún lado (ni siquiera junto al M3) y no puedo llegar a concebir la idea de que un padre pueda traicionar de esta manera a su propia hija.
– Pablo, suelta la pistola, se acabó – noto la punta metálica rozándome la nuca, tiembla y su voz me hace pensar que está llorando. Es Cintia quien está tras de mí, soy yo quien se ha quedado sólo -. Fin de la partida, ¡pardillo!

Capítulo 19

El techo oxidado cruje con el aire que lo mece. El silencio se crea al mismo tiempo que las trayectorias de dos cañones van directas a mi cabeza y a la del mecánico, respectivamente. La atmósfera se vuelve pesada y densa, la temperatura asciende por momentos a esa hora en la que «los malos» aún no deberían haber despertado. Sin embargo, yo, creyéndome el topo en su madriguera, no soy más que el último vestigio del irónico bando al que podríamos llamar «los buenos». Ahora, todo son cenizas que se disipan con la brisa, como la pólvora que de un momento a otro comenzará a volar en el interior de esta nave como testigo mudo:

– ¿Qué… qué coño estás haciendo, Cintia? – digo tratando de buscar su rostro por el rabillo del ojo mientras que el hombre enchaquetado y Juan comienzan a reírse de mí sin disimular lo más mínimo.
– ¡¿Que qué hago, que qué hago?! – a ella parece no hacerle gracia la situación.
– ¿Qué te pasa? ¿No ves que no es de los nuestros? ¡Que tu padre está de su parte, joder! No te preocupes que no le voy a hacer nada, pero por favor suelta la pistola que me estás dando miedo – mientras tanto, es a mí a quien le sudan las manos con el metálico instrumento entre manos.
– ¡Ay chaval! Lo que te quedaba por aprender… ¿Sabes qué? – Juan interrumpe.
– ¿Y a ti quien te ha dicho que hables? – le digo mientras mi cara comienza a ponerse roja como un tomate y la presión de mis arterias las llevan hasta su límite elástico.
– Estabas durmiendo con el enemigo, tonto – vuelve a hablar Cintia.
– ¿Cómo has podido, Cintia? Yo te quiero, y lo sabes…
– Tú, suelta el puto arma, que se te va a escapar un tiro, gilipollas – sentencia el cuarto interventor del acalorado debate. Tras esperar unos segundo sin que yo deje de apuntar a su cabeza castigada por la alopecia, saca de su chaqueta un revolver y me apunta: ahora son dos los cañones que me miran directamente. Estoy sentenciado; dejo caer mi calibre 22 tratando de no empeorar la situación y trato de resolver la situación con mi nulo don de palabra.
– ¿Que me quieres? Vete a contarle ese cuento a otra, no eres más que un vendehumos, y yo no he sido más que la sombra de lo que exigías para ti – ellos parecen tranquilos, pero Cintia no calma el tono de sus palabras y ahoga su vocalización con ciclos cortos de llanto desconsolado -. Hice todo cuanto me pediste y más, no te pedí nada a cambio… y sin embargo, aquí estamos. Arriesgué mi vida en más de una ocasión, arrastré cadáveres, abandoné la ciudad, me he pasado días enteros aquí metida trabajando, he pasado toda la noche congelada sabiendo que no conseguiríamos nada porque ella lleva días muerta, me entregué a ti… y sin embargo, nada ha funcionado. Mírate, no eres más que un gordo con granos que ha perdido algunos kilos… pero al fin y al cabo, no eres nadie, y el problema es que la única oportunidad que te ha dado la vida de ser feliz te está apuntando ahora mismo con una Walter P99. Tenías algo que me gustaba, incluso llegué a imaginarnos viviendo en Madrid, rodando en el Jarama y pasando el día discutiendo sobre tiempos y mecánica… pero nunca tuviste tiempo para mí. El fantasma de Silvia siempre estuvo rondando tu cabeza, interponiéndose entre nosotros – una bocanada de aire tibia y seca recorre mi nuca, es ella que desde donde esté ha venido para ponerse de nuevo en medio y calmar mi miedo -, pero… ¿Sabes qué es lo mejor de todo? Que ella pasaba de ti, nunca habrías conseguido ser algo más que su amigo.
– Ahí te equivocas, Cintia, de verdad, yo te quiero a ti – digo agotando la última bala que me queda en la recámara, esa con que trataré de ametrallar sus tímpanos y estremecer su tuétano.
– Vete a la mierda, si es que eres tonto, ¿De verdad piensas que ahora me vas a ablandar con tus palabrería vacía? Has tenido mucho tiempo para hacerlo, y sólo he recibido una de cal y otra de arena.
– Así que… simplemente sois dos más de ellos ¿No? Enhorabuena. Enhorabuena por rendiros al poder del malvado, si algún día alguien sabe algo de esto, pasareis a los anales de la historia como dos grandes cobardes que colaboraron en las labores de exterminio…

Ella no dice nada, noto su aliento en mi espalda y su respiración aumentando por momentos. Su rabia hará que en cualquier momento aseste un único y mortal disparo que hará que, al menos para mí, todo acabe. Sin embargo, noto como la trayectoria de esa bala se escapa de mi cabeza y se dirije al pecho del hombre con la cabeza rapada. Con la cordura que le da portar un arma en la mano, una bala cruza el aire denso del almacén y atraviesa sin miramientos piel, costilla y corazón de su organismo, para luego salir por la espalda y chocar de lleno con la puerta del Toyota GT-86. Tirado en el suelo, y con el tronco apoyado sobre ésta, comienza a verter más y más sangre por la boca, en sus ojos se puede leer la desesperación de ver como su vida se perderá en no más de diez segundos sin que pueda hacer nada para remediarlo. Unos espasmos en su pierna derecha son el último resquicio de existencia que de su alma queda, para cuando quiero asimilar la escena que acabo de contemplar, su cuerpo yace inerte a centímetros del suelo mientras que el eco del disparo aún retumba en la uralita y las columnas del taller:

– ¿Te crees que me importa una mierda esta gente? ¿Alguna vez han llegado a tu casa, han amenazado a los tuyos y te han dicho que, o trabajas para ellos o no volverás a ver la luz del día? – continúa sin que le tiemble la voz, fría y altiva a lo que acaba de hacer.
– No, a los míos directamente los mataron, no me dieron si tan siquiera la oportunidad de traicionarte. Pero de haber sido así, jamás lo habría hecho, y lo sabes.
– Que sí, que sí… qué bueno soy y que culito tengo. Soy la «más mejor» persona del mundo mundial. ¡Eres un hipócrita, y lo sabes! Además, si hubiera querido os habría matado la primera noche que dormí con vosotros, pero no fue así, os di la oportunidad de que paraseis en vuestro empeño de jugar a ser los salvadores de esta tierra. Sin embargo, seguíais obcecados en joderlos a ellos, y por tanto, en joder a los nuestros. En realidad, sólo a ella le interesaba esto, tú fuiste su secuaz corderito que hacía todo cuanto quería, sólo para tenerla contenta.
– Hija, déjalo ya, nos encargamos de él y nos vamos de aquí. Hemos cumplido con nuestra parte del trato, ya podemos volver a nuestras vidas. Pero por favor, suelta ya la pistola que me estás poniendo nervioso – Juan, que aún no se ha levantado de su posición (aunque tiene las manos bajadas), interrumpe a Cintia con voz temblorosa y rota. Ambos estamos conmovidos con el tiro de gracia que ella acaba de dar. Se suponía que era yo el asesino sin escrúpulos, pero aquí el que no corre, vuela…
– No, papá. De él me encargo yo, tu ve al coche y espera, encárgate del cadáver si quieres, los llamaré y les diré que se ha puesto de parte del chaval y nos lo hemos tenido que cargar.
– Cintia, cariño, es mejor que me encargue yo de él – entre padre e hija, no puedo evitar que unas gotas de orina creen un cerco en mi elegante pantalón. Manchado de barro, con cara de no haber dormido en más de 24 horas y con el sudor empapando mi cuerpo, casi huelo la sangre que comenzará a brotar de mí en cualquier momento.
– No, yo he sido la que me he pegado a su lado un montón de días, soy yo la última persona que queda viva que lo conoce. Si alguien debe pasar a su lado estos momentos seré yo.
– ¿Estás segura de que podrás hacerlo? – dice él mientras se levanta del suelo y sacude el polvo de las rodillas de sus pantalones.
– Sí, será un placer – deja resbalar una lágrima por su mejilla -. ¡Tú! Venga, camina que creo que ya sabes dónde vamos – me dice con voz temblorosa pero tratando de mantenerse distante con su Walter señalándome de por medio.

Cuando quiero darme cuenta, me encuentro a metro y medio del precipicio que unos días antes vio caer a ese hombre enchaquetado con el rostro partido en mil pedazos. Es en estos momentos cuando te das cuenta de lo gilipollas que puedes llegar a ser, ese tipo de momentos en los que te arrepientes de no haberte lanzado aquella noche en la playa o aquel largo día en el taller, es en estos momentos huérfanos de vida en los que te das cuenta de que el tiempo te hace madurar más rápido de lo que uno quisiera. Te sientes viejo a pesar de la edad, y tratas de buscar una explicación filosófica a una muerte prematura, quizá sea lo mejor para mí. Al fin y al cabo, allí arriba me espera más gente de la que lo hace aquí abajo. Me gustaría ser creyente, haber rezado más y haberme comportado mejor con los míos. Quizá en el cielo haya hasta carreteras, y seguro que no hay coches negros que nos persigan ni depósitos de gasolina en la reserva, puede incluso que ella me espere con su M3 inmaculado, con el olor del cuero por estrenar y el sonido fino y metálico de un motor que acaba de terminar su rodaje.

Pero, siendo sincero y justo conmigo mismo, no me merezco más que rodar por este terraplén y caer al agua donde mi cuerpo, más pronto que tarde, servirá de alimento para los peces que pueblan los caladeros que gracias a nuestra indiferencia vuelven a rebosar de vida sin nadie que los explote. Y es que asesiné mis momentos, mis recuerdos y alegrías, los cambié por un poco de egoísmo y un extraño letargo que me empujó a mirar hacia otro lado… hasta el último momento he estado comportándome como un auténtico subnormal:

-Cintia, no quiero que me perdones, no quiero que me dejes con vida. No lo merezco y no sabría qué hacer también sin ti, así que te agradecería que lo hicieras rápido. Tus lágrimas me dan una pista, sé que no quieres hacerlo y que no sabes cómo. Así que agarra la pistola con fuerza, no la acerques demasiado a mi cabeza o puede que la explosión te haga daño a ti misma. Sobre todo no dejes que el retroceso desvíe la trayectoria de la bala, o me joderás vivo. Si lo haces bien en un par de segundos de mí no quedará más que este cuerpo – el ruido del agua bajando por la ladera relaja mis palabras -. Y sobre todo, quiero decirte lo mucho que siento haber sido así conmigo, eres guapa, lista e increíblemente interesante. Eres inteligente y eres lo suficientemente independiente para no necesitarte más que a ti misma, y yo he sido lo suficientemente imbécil como para no merecerme ni tu esfuerzo al apretar el gatillo. No me necesitas para nada, sin embargo, yo a ti, incluso en este momento, te sigo necesitando ¿No es curioso? – mi vista se empaña con un líquido translúcido extraño.. – Sin embargo, y aún así, te rechacé. Si es que… no tengo solución, nací así y es lo que hay…

Casi por accidente, y mientras espero con los brazos levantados a que me mate, no puedo evitar girar la vista y buscarla a ella, que está tardando más de lo esperado. La pillo con el arma bajada, y con la mano con que sostiene a ésta se limpia el lánguido surco que una lágrima ha dejado en su mejilla. «¡¿Qué coño miras?! Date la vuelta ahora mismo si no quieres que lo último que veas sea una puta bala entrándote entre ceja y ceja» me dice al verme mostrar una tímida sonrisa por su gesto. Sé como es, sé que en su interior no hay maldad, sé que su corazón goza de gran nobleza y la seguirá teniendo a pesar de esto. Yo haría lo mismo si lo que me juego es mi vida y la de los míos…

Clavando la suela de las zapatillas en la tierra del camino, recorre los tres metros que nos separan y noto el aire de su nariz chocando contra mi nuca. Es extrañamente placentero sentir su aliento mientras que el metal se clava en mis costillas. Con la poca delicadeza que nunca le ha caracterizado, me da un mordisco en la oreja y un beso en el cuello. «Prepárate» me dice muy bajito en el oído. Vuelva a alejarse. Cierro los ojos y aprieto los dientes, la herida de mi mano aún está fresca e irremediablemente se abre cuando mis puños dan muestra de su miedo. Noto el detonador acercándose a la trasera de la bala, que parece estar calentando para realizar una carrera rápida y limpia. Nunca fui un gran experto en armas, de hecho nunca me gustaron, sin embargo ahora trato de parecer todo un entendido. Como alguien me dijo alguna vez «Para derrotar a tu enemigo primero has de conocerlo», sin embargo, ya no sé quién es esa chica de pelo rubio y ojos azules que hoy acabará conmigo. Lo único que me salvaría ahora sería un fallo mecánico que, sinceramente, tampoco busco.

«Pum, pum, pum» tres tiros que chocan con precisión milimétrica en la misma piedra; ese canto rodado apenas se encuentra a 30 centímetros de mis pies pero la destrucción del mismo ha sido la justa para que no me afectara. Ni siquiera la difracción en mil ángulos diferentes del elemento cerámico me ha herido… Vuelvo la vista hacia atrás y nos observamos mutuamente. Su rostro serio no parece vacilarme, sin embargo me regala una sonrisa tan tímida y grácil que no puede más que ser sincera:

-Mírate, si te has hecho pis encima. Eres demasiado bueno para este mundo, Pablo, sin embargo me hiciste una promesa y no seré yo quien permita que mueras sin cumplirla. Tus ojos te delatan, sé que ahí dentro aún se conserva un corazón franco, sólo tienes que atreverte a buscarlo.
– ¡No me dejes aquí! No soy nadie si me quedo sólo… – digo a la desesperada, y sin saber aún si agradecer su «indulto».
– Escucha, oficialmente estás muerto, pero tú y yo jugamos en bandos distintos ahora; pero ambos perseguimos un mismo objetivo, no lo olvides nunca. Y no estás sólo, nunca lo has estado y nunca lo vas a…
– Cintia – le interrumpo.
– ¡¿Qué?! – dice ella mientras echa su pie hacia atrás con la firme intención de marcharse.
– Ha sido un placer compartir unos días de mi vida contigo. Espero que hagas lo que hagas seas feliz y, por favor, alejaos de esa gente – digo sin poder evitar que se me salten las lágrimas.
– No te preocupes, tú ya estás muerto. Ahora nosotros volveremos a casa y podremos seguir disfrutando de los nuestros y de lo que tenemos. Soy yo la que siento haberte engañado todo este tiempo, pero espero que entiendas que vivir como lo hacemos tiene un precio, a veces demasiado alto, pero esa forma en que miras por las noches a las estrellas hace que todo siga valiendo la pena… – sonríe.
– Sólo una última cosa, y por favor, esta vez sé sincera: ¿Tuviste algo que ver con lo de Silvia?
– En absoluto, te lo juro. Me pilló tan de sorpresa como a ti, ese día nos tendieron una trampa a los tres, sin embargo fuiste tú quien hizo que aquello no les saliera del todo bien. Creo que querían acabar con los tres – su rostro se vuelve serio y mira su reloj – Bueno, creo que el tiempo se agota y mi padre no tardará en venir si no vuelvo para allí. Lo dicho, un placer haber formado parte de tu vida unos días.
– Espera un momento, antes de que te vayas… – le digo viendo que comienza su marcha.
– ¡Ahh! ¿Qué quieres ahora? – dice con ese tono cariñoso con que decía las cosas cuando la conocí – ¡Cómo se nota que no estás acostumbrado a las despedidas!
– ¿Me puedes dar un último abrazo? Si no es mucho pedir… – le sonrío.

Sin decir nada más, la mujer que hace 30 segundos me estaba apuntando con su pistola, se encuentra ahora dándome el abrazo más sincero que jamás he podido sentir. Ambos nos quedamos completamente liberados, con esa sensación de habernos quitado un peso de encima. Los músculos se destensan cuando apoya su cabeza en mi pecho, tras un cuarto de hora conteniendo la respiración, dejo que mi cargado aliento salgo por la nariz y choque con su cabello tan rubio, casi blanco. Aún puedo percibir el perfume que se echó la noche anterior, aún puedo flirtear con su cintura y recrearme un rato más con aquella noche que no llegó a nada:

– Que tengas mucha suerte. Ojalá algún día puedas disfrutar de estas carreteras sin miedo y acompañado de alguien como Silvia, o mejor.
– Ten mucho cuidado ¿Vale? Y espero que esto sólo sea un «hasta luego», me gustaría volver a verte de aquí a un tiempo.
– Bueno, puede que algún día, cuando todo esto acabe, podrás venir a verme a Madrid, o bajaré yo a verte. Quien sabe… si cumples la promesa que me hiciste, quizá seamos de nuevo o, como nunca, libres.
– Te lo prometo de nuevo si me juras que volverás, y esta vez no cruzaré los dedos – me siento sólo sin aún haberse ido.
– Ya te dije que eso no valía de nada – una sonrisa maternal y sus ojos azules emocionados tratan de consolarme -, la promesa está hecha, y tú tienes la última palabra. Ocúltate durante un tiempo, no vuelvas por aquí, no pises el taller ni la casa de tus padres, son y serán puntos caliente y, además, allí ya no te queda nada. Cuídate mucho, sé fuerte y espero que de aquí en adelante, tu suerte o mejor dicho, nuestra suerte, cambie.
– Estoy seguro que lo hará, hasta siempre.

Y como una inspiración, tarda tan poco en irse que casi parece que nunca estuvo. La veo desaparecer tras las paredes del taller que se intuyen al fondo del camino. Es como ese alma gemela que dicen que tienes en algún lugar del mundo, yo la encontré y… ahora, con ese arma en la cintura y sus manos manchadas de sangre, somos aún más parecidos. Pero eso es todo, como con Silvia, mi padre, mi madre, mi casa, el Golf… me doy cuenta tarde, no aprendo ni aprenderé, así que esto es lo que me queda ahora, un poco de sueño y mucho cansancio. Me siento al borde del terraplén, agarro la arena del suelo con la mano y la aguanto con el puño cerrado. La alzo y veo como se va perdiendo por un diminuto resquicio entre mis dedos. El silencio se sienta a mi lado y lo cielo se nubla, típico pero socorrido, el escenario parece una metáfora de un corazón que había tocado fondo y como una mariposa saliendo de una crisálida, se había alzado hasta tocar la gloria. Pero todo fue un espejismo, mientras ellos arrancan el motor del GT-86 y se pierden en las infinitas curvas de la montaña, yo vuelvo al lugar del que nunca debí salir: mi soledad.

Es intimidantemente cómodo notar el aire chocando con tu rostro sudado y el calcetín de fina seda que Cintia me obligó a ponerme rompiéndose dentro del zapato. La imagen de hombre elegante sufre una cierta metamorfosis y vuelve a convertirse en lo que soy, un niño al que la barba le empieza a crecer y cuyo colesterol está al nivel de un adulto enfermo de 60 años. Grito de rabia en mitad de la nada, tiro la poca arena que queda en mi mano y se pierde junto a alguna pequeña piedra en el camino del riachuelo. No creo más que en mí y ya ni eso estoy seguro de si existe. Si hay alguien ahí arriba está siendo despiadadamente cruel conmigo: sin alcanzar la veintena he pasado el 98 por ciento de mi vida entre cuatro paredes, ametrallando mis oídos con el sonido de un motor digital y maltratando mi vista frente a la pantalla de un ordenador… el otro 2 por ciento es causante de que yo esté aquí, hubo una pequeña etapa de él a la que, a día de hoy, puedo llamar felicidad. En el momento no la vi, pero mientras que hacía el imbécil con Silvia en mitad del campo, oía el ruido de las olas en alguna cala de la costa andaluza o, simplemente, dejaba que mi pie derecho hablara por mí con un S2000 o un S8 en el espejo retrovisor, yo, Pablo Nosequémás, era feliz. Prefiero evitar el resto de momentos, bastante tengo con que me aterren por la noche y no me dejen dormir.

Camino cien metros más siguiendo el curso del río, y paro donde una roca escavada por el agua durante milenios ha dejado una caída al vacío de no menos de 30 metros de altura y apenas veinte centímetros de profundidad del preciado líquido: muerte segura. Y es que, ¿Merece la pena sufrir más de lo que ya lo he hecho o lo mejor es poner fin a todo y, al menos, descansar? Opto por la segunda opción y esta vez no me acuerdo de Dios. Me coloco a no más de 5 metros de distancia al precipicio, y comienzo a caminar con pasos muy cortitos. No voy a llorar, no acabaré esta historia rindiéndome, porque no es lo que estoy haciendo. No soy muy guapo ni atlético, pero creo que aún me queda la inteligencia. Y la opción más inteligentes es acabar con todo, ya conozco todo cuanto quería saber de coches, he intentado echarle un pulso a eso que llaman «amor» y me ha podido y he reducido mis probabilidades de mejora a bajo cero. Así que, cierro los ojos y, con una enorme sonrisa, comienzo a caminar a grandes pasos:

– Pablo ¡no! No saltes, estoy aquí.
– ¿Qué… qué narices haces tú aquí?
– ¿Estás loco? – sonríe con su picante sonrisa – ¿Te ibas a tirar? Estás demasiado gordo como para hacerlo… anda, ven aquí – abre sus brazos y de nuevo, su piel morena y su melena castaña irresistible me hacen ir hasta ella.
– Creía que habías muerto – digo mientras vuelvo a sentir su calor a través del jersey de lana que lleva puesto.
– Ya, yo también se lo dije al equipo… creo que se pasaron un poco ¿No crees? Pero bueno, todo ha terminado, no te preocupes.
– Pero… ¿Pero qué equipo? ¿Qué dices? – lloro de alegría, no sé de qué demonios me habla pero es ciertamente conmovedor volver a verla; es… simplemente la felicidad regresa a mí.
– Chicos, salid ya, todo ha acabado – dice ella como hablándole a la nada.

De detrás de un arbusto de cuya presencia no me había percatado, surge un muchacho algo mayor que yo, con uno de esos micrófonos agarrados a un palo de los que se usan en los estudios de grabación. Tras él, aparece un hombre con un traje de chaqueta de color gris y corbata rosa, con una tez morena-anaranjada y una sonrisa blanca como la leche, casi resplandeciente. A continuación, salen dos cámaras, y otras cinco o seis personas más cuya función precisa no consigo descifrar. Todos parecen contentos, emocionados. Silvia cruza sus manos y se las lleva a la altura de la boca, ella parece aún más excitada por la situación. Las lágrimas brotan de sus ojos como verdaderos manantiales, no hay nada que yo pueda hacer para consolarla más allá de darle otro y otro abrazo. El equipo aplaude y de vez en cuando ella dedica una sonrisa a alguna de las cámaras, está conmigo sólo «a medio gas»:

– Bueno Pablo, ¿Cómo te sientes ahora que tu gran amor, Silvia, está a tu lado y con el recuerdo de Cintia aún muy presente? – el hombre de la sonrisa de anuncio de dentífrico me incomoda con su pregunta. ¿Qué sabe de mí, por qué lo sabe?
– Yo, yo… – me quedo callado, no debía ser él quien le dijera eso a Silvia. De hecho ella debería estar muerta. Sin embargo, todo es tan real que ni lo entiendo… – ¿Quiénes son ustedes?
– Somos tus dueños, saluda a la cámara. Ahora mismo te están viendo en todo el mundo… – dice sin quitar por un segundo esa falsa sonrisa.
– ¿Que qué? ¿A qué se refiere?
– Todo cuanto has vivido, Pablo, no ha sido más que una falsa – Silvia se mete de por medio -, pero no te preocupes porque hoy se acabó. A partir de este momento podremos estar juntos.
– ¡¿Qué?! Pero… lo del hombre enchaquetado, lo de Cintia, lo de la base, lo de los coches… Eso es real, todo eso ha ocurrido.
– Sí hijo, claro que ha ocurrido, nadie te dice que no lo hayas hecho. Escucha, prepárate porque en diez minutos tienes la entrevista.
– De eso nada, yo me voy a casa. Bueno, nos vamos a casa – agarro a Silvia de la mano y trato de llevármela, pero parece anclada al suelo – ¿Qué haces?
– Espera, ¡que aún no nos han entrevistado!
– Pablo, eres el protagonista del show y tienes que satisfacer a tus fans – dice él metiéndose por medio.
– ¿Me estás diciendo – aprieto mis dientes encorajado mientras la miro directamente a los ojos – que he matado a una persona, que he perdido a mis padres, que me he dejado la salud, que he sufrido mil mierdas… por un puto montaje?
– ¡Bah! No te preocupes, sólo eran actores – dice despreocupada -, no tendrías puntería ni para disparar a un rinoceronte a un metro de distancia…
– Y lo nuestro… ¿También fue falso?
– ¿Esperabas otra cosa? Mírate, y mírame. Pertenecemos a galaxias diferentes, estás a años luz de mí – en su cara puedo notar una prepotencia que jamás antes había visto en ella. Ésta no es la chica que me enamoró…
– Me quiero ir, dejadme en Paz. Sois unos putos monstruos.
– ¡No, no! De eso nada, somos tus creadores, nos perteneces y vendrás con nosotros, ¡ahora empiezo lo bueno! – dice una chica con una libreta en la mano. Parece ser la productora.
– Sólo quiero quedarme sólo, ¡Iros ahora mismo! Y tú… – me duele el alma a decir esto – Tú la primera.
– Creo que no has entendido cómo va esto – apoya su mano en mi pecho. Ya no hay nada de aquel calor que sentía cuando me tocaba, sólo una extraña sensación de vacío bajo esa piel limpia y suave – O te vienes con nosotros, o de aquí no te vas.

Sin darme tiempo a hacer nada, comienza a empujarme con una pasmosa fuerza para su reducido tamaño, casi vuelo de espaldas a la caída. Las cámaras, focos y altavoces me apuntan, sudo como un cerco y comienzo a notar en mi tripa la sensación de descender a toda velocidad. Ella sonríe impasible mientras me ve caer… ¿Debería haberme quedado con Cintia? Estaba más que claro que cometería errores hasta el último momento.

El impacto me hace abrir los ojos, ¡increíble la fuerza de la mente! Sigo ahí, a tres metros del precipicio. Miro hacia atrás, me acerco al arbusto y compruebo que, tras él, sólo se encuentran un par de lagartijas ajenas a mi esquizofrenia y el aire recocido del medio día. Ella sigue siendo un bonito recuerdo que deja un agradable recuerdo en mi paladar en forma de sueño, incluso antes de empujarme seguía estando preciosa. Pero… la realidad es esta, y aquí sigo. No soy un pequeño Truman ni el vecino tonto que no se entera de la mitad de la misa, soy yo y mis circunstancias; y mis circunstancias son que el agua está a 25 metro de distancia, mis esperanzas en las antípodas, y mi camino está cortado por unas barreras infranqueables. Fue el afán por saciar mi curiosidad lo que me sacó de casa, mi amor por la adrenalina lo que me animó a conducir, mi amor por ella lo que me obligó a hacerme el fuerte y mi atracción por lo que nunca tendré lo que me trajo hasta aquí. Es por eso y por más por lo que hoy es un bonito día para arrojarse, dejarse caer y agradecer al destino la suerte de haber vivido unos cuantos años, aunque no haya sido un camino de rosas, hoy recuerdo lo bueno y me voy de este mundo habiendo sabido perdonar, y es que… ¿Quién culpa al león cuando mata a una cebra? ¿Qué le podemos decir a aquel que pisa para no ser pisado? Esto fue la ley de la jungla, los hubo que se limitaron a ser marionetas de circo y vivir atados a una pantalla y una jaula invisible, y los hay que se negaron a aceptar su realidad y se enfrentaron a su captor, aunque supieran su destino.

Serán ellos, seremos nosotros, los que algún día haremos historia. De momento me conformo con volver a cerrar los ojos, seguro de que ninguna chica volverá a salir tras un arbusto para impedírmelo y caminando de la mano de mi mejor amigo: yo mismo. Centinela en las noches de juego que se juntaban con el día, copiloto cuando entraba pasado en una curva o cuando mi osadía superaba el límite de lo seguro, fue él quien protegió mis días hasta que, al menos esa cría de pelo dorado y mirada limpia consiguió escapar de su jaula. Y es que las películas nos han enseñado los finales felices, los años de duro trabajo que se resumen en dos minutos y la historia del héroe, del protagonista, de aquel que finalmente será recordado. Ellos, que ahora conducen de vuelta al centro de la península, custodiados por los más de 200 caballos de un deportivo japonés, pasarán a los anales de las enciclopedias con sus propios subíndices. Supieron vivir, huir, luchar, acordar y traicionar cuando fue necesario.¿Yo? De mí sólo quedará la corta actuación de un humilde actor secundario del que sólo se sabrá si ellos me mencionan en la historia.

Es cuando el aire corre desde la montaña, se desliza entre los árboles, las primeras nieves de las cumbres, los riachuelos y valles excavados, y baja haciendo de su temperatura un escalofrío al llegar donde yo estoy, es en ese preciso momento en que cierro los ojos y la pureza embriaga mi alma, cuando puedo por fin dar el paso y cerrar los ojos. En esta extraña conversación entre naturaleza y hombre, en este derroche de sentimientos predecesores de una muerte anunciada, uno puede mirar en lo profundo de su corazón y ver lo que en éste hay tatuado a fuego, casi inmortal. Un motor del grupo B que arranca, mi mirada perdida al contemplar un coche por primera vez, una gota fría de sudor que resbala al ver la trasera de un automóvil paseándose por la cuneta, el sonido al corte de un vtec, el olor virgen de un gt recién salido de fábrica, el esfuerzo y la sabiduría de cientos de personas concentradas en hacer ese bólido un poco más rápido… Karl se sienta a mi lado y, sin prisas, sin agobios, sin relojes que sentencien la hora de una reunión o de una huida… comienza a hablar:

– ¿Sabes hijo? Roma no se hizo en dos días, sin embargo, hoy es de lo poco que queda de lo que sentirse orgullosos en occidente. No tenían máquinas, sólo esfuerzo físico y muchos años de dedicación – deja su larga gabardina sobre la fría roca. No le importa mostrarme su camisa de color blanco, sin embargo, su sombrero de copa no tiene intenciones de bajar de su cocorota.
– No me interesan las obras construidas por esclavos al servicio de un tirano, y más aún si éstas se hicieron para honrar a dioses y mitos que no existieron.
– Bueno, quizá no sea el ejemplo más adecuado – dice mientras juega con su mostacho -. Perdona pero somos de dos épocas muy diferentes, cuando yo tenía tu edad aún valorábamos ese tipo de «horteradas»… ¿Y qué me dices del gran Einstein? Él tuvo unas notas mediocres hasta la secundaria, sin embargo el mundo tal y como lo conocemos sería muy diferente de no haber sido por él.
– Ahí sí le doy la razón, pero no nos hizo mayor favor que el de conducir a la humanidad al desastre… El progreso sólo ha traído mierda.
– ¿A sí? ¿Y con «mierda» a qué te refieres? Mira hacia atrás… ¿Qué ves?
– El puto taller, ¿Qué quiere que vea? – desafortunadas palabras para hablar con un grande…
– ¿El puto taller? ¿Y por qué se te eriza el pelo al hablar de él?
– Los coches… me gustan. ¿Algún problema?
– ¿Y quién te trajo los coches? ¿Dios el séptimo día, en un hueco que se aburría entre siesta y siesta, o ese progreso del que tan mal hablas? La culpa no fue de Einstein, fue de quien estaba más atento al móvil que a su familia en la cena de Navidad mientras los avances de éste y demás genios se pusieron, en vano, a nuestra disposición.
– Confundimos comodidad con vaguedad, ¿Verdad?
– Pues sí, un día quisimos cambiar un caballo por un motor de combustión interna y, cuando quise volver al mundo, ya nos habíamos vuelto unos completos inútiles. ¿Ves esa abeja de la otra orilla?
– Sí, la veo.
– Ahora mismo ella es más imprescindible para este planeta de lo que lo somos nosotros.
– Tuvo que ser bella su época…
– No creas, teníamos nuestros problemas… pero es que esto es verdaderamente triste. ¿Alguna vez has pasado por un parque con gente?
– No, me habría gustado.
– Yo crecí en ellos, los domingos nos poníamos nuestras mejores galas para pasear; luego éstos se convirtieron en una especie de juego a dos bandas, con ancianos melancólicos por un lado y críos dejándose las rodillas tras un balón por otro. Más tarde sólo quedaron los jubilados y al final… Bueno, esa parte la conoces mejor tú que yo.
– Su época fue muy buena, eres todo un afortunado.
– ¿Tú crees? ¿Quieres que te la enseñe?
– Vale.

El traqueteo de un único cilindro nos lanza sobre un frío adoquinado a través del parque. Cada bloque se clava en nuestros riñones, la nieve cubre con un cuarto todo los aledaños de la calzada y hace que el aire invernal de un Diciembre cualquiera en Stuttgart congele mis músculos. Sólo un par de señores a los que adelantamos mientras circulan al trote de sus equinos vehículos pueblan la madrugada en las vísperas de Navidad. Uno nos dedica un corte de mangas mientras el otro se limita a gritarnos: «¡Un día vas a matar a alguien con esa cosa, loco asqueroso!». Karl sonríe ignorándolos, giro la vista para tratar de intimidarlos con la mirada, cuando la vuelvo al frente una pendiente muy empinada embala el carromato mientras unos críos de calcetines largos y pantalones cortos juegan con un aro metálico en mitad de la calzada. «¡Esquívalos!» me dice con cierta tranquilidad al otro lado de la banqueta. Agarro la manivela y trato de hacerlo, pero esto no es un Serie 1 M, la dirección está dura como una roca, por no tener no tiene ni volante, a pesar de hacer palanca con todo mi cuerpo los «neumáticos» de caucho, las ruedas de madera y el ángulo de giro no son suficientes para evitar el impacto:

– ¡Joder! Pero si no giraba una mierda – dijo bajando tres peldaños en mi imaginaria escala social con tan burda expresión.
– No todo es tan bonito, ¿Eh?
– Ahora… ¿Dónde estamos?
– Año 1952, 300 SL Carrera Panamericana, 23 de Noviembre, octava etapa, Ciudad Juarez (México)
– ¿De qué estamos hablando?
– 3000cc., 6 cilindros en línea y caja de cambios de 4 velocidades sincronizadas. Velocidad punta de 257 km/h.
– ¿Sí? No me asusta, jeje…
– Pues ve pisándole que llevamos a un británico bastardo pegado al culo – dice refiriéndose a un Jaguar Coupé verde botella -, y la meta está a 52 kilómetros.


Como a quien ordenan que encienda o apague una luz, hundo el pie en el acelerador y trato de pilotar con maestría esta obra de arte del paleolítico. El motor sube de vueltas y aunque no superamos los 150 por hora, la sensación es más cercana a la de estar en un reactor a punto de despegarse del suelo. Los cambios de rasante parecen rampas de salto y en algunos baches podría haber una familia entera escondida. Y aunque el corazón me diga que corra, mi cabeza y mi pierna derecha me ordenan que siga a medio gas. «A ese ritmo te cogerán» dice él justo antes de pasar por el cartel de entrada de un pueblo de nombre impronunciable. La gente se arremolina a ambos lados y al ver un Ferrari con su característico Rosso Corsa por el retrovisor, alargo una sonrisa malévola y acelero el ritmo hasta el máximo. La gente se confunde con una especie de torbellino en el que mis ojos se pierden. Se apartan del centro de la carretera una décima antes de que pasemos a 200 peinando su ropa.
De repente un «¡Cuidado!» de mi sabio copiloto, me avisa mal y tarde de un objeto volante no identificado que se parte en mil pedazos reventando la luna delantera de la bala plateada, esparciéndose por el habitáculo en forma de sangre y plumas. El corazón se acelera, la respiración se vuelve nerviosa y al borde de un ataque de pánico…:

– ¿Así mejor? – me pregunta al otro lado del enorme sillón tapizado en piel blanca.
– ¿Dónde estaaaaaaaaaaa…mos? – digo corriéndome del gusto con el increíble masaje en que estoy envuelto con una cortina musical de Chopin de fondo.
– Maybach Landaulet, Costa Azul, Francia.

Miro al cielo, abierto para nosotros en un atardecer dorado mientras el chófer traza con suavidad la trayectoria de una carretera a pie de costa con muchas curvas:

– No está mal del todo, ¿Verdad?
– Sabe? A pesar de estar en el cielo, preferiría ir de conductor.
– Joder chaval… Te va la adrenalina ¿Eh? Cuando llegues a mi edad apreciarás este tipo de cosas. Coge el volante.
– Y ahora… ¿Dónde estamos?
– Autobahn entre Stuttgart y Koblenz, no hay límite de velocidad.
– Pues… habrá que probarlo un poco ¿No?
– ¿Acaso no lo haces ya? – dice mientras mira al marcador – Los 300 km/h en este BlackSeries no se notan nada, y menos en una carretera como ésta.
– Pues porque los camiones parecen ir parados, que sino no le creería. Esto es…
– ¿Aburrido? Ya, lo llaman progreso…
– ¿Me salgo?
– Pues vale.
La siguiente salida (en perfecto alemán) está a 300 metros. Clavo frenos, reduzco a tercera y el sonido de 600 caballos brota del corazón que late bajo el inmenso capot. Como era de esperar, los discos cerámicos más grandes que mis ojos hayan podido ver hacen que el coche se frene cual asteroide al chocar contra la atmósfera. Cuando quiero darme cuenta, son los enormes árboles los que me dan sensación de vértigo a ambos lados de la imponente nacional. Aún tengo que acostumbrarme a eso de compartir vía con otros vehículos, pero reconozco que me encanta pasar por su lado lo suficientemente rápido como para que me hagan ráfagas. En pocos minutos le estoy cogiendo el rebufo a un Ruf CTR2 de coloro azul claro. Conducimos como auténticos descosidos, él pierde tracción cada vez que pisa a fondo para adelantar a alguien, yo sólo tengo que dejar que las ayudas electrónicas hagan su trabajo.
De repente, sus luces de freno se encienden y pasamos de ir a 250 por hora a estar completamente parados a escasos metros de una rotonda completamente colapsada de deportivos de todo tipo, marca y año. Cuando llegamos a ésta, él me obliga a seguir al 911 radicalizado hacia una especie de parking; pone el intermitente y para frente a una barrera automática.
– Y esto… ¿Qué se supone que es? – pregunto confundido.
– Esto es… amigo mío, el mayor psiquiátrico del mundo. Prepárate porque vas a entrar al lugar con mayor número de locos del mundo, y lo peor es que rara vez bajan de cuarta.

La barrera se abre y comienza la vuelta. «Te cantaré las curvas si no quieres matarte», me dice él. Con sus indicaciones, una larga recta con una fuerte subida acaba con una bloqueada de ruedas. Una vuelta en el paraíso, solo una. Con la mirada en el retrovisor y en el frente al mismo tiempo, apenas 8 minutos y medio con los brazos en tensión y el miedo apretándome fuerte en la sien. Karrusel, Adenau, algún accidentado… y la sensación de que por fin estoy en el sitio adecuado en el momento adecuado. Pero todo se acaba como empezó…


De nuevo, él y yo descansamos sobre la enorme roca, con los pies colgando del precipicio:

– ¿Te ha gustado lo que has visto y vivido?
– Sí, señor; muchísimo.
– ¿Crees que se hizo en un día? ¿Crees que detrás de eso no hay lágrimas, esfuerzo, tesón, disciplina…? ¿Crees que todos los que un día hicimos de un vehículo de tres ruedas que apenas superaba los 20 por hora una pasión irracional como pocas no tuvimos detractores, no nos quedamos solos?
– Pero…
– No hijo, ahora me toca a mí. Verás, las cosas no ocurren en dos días. Los momentos más maravillosos de esta vida requieren de aprendizaje, tiempo y muuuchas horas de práctica. Tú apenas estás aprendiendo a comer y ya quieres ser el mejor tirador, un gran justiciero, un piloto de carreras, un amante genial y un novio perfecto… pero créeme, Pablo – ¿Cómo sabrá mi nombre? -, en esta vida al único al que tienes a tu lado es a ti mismo. No esperes nunca nada de nadie, porque te defraudará. Es mejor llevarte una sorpresa que una decepción. Confía sólo en lo que tú podrás hacer, yo hice del automóvil una realidad, y de esa realidad, un arte, una forma de vivir y una pasión. Es así como se me recuerda en las enciclopedias y libro de historia. Ahora te toca a ti escribir en el libro de firmas de la vida, de ti depende que tus andanzas se acaben hoy o lo hagan en 100 años. Te tienes a ti mismo ¿Qué más quieres? – saca un reloj de bolsillo de su chaqueta y mira la hora – Escucha, tengo que irme, no me voy a quedar aquí viendo como tomas la decisión equivocada. La pelota está en tu campo. Me esperan en el circuito de Nardo, queremos batir el récord de velocidad sobre tierra, va a ser algo duro y, tanto si lo conseguimos como si no, habrás merecido la pena, habremos aprendido y seremos más fuertes – se levanta y comienza a caminar – Adiós.
– Espere un segundo.
– ¿Qué? – dice sin darse la vuelta.
– Gracias, señor Benz.

El sombrero se vuela con el aire, tras él lo hace todo su cuerpo, que se convierte en polvo y lo pierde en la inmensidad del día. Vuelvo a estar sólo y cerca del precipicio, pero con una sonrisa en la cara dibujada y el sonido de los motores aún retumbando en mis oídos. Me levanto y me alejo: aún queda por qué y quién luchar.

Capítulo 20

Meto tercera y dejo caer el GTI camino abajo. Con miedo de soltar el embrague por si se cala el motor y con el pie derecho puesto en el freno tratando de que no se embale demasiado, el cubre cárter roza con las rocas y la tierra, no es el vehículo más indicado para estos caminos, pero tenía que elegir y en este caso el corazón es quien determina por quien decantarse. Atrás han quedado recuerdos, demasiados, que no sé si quiero olvidar. Sólo sé que a partir de ahora intentaré buscar en la sencillez un estilo de vida y en las cosas pequeñas mi felicidad, se acabó el necesitar 400 caballos bajo el pie derecho o la chica más guapa de la provincia, me dedicaré a aprender lo básico para sobrevivir y dejaré que sea el tiempo el que me ponga en mi lugar.

Antes de bajar del coche, me he encargado de que esa cosa metálica no vuelva a quemarme en el bolsillo; no más armas, no más sangre. Diego descansa su cabeza sobre la mesa del porche, a su lado hay una bandeja intacta con el mejor pollo asado con patatas que haya visto jamás (tampoco es que haya visto muchos). Mi tripa grita con ansia pero a mí no me entra ni el aire que respiro, no lo merezco, he fracasado. Entro en casa -su casa- con cuidado de que no se despierte, sin embargo, fallo en mi intento y él, extrañamente sobrio, levanta su mirada y se limpia la saliva de la boca con pasmosa velocidad, como tratando de mostrarme su mejor lado:

– ¿Qué ha pasado? ¿Cómo os a ido? – me pregunta interesadísimo.
– Nada Diego, olvídalo. Ahora sólo quedo yo, si quieres echarme de casa, eres libre de hacerlo.
– Pero… ¿Qué dices chaval? ¿Por qué no está Cintia contigo? ¿Y Silvia, la habéis encontrado a ella?
– Ya te digo que vengo sólo… lo siento, he fallado.
– Bueno, si tú estás aquí supongo que habrá fallado otro – dice tratando de consolarme.
– No, sólo he fallado yo. La culpa es sola y exclusivamente mía, por estar tan ciego todo este tiempo.
– Pero… pero… Explícate un poco más ¡no me dejes así! Mira el pollo que pinta tiene, está cocinado desde anoche pero se calienta en el horno en un momento y se queda como recién hecho. Voy a por leña de olivo, ya verás que rico está.
– No, Diego, de verdad. Cómetelo tú, muchas gracias pero no me cabe nada – mi frustración me llama desde la cama, como en una de esas películas para adolescentes hormonados, lo único que me apetece es irme a mi habitación a llorar.
– ¿Y eso? ¿Ya has comido?
– No, no es eso, déjalo. Me voy a dormir un poco, ya veo que no te enteras de nada… – digo con cierto tono chulesco que hasta hoy no había conocido en mí.

El pobre «anciano» se queda sin habla, baja su mirada y con suma humildad, saca de debajo de la mesa una botella del translúcido líquido aún sin abrir. Lo dejo allí sólo, mientras que las escaleras me incitan a subirlas y no volver a bajarlas nunca y el olor al intenso vodka me persigue de cerca. Me dejo caer sobre el enorme colchón, los cabellos rubios aún se pueden ver sobre las sábanas, el olor de su piel lo impregna todo y, sin ganas de remover mierda y con la madurez necesaria que me aportan tres semanas de experiencia en esto de vivir, agarro el edredón y todo lo que hay debajo y dejo la cama desnuda. Todo lo tiro al pasillo, el frío a esta hora de la tarde ya es más que evidente pero lo prefiero a estar tapándome con los restos del enemigo. Espero que esta psicosis persecutoria se me vaya olvidando con el paso de los días y que pueda, por fin, comenzar mi vida «sencilla».

«Toc, toc ¿Se puede? Sólo venía a dejarte esto, que sé que antes o después te entrará hambre y quizá para entonces estaré demasiado borracho como para calentarte nada sin quemarme yo en el intento». Con una vocalización nada buena, y con su olor «natural», Diego sube al primer piso con un plato de comida y esquivando todo lo que he dejado en el pasillo. Me muestro impasible ante él, el cual me gana por experiencia y sabiduría y de igual manera me lo deja en la entrada del dormitorio junto a un cuchillo, un tenedor y algo de pan. «Eres igual que mis hijas, sé de sobra que cuando vuelva en unas horas de ese plato no quedará ni el barniz» me dice mientras se da media vuelta y baja torpemente las escaleras a la vez que se descojona. Yo intento ser fuerte y mantenerme sobre el colchón, mirando al techo y sin nada mejor que hacer que lamentarme de mi suerte. Sin embargo cuando el olor de la salsa recién recalentada llega a mi paladar comienzo a salivar como un animal y, cuando quiero darme cuenta, voy por el segundo muslo. Como me descuide me muerdo un dedo, porque los cubiertos los estoy usando poco…

6 de Noviembre


Hoy hace un mes que salí de casa. Hoy hace un mes que comenzó esta especie de sueño-pesadilla del que no sé muy bien si ya he despertado. El olor de la hoguera aún caliente entra por la ventana junto a las cenizas de su humo. Miro a la inmensidad del valle: sólo las copas de los pinos y algún tronco desnudo de hoja caducifolia se pueden ver, no hay resto del suelo ni tampoco se le espera por aquí. Los resquicios de un conato de incendio se intuyen a lo lejos, quizá un rayo o algo parecido lo produjo hace años… Observo los faros ennegrecidos por los años del Golf, ella lo dejó como nuevo antes de irse, eso y el lápiz de ojos que aún guardo es todo cuanto de esta historia me queda. Como en una mañana de resaca, tienes que tratar de orientarte, apartar en el recuerdo todo cuanto dejaste atrás y mirar para adelante, más cansado, pero vivo. Descubro qué es lo que me ha despertado, llevo más de doce horas entre sueños desordenados, momentos de mi futuro que nunca existirán, del presente que ya se fue y del pasado que no volverá: un café sobre la mesita de noche y un par de mantas tapándome me dicen que Diego ha pasado por aquí. Me lo tomo mientras continúo observando el paisaje de mi ventana a primera hora de la mañana, como de costumbre, el cielo blanquecino y la niebla baja hacen que no pueda augurar si el día será bueno o no. Desciendo las escaleras con la cafeína ya en el cuerpo, su alta temperatura hace que note como el líquido baja por mi esófago hasta llegar al estómago, a partir de ahí cualquier presencia de ésta desaparece. Abajo huele a tostadas recién hechas, y sobre un plato en la mesa camilla del salón éstas esperan a que le hinque el diente.

De él apenas hay rastro, su cuerpo sigue donde lo dejé ayer, sólo que ahora es su mano la que apoya su cabeza en vez de hacerlo la mesa:

– Una noche intensa ayer, ¿Eh?
– Una más, ahogando mis penas con el alcohol…
– Causa y solución de tooodos nuestros problemas – digo tratando de conciliar las tensiones que yo mismo confeccioné ayer.
– Jeje, muy buena esa.
– No es mía, la escuché en algún sitio. Yo no soy tan creativo… escucha Diego, quiero pedirte disculpas por lo que te dije.

– No hay nada que perdonar chaval, ambos somos hombre y tenemos que cargar con las consecuencias de nuestros actos.
– Yo no creo que aún lo sea…
– Pues tendrás que serlo, como ya has visto la vida te enseña a base de golpes. No hay segundas oportunidades, no hay reinicios de partida ni vueltas de prueba, si la cagas la primera vez todo se va a la mierda. Pero no te preocupes que aunque quien se va no vuelve, el mundo es muy grande y ya encontrarás a alguien, las personas vienen y van. Esto no durará siempre, yo quizá no lo vea pero tú sí, así que algún día te acordarás de lo que te estoy diciendo. Somos muchas personas, alguna nos tendrá que apreciar, es cuestión de estadística jejeje…
– Pues sí – le dedico una sonrisa tímida, casi por compromiso.
– Bueno… ¿Qué? ¿Me vas a decir dónde se ha metido nuestra amiga?
– Es una larga historia, si me puedo quedar unos días más aquí te la contaré con tiempo, que es lo que necesita. Aún tengo que digerir lo que ha pasado y pensar qué ha podido pasar y cómo… no es fácil.
– Por mí como si quieres quedarte aquí toda la vida, pero creo que no eres de esos. Yo soy un simple hortelano que poco tiene para darte o enseñarte, antes o después te entrarán las ganas de extender las alas y volar.
– Puede que sí, algún día estaré preparado. Aquí será difícil, pero ya encontraré la forma de salir. De momento lo que necesito es despejar mi mente, y para eso este es el lugar idóneo. ¿Hay algo en lo que pueda echar una manita?
– Hombre… pues la verdad es que hay muchas cosas que hacer ¿tienes ganas de sudar? Porque tenemos trabajo para una semana.
– Pues encantado de ayudar, con mis manos y mi nula experiencia lo transformaremos en dos semanas jejeje…
– Estupendo, así no nos aburrimos. ¡Anda! Tira para adentro y termínate todo el desayuno. Y por supuesto no se te ocurra salir sin haber hecho la cama, ¿O me has visto cara de criado?
– ¡Sí señor! – digo mientras pongo la mano en la sien, a modo de saludo militar.

Me limpio las gotas de la frente con la gorra de John Deere que me ha dejado Diego. La azada me pesa tanto como los sacos patatas que me toca llevar hasta el pequeño almacén que tiene junto al porche. «No, no, insisto, yo llevo los sacos que ya tienes una edad para estas palizas». «Los cojones» debió pensar él mientras yo le insistía en la idea anteriormente expuesta. Con unas sonrisa pícara me dijo «Tú mismo» cogió una pala y se puso a excavar. Y así lleva tres horas, mientras yo trato de buscar fuerzas de flaqueza, sus brazos cubiertos de músculos y venas con relieve no dan señal alguna de fatiga. De hecho, me sigue a no más de tres metros de distancia abriendo agujeros en los huecos que se quedan sin el dichoso tubérculo:

– ¿Para qué cojones haces eso?
– Para plantar otra cosa, ¿O te crees que este huerco solo sirve para plantar «papas»?
– ¡La virgen! Pero si tienes aquí patatas para tres años ¿Para qué quieres más?
– He de llevar una dieta equilibra, rica y variada. Sólo de patatas no vive el hombre, me lo dijo mi médico en la última consulta, hará – frunce el ceño – unos 20 años.
– ¡Ah, genial! Pues la próxima vez a ver si te controlas porque he llevado sacos como para alimentar a una familia de… algo que coma mucho, durante tres años.
– Bueno, nunca sabes cuándo puedes tener visita.
– Sí hombre, hay que ser precavido – digo en tono irónico mientras agarro con un poco de mala leche la azada -. ¿Y qué pretendes plantar ahora?
– Pues no lo sé… seguramente ajo, aunque también estoy pensando en plantar apio. Ya veré que hago.
– Yo voto por el ajo. Nada como tener tres hectáreas de ajo, por si las moscas. Que nunca sabes cuándo va a venir visita…
– Oye chaval – dice mientras levanta la pala y se acerca a mí -, como me ponga yo a reírme de ti seguramente me falte día.
– Jejeje, no creo que sea para tanto. Además, que está bien pensado hombre, nada como un litro de ali-oli por las mañanas para empezar el día con un aliento fresco a la par que intenso.
– Mira graciosillo, sigue así que hoy de momento no cobras, y como te pongas tonto tampoco comes – se quita su gorra y, por primera vez en toda la mañana, se seca el sudor.

Continuamos trabajando un rato más entre risas y bromas, y cuando parece que mi cuerpo comienza a adaptarse al esfuerzo físico, el final de la última hilera del huerto se acerca. Este saco de patatas apenas supera los 10 kilos, así que el bueno de Diego, en un alarde de solidaridad, lo agarra a mitad, se lo echa al hombro y ambos bajamos los escasos 50 metros que nos separan de casa. Dejo la azada y la pala en la entrada de la cocina y me encargo de dejar la última bolsa junto al Panda, que sigue luciendo tiernamente intimidante. Es como un crío con tatuajes y cresta, algo estrambótico. «Ve a por media docena de huevos y lávate las manos, que en 15 minutos comemos. Échate un poco en el sofá que te lo has ganado». Arrastrando los pies me acerco al pequeño establo. Pego una patada «cariñosa» a una gallina que se acerca para impedir que se lleven a 6 de los suyos y como puedo me los meto todos en los bolsillos de chaqueta y pantalón. Al volver por donde he venido, visualizo unas tierras en lo alto de un cantón que parecen abandonadas. Al entrar a la cocina, Diego ya está friendo parte de la cosecha en forma de rodajas y se dispone a reventar los cascarones de los huevos para añadírselos:

– Ese huerto de ahí arriba… ¿Por qué no lo cultivas?
– Lo utilizo, pero ahora está reposando, la tierra necesita descansar. En no muchos días los labraré…
– ¿Eso qué es?
– Consiste en removerlo, darle vueltas para que las zonas más profundas cojan oxígeno y así, de paso, crear canalones para el riego. Un coñazo, yo ya estoy viejo para estas cosas…
– Si te lo hago en una hora, tú cocinas esta noche ¿Vale? – le propongo con algo en la mente.
– Bueno, es lo que hago siempre… tú sólo sabes usar el microondas, así que, acepto el reto.

Saca la tortilla ya hecha de la sartén en su punto justo, jugosa sin llegar a estar cruda y tostada sin llegar a estar quemada. La boca se me hace agua y el estómago ruje como el Golf, así que, toca un merecido descanso.

Diego mira con incredulidad la escena, se mantiene aferrado a un palo que usa de bastón y apoya su culo en una roca que tiene de confortable lo que este cacharro de elegante. En primera y con el coche parado, piso el embrague y acelero para más tarde soltar al primero. El Panda y su motorcillo, que no se defiende nada mal, comienza a patinar y a girar sobre sí mismo, cual Lamborghini con tracción a las 4 ruedas. Él no parece muy convencido por la idea, pero finalmente me tendrá que dar la razón (porque la llevo), nada como un poco de ayuda mecánica para ahorrarnos tiempo y energía. En poco menos de diez minutos está toda removida, las ruedas se hunden entre los terrones de tierra seca y la remueven de un lado a otro sin mayor dificultad:

– ¿Y ahora qué me dices, eh? – le digo parando junto a él y su improvisado asiento.
– Te digo que menuda basura de arado, ¿Qué pretendes que plante ahí? Ahora me llevará aún más tiempo crear los canalones con la pala…
– ¿Eso qué es?
– ¿Los canalones?
– ¡No! Lo que tienes debajo del culo… ¡pues claro que son los canalones! – le respondo con cierto aire chulesco y con el brazo apoyado en la puerta.
– ¡Eh, eh! Calma niñato que te meto un estacazo que te quedas en el sitio – me dice sacando su lado más agreste/violento mientras sostiene el palo en su mano. En cierto sentido, resulta incluso cómico.
– Bueno señor, ¿Me va a decir usted que «recórcholis» es un canalón o se lo voy a tener que sonsacar a bases de puños?
– Pues un canalón, amigo de la gran urbe, es la hendidura que se hace en el terreno para que el agua corra a través de ella y riegue de la forma más homogénea posible toda la plantación.
– ¡Ah! Pues haberlo dicho antes… esto lo pongo yo ahora mismo en «modo canalón» y se hace prácticamente sólo. ¡Chsss, chsss, grrrr! – digo imitando el ruido de no sé muy bien qué y aprieto uno de los pocos botones del salpicadero al azar.

Me coloco al final del huerto y, como en una improvisada carrera de dragsters agricolizada, salgo pisando a fondo el acelerador mientras procuro mantenerme lo más recto posible. Las ruedas, que sufren una más que evidente pérdida de tracción, se encargan por sí solas de escarbar en el terreno esa especie de estela a la que mi amigo Diego hace llamar canalones. Y así pues, casi sin esfuerzo y con toda la tarde por delante, en no más de cinco o seis acelerones, consigo dejar la tierra lista para su uso. Paro frente al «anciano» y…:

– Bueno ¿Qué? Entonces esta noche cenamos…
– Mierda con cebolla, listillo de los cojones.
– ¡Qué asco! Cebolla…

9/11


Hoy me he levantado, como en un día más, pensando en cómo y cuándo ayudar al viejo, cómo entretenerme para no mirar al pasado y cómo aprender para crecer un poco más como persona. Sin embargo, me he atrevido a mirar la fecha en el calendario y un escalofrío me ha dicho que tengo la mañana libre. Y es que… Qué tendrán los números que, siendo fríos y exactos, y sin apenas pretenderlo, te evocan sentimientos que nunca nada te ha hecho sentir. Y es que ahora mismo somos el GTI y yo, y siguiendo con las matemáticas como metáfora, se podría decir que mientras estoy aquí adentro sólo un 10 por ciento de mí es realmente Pablo, el otro 90 por ciento pertenecen a otros. Pertenece a Walter Röhl volando sobre cualquier Porsche, al señor Benz y la charla de la que aún me acuerdo, a uno de esos probadores que durante meses estuvo en el Círculo Polar Ártico mejorando un nuevo modelo, a quien hipotecó su casa y su futuro por tener el coche de sus sueños en el garaje, a Ragnotti limpiando de lado la cuneta con su Renault 5… en fin, por esta carretera que no conozco todo transcurre en otra dimensión, esa en la que yo formo parte de la máquina y su engranaje. Es el automovilismo hecho arte, son las tardes de taller con los brazos hasta el codo de grasa de motor, es el resultado de quien no quiso ser realista y se negó a no ir más rápido, más cómodo o más seguro, y es la evolución de la estupidez la que hizo que hoy yo pueda disfrutar en exclusiva de la vía.

Todo el tiempo con un ojo puesto en el retrovisor, sigo sintiéndome inseguro aunque no asustado. En cada curva hecho el cuello hacia delante intentando intuir qué hay al final de ésta. Marcas de neumático en el asfalto me recuerdan que alguien más se lo pasó muy bien no demasiado tiempo atrás, son anchas y continuas. Probablemente fue un tracción trasera el encargado de pasar de lado todos las giros. La carretera aún no tiene baches, casi parece una nacional. Apenas hay plantas creciendo entre las grietas, eso me recuerda que algún «jardinero» se encargo de podarlas a la altura de su bólido. «Quiebrajano a 8 km.», un cartel oxidado al final de la vía principal me invita a seguir la ruta por un carril un poco más estrecho y con unos baches que requieren de toda mi atención para esquivarlos. Este es el ambiente natural de la «pelotilla», no es capaz de ponerse a 200 sin que salga algún cilindro por su capó, pero en primera, segunda y tercera el coche… ¡vuela!

Engrano la marcha en la que más disfruto de su justa pero pura potencia, comienza a agarrarse al asfalto con sus neumáticos endurecidos por la vejez pero que siguen haciendo que acelere como si circulara sobre chicle. Con la cautela justa para mantenerme vivo, busco el límite del alemán en cada curva, reacciona de forma inesperada: unas veces se va de culo, otras de morro… a base de freno, reducciones bruscas y punta-tacón consigo mantenerme en la carretera unos metros más y…cuando quiero darme cuenta, llevo una sonrisa de oreja a oreja. No echo de menos la dirección asistida del M, ni la sofisticada suspensión del Land Rover, ni la compañía en el asiento del copiloto. Sólo necesito mis piernas, unas zapatillas del número 43 y unas manos que a base de breves pero intensas experiencias se han vuelto rápidas y precisas. En las largas rectas meto quinta y dejo que el motor se refrigere un poco, la temperatura del aceite sube de manera endiablada en cuanto le aprieto un poco las tuercas al Golf, sólo la ilusión de incendio y humo en el capó sostienen mis ganas de seguir escuchando sus quejidos de dolor cercanos al corte.

Las marcas de neumático prosiguen durante millas y millas, incluso parezco intuir el olor de la goma quemada. Alguien fue muy rápido por aquí, y seguro que no fueron ellos. Me vienen a la mente las historias de mi padre, esas que contaba sobre él y éste coche cuando apenas quedaba ya tráfico en la comarca. Compró el GTI por simple diversión, no precisaba de un medio de transporte ni tampoco de un plaza llena en el parking. Lo hizo por pura pasión, creo que fue la última vez que hizo algo por ella. Recorría las carreteras desiertas en la más estricta intimidad que le daba el interior del Volkwagen y su caja de cambios manual, lo compró a un chaval por cuatro perras y lo puso al día con los medios que en su momento tuvo. Si no fuera porque las ruedas sin demasiado estrechas, diría que fue mi padre el que firmó esta vía con caucho y fuego. Nunca he pasado por aquí pero es como si ya hubiera estado por todas estos lugares antes, recuerdo el cruce que sube a la cañada, el antiguo establo para cabras, el manantial que surge en el margen derecho cada vez que caen cuatro gotas… y la enorme presa que se intuye ya a lo lejos encajonada entre dos grandes barrancos. La altura de la catedral a su lado es algo simplemente anecdótico, los años de abandono y la falta de mantenimiento hacen que la compuerta principal luzca un rojizo tono oxidado y en todo el hormigón crezcan enormes columnas de musgo (en algunos casos putrefacto) que ennegrecen la imponente obra de la época franquista.

A poco menos de un kilómetro para llegar al final del camino, un túnel oscuro, tallado a pico y pala por vete a saber quién, me incita a encender las largas y poner una vez más a prueba la resistencia de mi compañero de viaje. Como de costumbre, aguanta como un jabato mis abusos, marcha tras marcha va cogiendo velocidad y comienzo a sentir el aire que entra por algunas juntas que han perdido su sellado con el paso del tiempo. Sólo un «panzazo» que casi acaba con el cárter me hace replantearme si es seguro circular tan rápido con unos faros del paleolítico que poco o nada iluminan y la falta de confianza con la ruta de hoy. Así pues, vuelvo a levantar el pie (por enésimas vez en lo que va de jornada) y dejo que recupere el aliento; un haz de luz entra por un lateral del túnel: una pasarela que parece estar llamándome conduce directa a la presa por un ruta alternativa a la convencional. La ignoro de momento para no abandonar la seguridad que me da el interior del vehículo y el calorcito que sale por los conductos de la ventilación. Fuera no hará más de 5 o 6 grados, no paro de pasar la mano por la luna para que no se empañe del todo y me permita seguir circulando.

Aunque en algunos momentos llega a parecer interminable, el final de esta larga gruta se acerca y ya intuyo el agua que brilla tras un muro de hormigón. Cuando apenas quedan 100 metros de oscuridad, reduzco a segunda para que suelte un petardazo con tan buena acústica y vuelvo a levantar el pie. Para compensar el contraste con el exterior, fuerzo la vista y dejo los párpados a medio cerrar. El batacazo que el Sol asesta a mis retinas me deja ciego por no más de dos segundos, al recuperar la visión un parking para demasiados vehículos y una torre-mirador me reciben. Sólo unos jabalís que buscan comida entre algo que algún die fue césped parecen encargarse del lugar. Sin embargo, me froto la vista y… «¿Qué cojones?» digo casi involuntariamente al ver la escena. Aparco a su lado y busco una camisa a cuadros que cogimos el otro día en el centro comercial, me la pongo y bajo a contemplar la cosa más imponente que hasta el día de hoy he tenido la oportunidad de ver…

Me olvido del M3, del Serie 1M,del GT-86, del 928… nada de lo que haya visto antes me ha impactado de una forma tan contundente (a excepción de esa «cosa» a la que Silvia llamó «Pagani»). Descubro así el origen de las marcas en el suelo y que el olor a rueda quemada no fue una simple ilusión. El sonido del tubo de escape encogiéndose y el goteo de los fluidos contra los conductos me hace estremecerme, es evidente que esas llantas rojas y ese alerón descomunal no son señas de identidad de ellos -los malos-. Estoy temblando… es la pureza hecha automóvil, la grandeza de 100 años de historia plasmada en una carrocería de aluminio y unos detalles en carbono, la riqueza de la filosofía del «menos es más», es… un GT3.

Las siglas de RS me hacen pensar que es aún más radical, no me gustaría hacer un largo viaje en él… sin embargo, el hecho de contemplar ese interior espartano y casi a escala me incita a recorrerlo de arriba a abajo con la palma de mi mano. Me tiro al suelo y contemplo de cerca sus frenos perforados. Me vuelvo a levantar y me llevo las manos a la cabeza, al grito de «Me cago en el puta» siento el corazón acelerándose, queriendo salir de mí. Mientras recorro con la vista su silueta, a lo lejos, entre la niebla que de la nada ha surgido, él posa su tronco castigado en el filo de la presa. Una caída de más de 100 metros amortiguada por unas rocas sin alma ni remordimiento… alguien quiere dejar de vivir. Me olvido por un instante de esa preciosidad de la que mi padre ya me habló sin que yo nunca llegara a creerlo, recuerdo como se le erizaba el pelo al contarme que pasó su juventud cruzándose con él por todas las carreteras de la zona. Me habló de una mañana en el pueblo de sus abuelos, en Málaga, donde aquel señor que hoy mira al abismo con el rostro arrugado le dio una vuelta en su Porsche y le sacó una sonrisa y las ganas de aprender de otras cosas que no fueran la «puta calle» (palabras textuales). Y es que hay veces en las que… casi sin quererlo, los fantasmas de un pasado que nunca viviste se funden con el presente y te hacen evocar sentimientos que realmente nunca tuviste.

Con el vértigo que me otorga la juventud y la cautela que me da el profundo respeto que hacia ese señor promulgo, observo su pelo canoso que se confunde con el vapor de agua que en el aire se estanca y rezo por llegar a tiempo, al menos para compartir unas palabras con él y acompañarle al final del camino. Es evidente que sabe de mí y mi presencia, el Golf no es precisamente un susurro, y menos si lo llevas «a cuchillo». Camino sin prisa pero sin pausa, y mientras lo hago pienso en qué voy a decirle cuando llegue a su altura… La distancia entre nosotros se acerca y una especie de fluido denso se expande a mi alrededor, entra en mis pulmones y hace que mi respiración sea más cargada. Junto a él, la temperatura parece subir 10 o 12 grados, no lleva manga larga y deja a la vista su brazo izquierdo, en el que una cicatriz enorme le cubre prácticamente toda la piel. Suelta su bastón de carbono y lo deja caer al suelo, aún lleva los guantes de conducir puestos pero eso no impide que vea su curiosa alianza. Él, que ya se ha percatado de mi presencia, se mantiene tranquilo, esperando que sea yo el que inicie la conversación:

– ¿Es suyo el GT3? ¡Menuda pasada! Mi padre me dijo que había uno de estos por aquí, pero nunca lo creí. Un 997, ¿No? –la excitación al hablar con él aumenta, se me queda grande.
– No, es un 996, pero bueno, no está mal del todo, chico. Que cuando este coche se construyó no había nacido ni tu padre – me dice mientras me dedica una tímida sonrisa.
– ¡Qué maravilla! ¿Me puede dar un vuelta, por favor? No volveré a tener una oportunidad así en la vida – digo tratando de mantenerlo un poco más en este mundo y con la esperanza de poder «catar» algo así junto a alguien que no quiere, al menos, acabar conmigo.
– Toma, te lo regalo. Todo para ti – sé de alguien que no quiere separarse de su coche. Sin embargo, como quien da en adopción a un hijo al que no tiene qué darle de comer, prefiere verlo marchar a que sea el tiempo el que acabe con él de una forma cruel y nada elegante.
– ¿De verdad? ¿No lo quiere usted? – ha agarrado las llaves al instante, aún así, pregunto por compromiso.
– Allá donde voy no me va a hacer falta… – le miro asustado.
– ¿Por qué lo va a hacer? – trato de convencerle para que no salte.
– A partir de ahora la cosa sólo va a ir a peor. He disfrutado al máximo, no quiero morir llevándome el recuerdo de yo postrado en una cama. Por cierto, chaval ¿De dónde has sacado el coche?
– Se lo compró mi padre a un “tío” gordo… un tal Manuel – veo como su nuez se inflama, pero con sumo garbo, traga el nudo que en la garganta se le ha formado.
– Hace muchos años fue mío… ¿Sabes? Fue mi primer coche -en sus ojos se puede leer la emoción de alguien que guarda demasiados recuerdos en su cabeza como para decantarse por uno sólo.
– ¿Sí? Pues tome, todo para usted – alargo el brazo y le doy las llaves del GTI, me parece un trato justo.

Me marcho corriendo, no me da pena por el GTI pues otras de las muchas bondades que tenía Silvia era su capacidad para enseñarme cosas ilegales, lo abriré en medio minuto con la ayuda de un cordón y lo arrancaré con un puente de lo más normalito. Sonrío al ver que aquella maravilla que soñaba con probar está ahora más cerca que nunca gracias a unas llaves que un desconocido me ha dado sin preguntar si quiera quien soy, trato de alejarme de él lo más posible, el único testigo de su caída será el Golf, su Golf. «Amigo, espera un momento», él me vuelve a hablar. Arrastrando los pies, como desganado, deshago el camino ya hecho y vuelvo a donde está él. Sus ojos marrones me miran con emoción, casi como mi madre cuando me miraba de pequeño… «Toma, hay algo en lo alto de La Pandera que quizá te interese» me dice mientras extiende su brazo y me da otra llave, aunque ésta parece que nada tiene que ver con un coche. Lleva un pequeño llavero con una coordenadas, y sé de qué lugar me habla; aunque nunca llegamos a la cima por miedo, si que pasamos más de una vez por allí.

Me vuelvo a alejar, aún con más celeridad que antes, no quiero ver nada más. Introduzco la llave en la ranura de la puerta, la giro y un mundo de sensaciones me invade al sentir como la cerradura se desbloquea. Agarro el tirador con suma delicadeza y la puerta sin marco cede, observo la ventanilla de la misma, limpia, sin más aditivos que un cristal muy ligero y la insinuante silueta de lo que viene a ser la perfección hecha coche: un 911. Busco el contacto en el lado derecho: craso error. Tras estar 10 o 15 segundo sin encontrarlo, me acuerdo de que los Porches lo llevan en el lado izquierdo, haciendo un guiño a su pasado en las carreras de resistencia. Coloco la palanca en el punto muerto (su último conductor dejó la marcha atrás metida), con torpeza consigo atarme con el cinturón de 4 puntos y regulo los espejos retrovisores. Paso la mano, como ya he hecho unos minutos antes recreándome, por todo el salpicadero. Luego agarro el volante de alcántara y, mientras piso el embrague con un tacto nada convencional, giro la llave y noto los tropecientos caballos queriendo impulsar el deportivo colgados del eje trasero.

Meto de nuevo marcha atrás con miedo, pánico diría yo. La extraña belleza que veía en esta máquina parece haber desaparecido casi tan rápido como sube de vueltas. Cuando quiero percatarme de dónde estoy, ya surco de vuelta el túnel, esta vez con una iluminación mucho más digna que me deja ver los grandes baches con antelación. Lo recorro en tercera, muy bajo de revoluciones y con la mayoría del tiempo dejándolo caer a base de llevar el embrague pisado y usando el freno cada dos por tres. A golpe de gas lo consigo sacar de las zonas con el asfalto más irregular, en algún momento incuso pierde tracción y hace pasear a su trasera. Aún no sé por qué lleva un espejo retrovisor, con ese enorme alerón justo tras de mí para lo único que sirve es para recordarme que este coche no es ninguna broma. Al salir de la oscuridad dedico un último momento para mirar a la presa, él aún sigue allí plantado, escuchando el nulo ruido que el atmosférico puede hacer a dos mil revoluciones por minuto.

Aún con el riesgo que sé que conlleva hacerlo, meto segunda y subimos hasta las 4000 revoluciones por minuto. Tras darme un buen tirón en las cervicales, hundo el pie en el acelerador y siento como un obús comienza a empujarme por detrás del asiento. Como diría Espronceda: «No corta el mar, sino vuela», no hay sonidos de turbos ni más banda sonora que la de un motor alzándose por encima de las 8 mil vueltas, con los neumáticos maleducados comportándose a su libre albedrío y con sólo un volante para dominar la situación. En teoría es bastante más moderno que el todopoderoso GTI, pero no pierde nada de su esencia y, aunque dicen que los buenos perfumes se sirven en frascos pequeños, esta vez viene un empacho de 3,6L de potencia alemana sin domesticar. Cada recta es un nuevo reto para su motor, que parece no tener fin nunca… entro en las curvas con un leve susurro en la oreja que me dice «te vas a matar justo ahí» que sin embargo nunca llega a materializarse; a base de correcciones y sin desviar la atención de lo que importa un sólo segundo, soy capaz de llevarlo infinitamente rápido, como nunca antes lo había hecho antes.

No recuerdo otra vez en la que haya visto algo tan especial, tan eternamente mecánico. Es una bailarina de cristal con complejo de boxeador, busca estrellarse con cada guardarrail, piedra o elemento superfluo a la calzada con que nos encontramos. Los kilómetros pasan como en un sueño, es tan perfecto que podría estar toda la vida haciendo este tramo una y otra vez. Cuando apenas quedan tres kilómetros para el final de la carretera, alzo mi vista sobre el mayor precipicio que haya visto por la zona y que, en mi camino de ida ni siquiera había visto. El pantano se queda en nada a su lado, sin embargo, poner la vista en él sería una temeridad teniendo en cuenta que el velocímetro aún no ha bajado de los 100 por una carretera por la que no pasaría dos coches en paralelo. Con un GT3 entre manos, la diferencia entre ir a esa velocidad y coquetear con los 200 son apenas unos metros y unos segundos de evasión…

Llego a la urbanización fantasma, a partir de ahí las curvas abiertas se intercalan con rectas de pendientes fuertes y moderadas y cambios de rasante que te impiden ver qué hay después. La carretera, ancha y con un asfalto que está a años luz del anterior me incita a volar sin más, y ese cohete que me impulsa desde atrás me hace sentirme realmente poderoso. La opción de un accidente es descartada automáticamente con cada curva perfecta que trazo, son casi 15 metros de ancho por los que puedo pasar un giro tras otro sin apenas levantar el pie. A 250 parece que voy parado, pero sólo es una sensación… una piedra, un reventón o algo en el medio de la calzada y… ¡Mierda! Clavo frenos como si no hubiera mañana, sin control de tracción, con un ABS tosco y primitivo y el alerón intentando mantener pegado al suelo el 911, consigo controlar la situación con el chillido de unos neumáticos de fondo y el quejido casi transgredido del Bóxer al reducir de marcha.

Son ellos, como un grano en el culo que parece que no me vaya a dejar jamás, se mantienen ahí, con un voluminoso M5 que espera en el arcén el momento en que yo pase. Pienso en el señor de la presa, quizá fuera por eso por lo que decidió rendirse.. quizá prefería dejar de pasar miedo cada vez que paseara con su bólido. A lo lejos, un cartel que indica «Alto de la Pandera 28 km.» y en mi bolsillo izquierdo unas llaves que me queman, no seré yo quien no vea lo que abren. Meto primera, cierro los ojos y aún con el embrague pisado escucho el sonido metálico e infernal a nueve mil vueltas del 6 cilindros ¡Dios! Simplemente mágico. «Hoy no me cogeréis, hijos de puta» grito mientras suelto el freno de mano. Una bocanada de humo surge de mi nuevo juguete, el M5 se acerca y hoy no estoy demasiado colaborativo…

Capítulo 21


Un empuje horizontal trata de arrancarme la piel de la cara; como viene siendo ya rutina en mí, me dedico a esquivarlos sin demasiado esfuerzo, al fin y al cabo son unos cagones y no se atreverían a chocar conmigo para detenerme. Es lo mismo de siempre, sólo que hoy lo hago con una sonrisa nueva. El f10 se atraviesa en mitad de la vía demasiado tarde, tanto que ya he conseguido salvarlo y lo veo por el espejo retrovisor tratando de dar media vuelta. Cuando pongo mi vista en el frente el velocímetro me indica ya más de 150 kilómetros por hora. Estiro tercera hasta el límite y subo de marcha a la par que las ruedas vuelven a recuperar la tracción al cien por cien: todo sigue bajo control.

Despego en uno de los muchos cambios de rasante… con el Golf habría sido inimaginable, pero con semejante bestia del placer al pánico hay 10 metros, los que separan el asfalto del guardarrail de la siguiente curva. Reduzco a tercera de nuevo, pasando de revoluciones el motor y dejando que éste se tranquilice a base de sonoros quejidos, trato de negociar el giro a derechas en cuya tangente se puede ver una señal circular con un 60 en su interior. Triplicando el límite que algún día se estableció para ésta, las ruedas traseras chirrían y el frontal hace un amago de subviraje que se extingue cuando el alerón pega el culo al suelo. Sin embargo, el quitamiedos que mudo observa la maniobra no es capaz de apartarse a tiempo para recibir una pequeña peinada por parte del GT3 y su inepto piloto. A 180 por hora los impactos se magnifican, así que prefiero no pensar lo que esas chispas le han podido hacer al lateral, con que no me deje tirado me conformo.

Al acabar con ésta me doy cuenta de que la prosigue otra con ángulo contrario. Suelto el volante para que la dirección recupere la rectitud de la trazada más rápido de lo que mis manos podrían hacerlo, lo vuelvo a agarrar aún con más fuerza y me pongo a jugar con la siguiente curva, en este caso a izquierdas. En la pequeña quietud que suscita la unión entre ambos giros, toco el pedal de freno con justa sutileza y consigo calmar un poco las ansias de la máquina por devorar asfalto. Sin embargo, por el espejo acecha, cerca y sin apenas esfuerzo el intimidante morro del BMW, que con el metálico sonido de su V8 y el soplido de unos turbos gemelos, parece estar acariciándome la nuca para pegarme una buena colleja a continuación. La enorme berlina parece no tener el más mínimo problema para aguantarme el ritmo, de hecho me está cogiendo… así que, ya camino de la cumbre y con muchos recuerdos de cierto M3 en la retina, trato de evocar por unos segundos aquellas trazadas perfectas que la hacían desaparecer sin que yo pudiera hacer nada por alcanzarla.

No dejo que el atmosférico descanse ni un segundo, no respira ni consigue bajar del régimen de las 4 mil, le achucho con mi cuerpo para que corra más en las prácticamente nulas rectas del recorrido y le encuentro el límite en cada curva: busco el exterior hasta el máximo, levantando el polvo de la cuneta, y luego vuelvo al vértice de la misma dejando el 50 por ciento del coche en el aire. El M5 hace la ilusión de desaparecer por unos segundos, pero como ilusión que es, siempre consigue cogerme y guiñarme con alguno de sus ojos de leds. «19 km» rezan unos números escritos con tiza en el asfalto. ¡Joder! No puedo dejar que me sigan más tiempo, esta zona apenas la conozco y voy volando, no tardaré demasiado en emprender otro tipo de vuelo… o me mato yo o lo harán ellos cuando el camino se termine. Seguiré buscando mi límite, el 911 está a la altura de las circunstancias y su tiempo de maduración en Nürburgring y tramos de medio mundo me dicen que su límite está exponencialmente por encima del mío. Así que tendré que jugar con su fatiga, sus miedos y los límites de ese «electrodoméstico» con muchos caballos. La ilusión de dejarlos atrás se comienza a hacer realidad, tenso mis músculos y aprieto los dientes. El bóxer parece no cansarse nunca durante la paliza a la que lo someto, más de 800 metros de desnivel acumulado no son nada para este luchador, el pulso está ganado.

Continúo trazando curvas por encima de mis límites, frenando 30 metros después de lo que la cordura dictamina y acelerando cuando aún no veo el comienzo de la siguiente recta… por suerte ellos parecen no aguantar el ritmo ¡ya no están en el retrovisor! La carretera se cierra con árboles a ambos lados, ahora es aún más difícil predecir trazadas… negocio la primera con el chirrido de las ruedas traseras de fondo, negocio la segunda de medio lado, pequeña recta en la que empiezo a culear y en la que no consigo enderezarlo ni contravolanteando… ¡pumm! En el tercer giro el Porsche se va descontrolado hacia el interior, trato de esquivar la pequeña arqueta de piedra que hay en éste pero… el impacto es inevitable. La trasera, que hasta ahora parecía haber comenzado un juego divertido e inocente, se vuelve ahora incontrolable. Avanzo marcha atrás con sonidos mecánicos un tanto perturbadores, clavo frenos y quedo cruzado en mitad de la nada, a merced de elementos y con la cabeza un pongo condolida tras haber chocado ésta con la jaula: mis cervicales no han soportado demasiado bien la brusca desaceleración.

Todo queda en silencio, sólo el sonido del tubo de escape candente lo rompe. El motor se ha parado y al mirar por el retrovisor no veo nada alarmante, aunque la rueda trasera derecha tiene que estar muy dañada, con un poco de mala suerte los rodamientos y el eje también estarán tocados. En el frente sólo queda una tenue nube de humo provocada por los neumáticos durante el «paso de baile». No veo más que árboles y diez o quince metros del camino por donde he venido, del resto no hay nada, la vegetación lo cubre todo y la curva es jodidamente cerrada. Mis pulmones y mi corazón tratan de recuperar el aliento, pero mis piernas y brazos tiemblan, mi garganta se carga y mi instinto me dice que me baje todo lo rápido que pueda. El canto de un pájaro asustado queda eclipsado por un V8 que sube «a lo que da» tratando de seguir la estela que repentinamente se ha cortado. Agarro el tirador de la puerta y con suma cautela tiro de él. La cerradura apenas se ha desbloqueado cuando noto en el suelo del propio GT3 el aplomo de 560 caballos compartidos por dos ruedas ansiosas que excavan en el alquitrán.

Me agarro al volante y busco infructuosamente el cinturón. Una mirada furtiva aparece tras los árboles, acompañada del sonido intenso de 8000 revoluciones anabolizadas ingenierilmente. Sólo me da tiempo a verle la cara al conductor: es un chavalín, no creo que supere los 20 años. No quiero cerrar los ojos, quizá por morbo o por haberme acostumbrado a estas situaciones… como si pasara a cámara lenta, veo el M5 aproximarse al morro del GT3 a 110 o 120 kilómetros por hora. La cara de pánico que me mira tras el volante es desoladora, sin embargo, como perdonándome la vida, contemplo como aquel crío al que alguien debió cederle el volante del vehículo en su precoz inocencia mantiene recta la trazada evitando la colisión y yendo directo a la cuneta. Las esmeradas líneas de la berlina bávara desaparecen al mismo tiempo que se sale de la vía. El faldón delantero choca violentamente contra el suelo y los prominentes pedruscos que en éste descansan y lo hacen volatilizarse. Veo las luces del freno de emergencia parpadeando de forma nerviosa, tanta tecnología no es capaz de controlar la situación y se pueden ver las cuatros ruedas del vehículo bloqueadas sin que el ABS haga nada por evitarlo. Avanza velozmente campo a través, escarbando la tierra y ladeando su trayectoria. Veo como sus llantas parecen desaparecer bajo la carrocería al romper la suspensión y todo el chasis se deforma como un acordeón al chocar por el lado derecho con un tronco que apenas notifica el impacto. De repente, todo el ruido desaparece, lo que durante unos segundos se asemejaba a un tren descarrilando ahora es sólo un leve murmullo, el de los líquidos del M saliendo a todo presión por las grietas del motor.

Sale humo del frontal e interior de lo que queda de él: apenas un amasijo de hierros del que no hay una sola pieza intacta. La puerta del copiloto (la más entera) hace el intento de abrirse, pero el amago se queda en vano cuando todo comienza a desaparecer tras una bola de fuego. Puedo ver al compañero (el chico a estas alturas ya no se enterará de nada) poniendo las manos sobre la luna delantera, desesperado por salir. La piel de sus palmas se queda pegada en el cristal, que candente como el resto del vehículo parece estar tostándolo por segundos. El muy cabrón está recibiendo de su propia medicina pero… Agarro el extintor del GT3, bajo todo lo rápido después del «shock» de ver mi vida en peligro una vez más y comienzo a vaciarlo por la zona del bloque motor, que arde como el propio Sol.

Todo intento es inútil, mis manos se queman por segundos debido a las cercanía de las llamas, en el interior puedo ver su mirada completamente aterrorizada, su aliento se ha convertido en bocanadas de humo y su piel va ganando tonos por momentos. Golpeo el cristal con el culo del extintor una vez éste se ha agotado, comienza a desquebrajarse pero es imposible romperlo, sus 7 u 8 milímetros de blindaje me lo impiden. Me hace un gesto con la mano, con su negativa me indica que me aleje, y mucho. Parece nervioso, más aún. Le hago caso y me retiro un par de metros, observo todo ardiendo, incluso el árbol con el que han chocado. De repente, sin tiempo de reacción, todo se esfuma. Una onda expansiva me empuja hacia atrás, hace que me desestabilice y caiga al suelo sin que pueda agarrarme a nada. Una bola de humo y fuego asciende hacia el cielo, la pintura original del BMW se ha vuelto cobriza y mate, y el 85 por ciento del mismo no es ya más que cenizas y brasas candentes. Sin más que poder hacer por ellos, recojo el extintor y vuelvo a mi asiento. La rueda derecha está francamente mal, parece haber sido sometida a una bajada «obligatoria». Miro al retrovisor por última vez y veo que ahí ya no queda nada, el incendio parece contagiarse al resto de vegetación que los rodea y sin posibilidad alguna de extinguirlo, lo mejor será que deje a la propia naturaleza apagarlo. Nubes de tormenta parecen extenderse sobre la cúpula celeste y el bosque a ese lado de la carretera apenas lo conforman 20 o 30 sujetos, por lo que no supondrá una gran pérdida medioambiental.

Noto la dirección mucho más imprecisa ahora, el vehículo avanza a saltos, y un traqueteo continuo no deja a mis riñones tranquilos. Las curvas pasan con el sonido de fondo de unos rodamientos que crujen y parecen desprenderse del coche por momentos. El 6 cilindros le sobran 300 caballos para salvar unas enormes pendientes del 18 por ciento. Los árboles desaparecen, a partir de cierta altura sólo la soledad puede crecer, el terreno se vuelve árido y el frío se hace más latente, en el asfalto alguna placa de hielo me recuerda que debo llevar precaución: un trasera nervioso en este estado puede ser muy peligroso. Los kilómetros pasan, una pintada en el suelo me recuerda que apenas me quedan 2000 metros para hacer cumbre. Cada vez hay más piedras y menos espacio para el GT3, la carretera se hace casi impracticable entre la nieve congelada que la cubre por completo y los restos rocosos que se desprendieron de los terraplenes que van paralelos al margen derecho.
La niebla, como de costumbre, crea un halo de misterio en la vía que en un alarde de mestizaje junta en un mismo momento la claridad del vapor de agua condensado con la oscuridad del Sol apagado. Atravieso una valla de alambre nada recia y con tendencia al oxidado, parece el escenario de una película de miedo o de la batalla final de una sangrienta guerra. De repente, la carretera se abre y abandona su tendencia a la pendiente, una gran explanada se extiende ante mis ojos con un asfalto perfecto y marcas de multitud de neumáticos. A lo lejos, lo que parece una nave (de enormes dimensiones) me vigila imponente. Sus dimensiones se pierden entre la oscuridad y casi como un garabato de tiza en una pizarra, en el pico más alto de la imponente montaña se extiende una antena que se pierde en el infinidad del cielo. A la sombra de ésta hay una casa rodeada de cristales, de estilo minimalista y con una piscina que parece introducirse en la misma. Bajo del GT3 con la tentación a cuestas de marcarme unos donuts en la planicie de alquitrán.

Ha pasado un ángel, el silencio se hace al apagar el motor y sólo yo y el edificio quedamos con algo de alma en esta desolado lugar. Camino durante un par de minutos explorando el lugar, tratando de encontrar algo que vaya más allá de la propia soledad. Como viene siendo típico aquí, sólo unos pequeños arbustos se atreven a crecer desafiando al blanco perlado de la nieve. El graznido de los cuervos rompe este círculo vicioso, con miedo sigo avanzando mientras piso los dos o tres centímetros de nieve que no afectan al asfalto en su mayoría. Me produce cierta tiricia el sonido que ésta hace al aplastarse entre la suela de mi zapato y el suelo, es irritante. El frío no es mi fuerte, así que sin ganas de coger un resfriado, cojo una bola del suelo, la estrujo entre mis manos hasta que se quedan congeladas y doy por concluida la jornada invernal tras reventarla contra la pared de la nave. Sin sentir ya las manos, me acerco a ella y busco en el bolsillo la llave que me mostrará qué guarda en el interior. Tras ella puedo ver un chasis a medio hacer, con alguna pieza de la carrocería y unos frenos cerámicos del tamaño de mi cintura, su estructura de carbono sigue intacta y parece no afectarle las inclemencias del tiempo.

Con cierto recelo, pero con esperanza (¿Para qué me quiero engañar?) introduzco la llave en la cerradura. Milagrosamente, ésta entra sin el más mínimo ápice de esfuerzo, como un engranaje perfecto pulido durante años por algún maestro suizo. El pestillo del enorme portón cede, y con éste se acaba la perfección. Dos diminutos ruedines metálicos se deslizan con dificultad sobre un raíl que no facilita nada el asunto. Está tan duro que por un momento incluso me planteo el seguir empujándolo para conseguir abrirlo. Apoyo mi hombro contra el marco del mismo y echo todo mi peso sobre él. Cuádriceps y gemelos se tensan, tratando de crear la maquinaria oportuna para alcanzar mi objetivo. A grito «pelao» pongo todas las energías que mi cuerpo dispone para poder comenzar a dotar a la enorme estructura metálica de cierto movimiento. Por los poros del suelo que comienzan a avanzar supongo que, aunque muy poco a poco, algo estoy consiguiendo. El solitario silencio se ve profanado por el chirrido infernal de esas cosas diminutas que forman parte del mecanismo. Apenas la he abierto un metro cuando mi frío corporal ya ha desaparecido. Noto como las guías sufren una imperceptible pendiente que me complica aún más la existencia. Sin embargo, una vez superada es el propio peso de la puerta la que le hace completar el recorrido. La fuerza que hasta ese momento estaba ejerciendo hace que acumule más inercia de la debida y sea mi cuerpo el que me empuje contra suelo. Caigo apoyándome en las palmas de las manos, que se ensucian quedando en éstas una mezcla de nieve, asfalto y un fluido viscoso que bien podría ser aceite.

Como puedo, me levanto. Me las sacudo y limpio un poco los restos de difícil absorción en el pantalón. Toso y recupero un poco el aliento, puede sonar estúpido pero no sé si será por la falta de oxígeno o porque no soy un portento físico, pero estoy realmente extenuado. Alzo la mirada y giro mi cabeza a la izquierda. Como si acabara de ver a Dios, comienzo a rezar un «Padre nuestro» que no recuerdo mientras observo con incredulidad lo que ante mí surge. El corazón parece salírseme del pecho, alcanza una presión que ni siquiera el turbo del 1M conseguiría pero… ¿A quién le importa ahora el M? El desayuno no quiere quedarse en el estómago, bellas figuras de vértices extremos y sugerentes curvas se combinan con mis nada atractivos jugos gástricos; con temor de que ellos puedan observar la grotesca escena y por el respeto inmenso que sus historias me transmiten, salgo de lo que ya se puede llamar garaje y me dirijo a uno de los laterales, me apoyo en una viga de hierro y dejo que mis fluidos más internos salgan por mi boca. Debido a la violencia de la acción, incluso mis fosas nasales prueban el nada atrayente olor del vómito. Como si quisiera dejar atrás todo mi pasado, como si no pudiera creer lo que acabo de ver, mi cuerpo parece rechazar la idea de presentarse a semejante convite de bestias con cualquier olor o sabor que no sea tan puro como los materiales que los conforman.

Recupero la consciencia, me llevo un puñado de fría nieve a la boca y me enjuago con el agua que ésta genera una vez se ha derretido en el calor de mi paladar. Vuelvo al lugar de donde vengo y, casi con desprecio, miro al GT3 RS que se queda en nada si lo comparamos con lo que esas cuatro paredes cobijan. El pelo se me eriza, la piel se me pone de gallina y siento cierto regocijo por dentro comparable al que sentiría el descubridor de la cueva de Alí Babá y los 40 ladrones. Un Jaguar XJ220 de color verde inglés me recibe, sus formas femeninas y sexys son casi perfectas, sin embargo, me falta tiempo para retirarle la mirada. Junto a él, descansan el famoso Pagani que un día nos salvó la vida, tras él, otro modelo de la misma marca en el que se puede leer «Cinque». En el margen izquierdo del felino es un Enzo Rosso Corsa el que parece darme la bienvenida, y tras este primer cuarteto se extiende toda una legión de superdeportivos, clásicos y piezas de arte que tardaría una semana en recopilar. ¿Es esto mío? ¿Quién era ese hombre? ¿Sabía lo que tenía entre manos, lo supo alguien alguna vez? Muchas preguntas, ninguna respuesta, y el gozo casi sepulcral que me produce semejante situación. Me pellizco con fuerza, quiero estar seguro de que lo que veo es cierto y no es una simple fantasía de mi cerebro, pero… ¿Acaso ha habido algo de realista este último mes? No me equivoco si digo que evidentemente, no.
Pierdo el sentido del tiempo y la orientación aquí dentro, durante horas me dedico a pasearme de aquí para allá, retirando una capa de polvo bastante considerable en la mayoría de casos, miro a su interior recreándome en la idea de conducirlos y tiemblo de miedo ante la idea de hacerlo y no estar a la altura. Me agacho a contemplar los enormes frenos y pasos de ruedas de las máquinas de motor trasero, luego me dedico a la vida contemplativa fijándome en cada detalle de los modelos más antiguos, con sus cromados y sus líneas pintadas por el pulso magistral de algún delineante. Pocos modelos comunes hay, pero alguno queda, modelos que aunque sin pena ni gloria se quedan en nada al lado de los verdaderos reyes y señores del lugar, ante los ojos de un imberbe automovilístico como yo, representan el camino hacia la gloriosa cima de los mejores, aquellos que abandonaron la idea de coche y se colaron el salón de los mitos. Es casi de noche cuando fijo toda mi atención en un automóvil que, aunque extremadamente bello y potente, tiene pinta de ser lo suficientemente dócil como para atreverme a probarlo. Está junto a los elevadores y herramientas, reniega a hacerse mayor para convertirse en atemporal y luce una carrocería a medio camino entre un coupé y un shooting brake.

Busco en el «cajón de los pasteles» las llaves de dicha máquina, son demasiados los logos y las llaves como para encontrarlas de buenas a primeras. Aún no me he atrevido a contarlos todos, pero deben rondar los cincuenta. De la marca británica consigo localizar tres y, aunque unas estoy seguro de que pertenecen al XJ220 , de las otras dos no tengo ni la más ligera idea de cuales corresponderán al ejercicio de diseño con ruedas. Así que, sin más dilaciones y con muchas ganas de comenzar a realizar la cata, aprieto el botón de apertura de ambos mandos y tras ver como al hacerlo con el primero se ve el reflejo de unas luces naranjas que no corresponden al deportivo grisaceo, me decanto por acercarme a él ya con el juego correcto. Algo me recorre la espalda al abrir la puerta, quizá sea ese «algo» que me hizo salir de casa al ver la fecha en el calendario, quizá sea ese «algo» que hace que me haya olvidado por completo de todos mis males.

Pongo mi trasero sobre una asiento que es una verdadera pieza maestra, el cuero marrón oscuro, casi granate, se funde a la perfección con el 90 por ciento de los elementos del interior. Bajo la pantalla del salpicadero se puede leer F-Type y tras realizar los ajustes necesarios (espejos, altura de los asientos, cinturón) compruebo que se trata de un V8 con un giro de llave y el uso de un botón de STAR/STOP. Me siento como un piloto de caza, avanzo con cuidado por el pasillo central que parte en dos la colección, y con un tacto y una suavidad que aún no había apreciado en ningún coche, salgo de la nave dejándola abierta de par en par, creo que los cuervos aún no han aprendido a conducir… El ocaso se dibuja sobre la Sierra Sur de Jaén, los olivos abandonados se ven a lo lejos, como una masa uniforme anaranjada que refleja la luz del Sol con elegancia. Paro un segundo junto a un quitamiedos de piedra que hace de salvavidas ante una más que probable salida de la vía, lo dejo arrancado y salgo a observarlo, sin más. Tras de mí quedan decenas, quizá cientos de coches, pero ahora mismo sólo somos él y yo, el resto no importa.


Todo parece dispuesto para que este puerto se convierta en mi tramo privado, donde pasar el resto de mi existencia bajando y subiendo como un poseso. El depósito está lleno, tengo el morro encarado con la carretera (que con el calor de medio día a perdido su manto de hielo y nieve) y el punto muerto metido. Acelero para sentir una vez más el sonido del enorme bloque en frío… simplemente orgásmico. Lo dejo a unas cinco mil revoluciones, rozando el éxtasis de mis oídos y tratando de sentir su vibración de forma un poco más intensa. Bajo la ventanilla para escucharlo en todo su esplendor y tras unos segundos de deleite personal me atrevo a engranar primera y soltar el embrague. Como si me hubieran dado una patada en la espalda, recibo un fuerte golpe en las cervicales y el aire por la ventana se convierte en un par de segundos en una ventisca de proporciones bíblicas. Con el moco colgando y, seguramente con una marca en los calzoncillos, levanto el pie y trato de mantener semejante torrente de potencia en la calzada. La carretera se vuelve estrechísima, casi parece un milagro que la nada voluminosa batalla del vehículo entre por aquí. Cuando relajo un poco la velocidad sobre enormes bloques cerámicos y alguna placa de hielo que se resiste a irse, me fijo en el velocímetro: 80 kilómetros por hora en una tramo cuyas señales no recomiendan más de la mitad… no me quiero imaginar a cuánto me he puesto.

Con el miedo que me da volver a pisar a fondo, comienzo a negociar curvas a medio gas y con el volante agarrado con las dos manos (y porque no tengo cuatro…). Pendientes de hasta el 20 por ciento hacen que el felino coja velocidad sin apenas esfuerzo. El chirrido de los frenos antes de llegar a cualquier giro es hipnotizante, parece un tren llegando a la estación. Conforme desciende la altura, mi confianza va recuperando su tono normal. Cada vez acelero un poco más, aún sin llegar tan siquiera al 50 por ciento del límite del V8, mi cuerpo se estremece con cada petardazo que emite semejante maravilla de la mecánica moderna. Todo alcanza un romántico tono literario, mi confianza hace que los bellos vértices esculpidos sobre la carrocería sean rozados cada vez con mayor velocidad por el frío aire de la atmosfera. Un sutil cosquilleo surge en mi cuello y se apodera de mi nuca, como si de un roce de su mano se tratara. La situación se vuelve cuasi perfecta, la armonía que formo con la máquina es más propia de humanos que de coches y animales.

Las curvas se suceden, algunas rápidas, de esas que pasas a 180 kilómetros por hora con el gas levantado mientras suelta un bronco quejido por sus cuatro tubos de escape; otras son de primera velocidad, entras a tres mil revoluciones y sales con el pedal pisado a fondo, con un obús que propulsa tu cuerpo a la quinta dimensión y dejando una estela de humo y olor a rueda quemada que alguna ocasión adelanta al propio felino con la fuerte brisa que se está levantando. Casi sin quererlo, la solitario carretera que durante años ha servido de fiel defensor de superdeportivos herejes que un genio o loco se negó a dejar olvidados, se termina. Otra vez en la enorme nacional de asfalto casi pulido y ancha como el propio cielo es la única que dicta qué camino he de seguir (unos árboles quemados y los restos de un chasis carbonizado me forman un nudo en la garganta). Pero mis ojos cansados, los párpados ebrios y ambiguos y el miedo que a pesar de la experiencia me produce la carretera abierta me hacen replantearme el dilema de seguir conduciendo o dejarlo por hoy… casi sin darme tiempo a deliberar y de forma subconsciente, engrano primera, piso embrague y revoluciono el motor sin maltratarlo demasiado. El sonido es glorioso, noto el tubo de escape lubricado que restos de gasolina que se disipan en forma de pequeñas explosiones que hacen del V8 un enorme monstruo constipado. Dejo que motor y transmisión formen un único y perfecto consorte que se encargue de transmitir toda la potencia a las ruedas traseras; 180 grados de olor a rueda quemada y niebla encauchutada surgen a última hora de la tarde, con el Sol a punto de irse a la cama y las luces del F-type que de forma autónoma han iluminado la penumbra, emprendo el camino de vuelta a mi nueva e ideal morada. Como el villano de las películas, viviré allí en la más absoluta soledad, rodeado de frías máquinas que, aunque distantes como la propia vida, no me pedirán nada a cambio ni me causarán problemas más allá de los que la propia ingeniería me puede ocasionar. La subida que ahora trazo con el coupé británico se cansará de verme pasar, no le dará tiempo a enfriarse entre pasada y pasada de neumáticos candentes que exigen un poco de clemencia que no les llegará hasta que acaben con los 18 kilómetros de puerto.

Las cuestas que antes pasaba con el freno pisado se convierten ahora en paredes que escala sin problemas, aún no sé de cuánta potencia estamos hablando pero sus cuatro tubos de escape y ese chorro de energía que me golpea cada vez que hundo el pedal del acelerador acusan ante notario de su fuerza extraterrenal. El sonido hipnótico recurre a la secuencia de paredes de piedras y cantos rodados para magnificarse, la sonrisa que mi cara refleja hace latente lo que me hace feliz, atrás quedaron los siglos de horror gratuitos, las noches en vela y el miedo a quedarme sólo. Ahora tengo por delante varias décadas de rodadas al máximo, de cunetas rozando el límite de la cordura y de días y días conociendo un poco más a fondo cada coche. Sólo eso, nada más. El asiento del copiloto sigue vacío, mi mano aún está resentida por las heridas del pasado y algún pelo rubio y castaño cuelgan de mi chaqueta de paño. Pero es que la vida, a veces enemiga del hombre, tiene para nosotros marcado algo diferente a lo que habíamos pensado. Los kilómetros se consumen con una sensación de soledad que trato de llenar a base de litros de gasolina que se consumen a un ritmo vertiginoso en el interior de los cilindros, trato de no pensar en otra cosa pero es irremediable.


La carretera vuelve a allanarse, el final del camino se acerca con la luz justa como para intuir por dónde llevar el coche en la siguiente curva. Sí, por hoy todo ha tocado a su fin, no he comido, más no tengo hambre; no he hablado con nadie, más no añoro la compañía del calor humano; no he bajado de los 1500 metros de altura, más no echo en falta el oxígeno de los valles plagados de olivos. Paro unos minutos en la explanada y observo el enorme edificio que resguarda al resto de modelos. Observo cómo sobre él, a no más de 100 metros de distancia, la imponente figura de una casa me llama con impaciencia, como queriendo que acuda a ella para echarme a descansar un rato. Engrano primera de nuevo, doy un pequeño toque de gas y suelto el embrague. No me atrevo a meterlo de nuevo en el garaje, ya había olvidado el valor de lo que sus paredes cobijaban. Ni corto ni perezoso, aparco en la puerta y apago el motor; trato de quitarme el cinturón y bajar al exterior. Pero la pantalla central del salpicadero me indica que allá afuera a la temperatura aún le faltan varios grados para conseguir una cifra positiva. Así que poso mis riñones sobre los asientos de cuero granate, recupero el aliento tras la maratoniana jornada y busco alguna razón para no salir de allí. Miro al asiento del acompañante, lo toco y trato de buscar el calor que nadie ha dejado al sentarse.

Cierro los ojos e imagino, como si de algo carnal se tratase, la mirada de unos ojos marrones -casi grises- que por primera vez en semanas me vuelven a observar. No hay más tiempo que el que nuestras manos compartiendo sus emociones. La piel se me pone de gallina y una voz casi angelical me dice: «Pablo, duérmete. Todo irá bien». 

 
Continuará…